jueves, 26 de enero de 2017

Anonimato curricular

            Hoy he escuchado en la radio una noticia relativa a la iniciativa de la Ministra de Sanidad de llevar a cabo una prueba piloto para implantar el ‘curriculum ciego’, con el objetivo de que, en los procesos de selección, estos no lleven ningún indicador del género del candidato e impedir así cualquier actitud discriminatoria, recordando además que dicha iniciativa está plenamente implantada en países como Francia, Alemania o Reino Unido.

            Por lo visto, el curriculum vitae ciego es un formato de curriculum que no incluye el nombre de la persona ni su fecha de nacimiento y, desde luego, tampoco ninguna fotografía del candidato a ocupar un puesto de trabajo.

            Al margen de otras consideraciones sobre la plausible posibilidad de que el candidato, preseleccionado por su curriculum, pueda ser sometido a una entrevista personal antes de completar el proceso de selección, me pregunto hasta qué punto omitir determinada información, supuestamente irrelevante para decidir sobre la idoneidad del postulante para ocupar un puesto de trabajo, contribuye de manera efectiva a evitar la discriminación por razón de sexo, edad, raza u otras circunstancias personales o sociales; y si puede considerarse ilegítima la pretensión de un empresario de conocer la identidad del candidato a ocupar un puesto de trabajo; porque, al fin y al cabo, la edad, el sexo, el nombre de una persona o su aspecto físico conforman su identidad y, prescindir de ellos, nos conduce al más estricto anonimato.

            Lo cierto es que la discriminación puede darse en el momento de concurrir a un proceso selectivo o durante el desenvolvimiento ulterior de una relación laboral, y no se evita escamoteando determinada información o fomentando la opacidad en los procesos de selección. Tan legítima es la pretensión del trabajador de conocer las condiciones que le ofrece su empleador, como la del empleador de conocer el perfil personal y profesional del trabajador al que se plantea contratar, y, en muchos casos, la idoneidad de este no puede valorarse exclusivamente por su experiencia curricular.

            En el ámbito de la Administración, yo he conocido casos como el de un funcionario interino afectado, desde el momento mismo de incorporarse a la bolsa de trabajo correspondiente, por una deficiencia visual que le impedía materialmente leer un documento ordinario sin valerse de una lupa de gran aumento y sosteniéndolo a un par de centímetros de su cara, o el de un sujeto contratado para trabajar en un servicio de prevención de incendios que había sido condenado media docena de veces por pirómano.

            Por otro lado, el aspecto físico de un individuo, en ocasiones, disuadiría al empleador más liberal de contratar a determinadas personas para llevar a cabo ciertos cometidos. Pensemos, por ejemplo, en sí alguien estaría dispuesto a emplear a un cuidador para atender a su madre o a un empleado de hogar para cuidar de sus hijos sin haberle visto la cara, por muy acreditada que estuviera su experiencia en el sector de la dependencia.

            Con esto no quiero decir, desde luego, que los prejuicios sociales no estén presentes en el ámbito laboral, como, por otra parte, lo están en cualquier ámbito de la vida; pero, para evitar la discriminación, es necesario actuar sobre el origen del problema, combatiendo esos prejuicios a través, por ejemplo, de una educación adecuada, que ayude a hacer posible que personas de diferente extracción social, sexo o etnia, puedan disfrutar de las mismas oportunidades.

            Porqué, si no es así, ¿cómo se pretende evitar que esa discriminación surja en un momento posterior? ¿Proponiendo que los candidatos concurran a las entrevistas de trabajo embozados o haciendo uso de un distorsionador de voz? ¿Eludiendo a lo largo de todo el proceso de selección cualquier cuestión que, sin dejar de afectar a su ámbito personal, pudiera repercutir directamente sobre el desarrollo de una relación laboral o profesional?

            Por otra parte, en el Reino Unido, sin ir más lejos, las autoridades competentes se están planteando la posibilidad de multar con mil libras a las empresas que contraten a trabajadores no nacionales; medida que se compagina bastante mal con el supuesto intento de no discriminar a esos mismos trabajadores patrocinando el curriculum ciego. En este caso, no conocer la nacionalidad del candidato antes de contratarlo podría costarle a su empleador una sanción económica a la que, seguramente, preferirá no arriesgarse.


