He
estado ayudando a mi hija mayor con un manual de primer curso de Derecho de los
que tendrá que manejar a lo largo del primer cuatrimestre, y me ha invadido la misma
sensación de desaliento que otras veces en las que yo mismo, como estudiante de
leyes, tuve que enfrentarme a algún que otro sesudo y estéril tratado sobre teorías
generales y otros áridos aspectos del derecho.
Y, mientras trataba de descifrar
el enigmático significado de algunos de sus oscuros capítulos, me he preguntado
cómo alguien en su sano juicio puede dedicar tanto tiempo a escribir algo que,
aparte de su interés relativo, nadie que disfrutara de una existencia
ligeramente más excitante que la de una ameba, se tomaría la molestia de leer
sino se viera obligado por la necesidad de superar un examen que versará sobre
su contenido; circunstancia a la que se une, casualmente, la de que el profesor
que lo va a examinar, a buen seguro mal retribuido por la institución pública
para la que trabaja, es el autor de tan excelsa obra y quiere sanear su magra
economía a costa de sus jóvenes y esforzados discípulos.
Al
margen de estos honestos motivos, aunque puramente crematísticos, no soy capaz
de comprender que haya personas que inviertan tantísimas horas de su vida en
escribir obras llenas de llamadas a pie de página, extractos de otros textos,
citas de autores varios y muy escasas conclusiones de cosecha propia. Como si
el mérito del texto se agotase en hacer ese acopio de opiniones de otros eruditos
que, al parecer, ya se pronunciaron en su día sobre las cuestiones que se
abordan en la obra de que se trata.
Por poner
solo un ejemplo, los modelos de comunidades semiorganizadas que precedieron el
nacimiento del estado romano, si su estructura era tribal, si los linajes eran
patrilineales o matrilineales y si el origen del Estado se encuentra en el
conflicto interno o es el conflicto externo el que obliga a las comunidades
primitivas a organizarse mejor para hacer frente al enemigo exterior, es algo
que se podría explicar a lo largo de una charla de no más de media hora; pero
dedicar a analizar estas y otras cuestiones más de trescientas páginas,
abordando conceptos tan pintorescos, para mí, como el ‘estado hidráulico’ me
produce asombro y, después de un rato (bueno, de un ratito), un inmenso
aburrimiento.
Seguramente,
la comunidad científica no estaría de acuerdo conmigo, pero hay que ser muy
friki para empaparse por voluntad propia de este tipo de publicaciones. Y es que
el reto resulta mayúsculo cuando al escaso interés de la obra se suma una
redacción que, en ocasiones, vuelve el texto incomprensible al primer golpe de
visa y obliga a ir atrás y adelante para tratar de entender el desarrollo de una
idea que luego ni siquiera resulta ser una idea propia, sino una exposición más
o menos ordenada de las ideas de otros.
Aunque, no estoy teniendo en
cuenta que el personal docente de las universidades españolas no solo es
docente sino también investigador y, también seguramente, el fruto de muchas de
estas investigaciones consiste, al menos en las facultades de derecho, en
libros tan estimulantes como el que he tenido ocasión de hojear estos días.
Ahora entiendo porque no siempre lo que se invierte en investigación redunda en
beneficio directo de la comunidad en general ni tampoco, me temo, en provecho
de la mayor parte de la comunidad universitaria.