            Pero, explicado en abstracto y auspiciado desde un Ministerio, lo del curriculum ciego, como tantas otras iniciativas fraguadas siempre en el ámbito de lo políticamente correcto, a algunos les parecerá la bomba, y ay de aquellos que se atrevan a cuestionar estas u otras ocurrencias sin medir las consecuencias de sus palabras; porqué, eso sí, quien cuestiona este tipo de iniciativas puede tener la seguridad de que su opinión, expresada espontáneamente, corre el riesgo de pasar a formar parte de su curriculum y, además, podrá ser aireada y denostada a los cuatro vientos por cualquier defensor del anonimato curricular. Así que, a la hora de expresar estas o parecidas opiniones, mejor no dejar constancia del nombre, la fecha de nacimiento ni cualquier circunstancia que pueda conducir a nuestra identificación.

Enaltecimiento de la irrelevancia

            He sabido por la radio que el Ministerio Fiscal pide dos años de prisión para una joven universitaria que publicó en Twitter un par de chistes sobre la muerte de Carrero Blanco, víctima de un atentado terrorista. Hace un año, un juez de la Audiencia Nacional acordó prisión provisional sin fianza para dos titiriteros, en cuyo espectáculo se exhibía una pancarta con una leyenda alusiva a ETA, por enaltecimiento del terrorismo. Y, hoy mismo, el Tribunal Supremo ha anulado la absolución de la Audiencia Nacional al cantante del grupo Def con Dos por idéntico delito, con motivo de unos tuits publicados en la misma red social.
            También me he enterado de que, hace años, Tip y Coll bromearon sobre el hecho de que el atentado de Carrero Blanco le había supuesto el ascenso más rápido de su carrera; en esta ocasión sin mayores consecuencias, porque, por aquel entonces, no estaba tipificada dicha conducta en el Código Penal. Pero no tengo tan claro que, hoy en día, ese tipo de chascarrillo no les hubiera llevado ante una corte penal.
            Supongo que, a veces, los jueces se encuentran en la tesitura de aplicar normas que les pueden parecer injustas o irracionales, y no siempre debe ser fácil hacer que prevalezca el sentido común, sobre todo cuando uno se arriesga a que alguien emprenda acciones contra el que se separa del tenor literal de esas normas o el correspondiente órgano de gobierno, tan atento a estas cuestiones como distraído a la hora de adoptar otras medidas, pueden tomar alguna de carácter disciplinario para corregir determinados pronunciamientos; pero, en mi opinión, no hay norma que ampare ciertos desatinos.
            Cuando preparaba oposiciones a judicatura, estudié que el Derecho Penal era el último recurso, al que había que recurrir solo cuando fallaba el resto de mecanismos del ordenamiento jurídico para ordenar las conductas de los ciudadanos o reprimir los excesos que pudieran producirse en el ejercicio de un derecho. Pero parece que la tendencia en la actualidad es a criminalizar cualquier comportamiento que pueda considerarse incorrecto o contrario a determinadas sensibilidades.
            A mí me han contado chistes sobre Irene Villa que, divulgados a través de una red social, llevarían al Ministerio Público a tomar cartas en el asunto. Y, sin embargo, quien me los contaba no pretendía ni estaba enalteciendo ninguna conducta terrorista. Y a las pocas horas de producirse el atentado de las Torres Gemelas, Internet hervía con chistes sobre el 11-S, sin que tampoco se pretendiera con ello, al menos en la mayor parte de los casos, humillar a las víctimas.
            Enaltecer equivale a atribuir gran valor a una persona o cosa, y, en este sentido, todos los días se emiten programas de televisión que enaltecen personajes que merecerían cualquier cosa menos reconocimiento público, o justifican conductas reprobables ética, social o moralmente. Y lo peor de todo es que esos programas los ven niños y jóvenes que, animados por esa exaltación de la deslealtad, del oportunismo y la mala educación, pueden tomar ejemplo y reproducir patrones nocivos socialmente y potencialmente peligrosos tanto para el que los protagoniza como para el que los sufre.
            No digo yo que haya que meter en la cárcel a determinados contertulios, o censurar ciertas películas o series de televisión, pero no estaría de más poner el punto de mira en lo que realmente resulta dañino para la sociedad y puede corromper a quienes todavía no tienen suficiente discernimiento o han crecido en un ambiente que favorece la imitación de conductas aparentemente exitosas, pero muy poco constructivas, sobre todo ante la ausencia de modelos de conducta alternativos o el declive de determinadas virtudes.

            Mientras tanto, será mejor no compartir determinados chistes en las redes sociales y esperar que el sentido común prevalezca a la hora de diferenciar lo inocuo de lo verdaderamente nocivo, la irreverencia de la criminalidad y el humor negro del enaltecimiento de la violencia.

'Posibles conocidos'

            Desde la semana pasada tengo mi propio perfil de Facebook. Así que ya soy, oficialmente, un miembro de la aldea global, plenamente integrado en las redes sociales y con un muro que puedo llenar de fotografías, enlaces, videos y reseñas que espero que susciten la aprobación de mis amigos. Aunque, hasta la fecha, solo tengo cuatro, y todos de la familia.
            Mi mujer me ha dicho que puedo dirigir solicitudes de amistad a mis conocidos y, de esa manera, ampliar el círculo de contactos y seguidores. Pero todavía me resisto a hacerlo. No sé si por una especie de pudor o por temor a que mi solicitud sea rechazada o aceptada por compromiso. Al fin y al cabo, no tengo muy claro que personas con las que perdí el contacto hace tiempo, vayan a sentir interés por saber de mí, después de no tener noticias mías, en algunos casos, desde hace años.
            Pero, lo cierto es que Internet me da noticia constantemente de personas que ‘quizá’ conozca. Algunas parece haberlas sacado de la lista de contactos de mi teléfono móvil. Otras, creo que son amigos de mis amigos. Y, francamente, otros no tengo ni idea de cómo podría haber llegado a conocerlos, como no sea en otra vida o en un universo paralelo.
            Así, entre ese variopinto colectivo de posibles conocidos, me he encontrado con gente de otras razas, musulmanes, runners, músicos, bailarines, una drag queen, alguien disfrazado de Fiona (la novia de Shrek) y una tal ‘Doberman War’, que comparte su foto de perfil con un perro de esa raza en actitud manifiestamente agresiva.
            Pero la cosa dejó de parecerme tan divertida y empezó a inquietarme un poco más cuando en la foto de perfil de uno de mis ‘posibles’ conocidos, aparecían dos tipos, con cara de pocos amigos, exhibiendo sendos fusiles automáticos. Básicamente, porqué, aunque dudo mucho de que haya conocido o tenga la más remota posibilidad de conocer a esos tipos, que no han tenido otra ocurrencia que fotografiarse haciendo gala de algo tan poco constructivo como la tenencia (no sé si lícita o ilícita) de armas, por algún mecanismo inescrutable, la red me ha relacionado con ellos o los ha relacionado a ellos conmigo.
            Y no es que piense que alguien, ya sean las autoridades, la policía o un servicio de espionaje, puedan llegar a tener la sospecha de que yo me relaciono con portadores de armas, cuyas actividades y forma de ganarse la vida desconozco y no tengo ningún interés en conocer (aunque ahora que el presidente de los Estados Unidos se ha mostrado a favor de la tortura, habría que andarse con ojo, por si acaso), sino que dicha relación virtual me lleva a reflexionar sobre lo pequeño que es el mundo y lo cerca que estamos, en realidad, unos de otros.
            Una vez, oí confesar a Jordi Évole, a propósito de un programa sobre la violencia de género, su sorpresa ante las muestras de agradecimiento que había recibido de mujeres de su círculo de amistades, víctimas de maltrato, por haber abordado ese tema en su espacio televisivo, porque decía que nunca se habría imaginado que esas mujeres, de su círculo más íntimo, padecieran situaciones de violencia. Pero, en realidad, lo que me pareció leer entre líneas, fue su sorpresa ante el descubrimiento de que otros conocidos suyos pudieran ser sus maltratadores.
            Normalmente, este tipo de descubrimiento se produce en películas de suspense o thrillers psicológicos, que juegan al engaño con el espectador y, solo a última hora, muestran la cara del asesino; pero, en ocasiones, supongo es posible vislumbrar el drama o la tragedia en un entorno próximo, alejado de la ficción, en el que transcurre nuestra realidad cotidiana.

            Afortunadamente, en ese entorno próximo, sospecho que también hay personas bienintencionadas que, en circunstancias normales, no se atreverían a enseñarnos las fotos que cuelgan en su muro de Facebook, ni se expresan con la misma libertad, cara a cara, lo cual no deja de ser sorprendente. Porque la verdad es que sí, en nuestro día a día, nos esforzáramos en la misma medida para mostrar nuestro lado más amable, más culto o divertido, seguramente mejoraría nuestra percepción de los demás y la que los demás tienen de nosotros.