viernes, 24 de abril de 2020

Efectos secundarios


            Dos médicos chinos que habían sido infectados por el Covid 19 y a los que se les había inducido un coma, han despertado de su letargo y parece que evolucionan favorablemente. No obstante, después de haber sido tratados con cloroquina, el color de su piel se ha oscurecido tanto que, en las primeras fotografías difundidas por la televisión de su país, parecen dos negros subsaharianos que, tras superar su ardua travesía a bordo de una patera, estuvieran recibiendo asistencia sanitaria después de ser rescatados.
            Y esta noticia me ha hecho imaginar el supuesto de que, ante la imposibilidad de disponer de una vacuna eficaz antes de un año o año y medio, ese tratamiento aparentemente exitoso se empezara a aplicar indiscriminadamente también a los pacientes infectados por el coronavirus en occidente.
Supongo que, en tal caso, los facultativos tendrían que informar a esos pacientes y a sus familiares de los posibles efectos secundarios de dicho tratamiento, a saber, aparte del daño hepático, que en el momento de ser dados de alta y abandonar el hospital entre los aplausos del personal de los servicios de salud, podrían tener el aspecto de un inmigrante irregular haciendo uso del sistema público de salud. Pero, claro, cuando la alternativa es susto o muerte, uno suele decantarse por la primera opción, con independencia de sus posibles efectos colaterales.
Por otra parte, es lo cierto que el nuevo tono de piel de los pacientes recuperados haría posible distinguirlos nítidamente de los no infectados y, sobre todo, de los asintomáticos; y les otorgaría una especie de salvoconducto que permitiría abandonar el confinamiento, hacer uso del transporte público, pasear por parques y jardines, frecuentar restaurantes y cafeterías, acudir al cine o al teatro e, incluso, irse de viaje. Y todo ello con la sola condición de haber dejado de pertenecer a la raza blanca.
Además, un tratamiento masivo de la población, a la que se podría dejar que se contagiase masivamente, tal como sugirió un primer ministro todavía bajo los efectos euforizantes de su reciente y exitosa separación de sus vecinos continentales, permitiría en un breve espacio de tiempo recuperar el pulso de la actividad económica. Incluso estoy pensando que, para convencer a sus compatriotas, ese primer ministro podría comparecer ante los medios de comunicación después de haber superado él mismo el virus, mostrando ante la opinión pública su nueva imagen racial e inclusiva, lejos de estereotipos coloniales, y en un gesto integrador abierto a todos los ciudadanos de la Commonwealth.
Y, tal vez, algún país al otro lado del Atlántico se sentiría tentado de seguir el ejemplo e invitar a sus conciudadanos a salir de sus casas e infectarse también masivamente para superar de una vez por todas la pandemia y volver a liderar el mundo libre. Otra cosa es que sus votantes, tradicionalmente de raza blanca, tuvieran tan claro eso de oscurecer el tono de su piel para recuperar su estatus económico a riesgo de ser confundidos con los votantes tradicionales del partido opositor y difuminar su estatus social al no poder diferenciarse de aquellos cuyos antepasados cultivaban algodón bajo la amenaza del látigo de sus propios ancestros.
Sin embargo, además de que el negro y ciertos tonos de amarillo no son siempre una combinación afortunada, la posibilidad en tan corto espacio de tiempo de un sorpresivo segundo inquilino de raza negra en la Casa Blanca recién recuperado del coronavirus podría suponer un duro golpe para una parte de la opinión pública de aquel país.
No obstante, invirtiendo una suma adecuada de dinero en el tratamiento, quizá podrían mitigarse en parte esos indeseados efectos secundarios, y así, por ejemplo, en lugar de parecer un negro, tan solo tener el aspecto de un latino. Aunque estoy pensando que, en tal caso, sería posible que, en vez de mostrar la apariencia de un pequeño empresario norteamericano o de un honesto hombre de negocios centroeuropeo, ese sujeto fuera considerado un inmigrante del sur dispuesto a residir en el país sin disponer de permiso de residencia o propenso a gastarse el dinero en alcohol y en mujeres. Con todo, cualquiera de estas dos posibilidades parece mejor que experimentar con los efectos secundarios de inyectarse algún poderoso desinfectante.
De todas formas, parece ser que transcurrido un tiempo el tono de la piel se va aclarando y pronto los dos facultativos recuperaran el aspecto que tenían antes de ser tratados con cloroquina. Mala suerte, con lo interesante que hubiera sido ver a algunos líderes de la derecha española en un mitin ilustrando a sus correligionarios a propósito de los datos que arrojan las estadísticas de criminalidad sobre sus hermanos de raza, sin poder estar del todo seguros de no estar incitando a una turba de delincuentes a atentar contra sus personas y bienes.

domingo, 19 de abril de 2020

Bajo un cielo tormentoso


            El otro día me puse a correr por el pasillo. No es que se estuviera quemando algo en la cocina y el humo hubiera llegado al otro extremo de la casa, ni que uno de nosotros hubiese descubierto a un animal salvaje de esos que merodean estos días por las ciudades que, después de entrar por alguna ventana mal cerrada, anduviera con la cabeza metida en una de las bolsas de la compra que, a veces, se amontonan en la entrada, donde esperamos a que el coronavirus adherido a las latas de conserva y los paquetes de legumbres dé sus últimos estertores sin infectar a otro ser vivo.
Sencillamente echaba de menos hacer algún ejercicio que no consistiera en moverme arrítmicamente observando a duras penas las instrucciones de la monitora del canal de youtube que estamos siguiendo durante la cuarentena.
El problema radica en que vivimos en un piso de noventa metros cuadrados y en que el trayecto más largo que se puede hacer sin saltar por encima de los muebles lleva desde el recibidor hasta la mesilla de noche de mi dormitorio, atravesando dos puertas, la segunda de las cuales me obliga a hacer un giro de noventa grados, y permite recorrer una distancia que en total no supera los veinte metros.
Creo recordar que en algún momento del metraje de la secuela de ‘2001, una odisea del espacio’, el protagonista corre por una sección circular de la nave interplanetaria en la que viaja, que gira en sentido contrario al de la marcha del astronauta. También me acuerdo de la protagonista de ‘Pasengers’ nadando en una piscina de dimensiones olímpicas bajo una cúpula celeste. En ambos casos la película transcurre en un espacio cerrado en el que resulta difícil moverse sin topar con los paneles de las paredes de ese reducido habitáculo, fuera del cual reina la oscuridad y un vacío aterrador capaz de destruir cualquier forma de vida.
Por desgracia, en casa no hay pasillos circulares que giren a la misma velocidad que yo decida imprimirle a mi carrera y en el agua ahora verdosa de la piscina de mi urbanización solo nadan dos patos que de vez en cuando vienen a visitarnos y a los que la gente les echa trozos de pan desde las ventanas.
Así que, aunque me ponga las zapatillas de correr para recuperar viejas sensaciones, a las cuatro o cinco zancadas me veo obligado a frenar en seco para entrar en la última habitación sin llevarme por delante el marco de la puerta o, más tarde, no estrellarme contra la mesilla de noche. Aun así, al principio no era infrecuente que el radiador que está debajo de la ventana del dormitorio se llevara alguna patada o que, al salir nuevamente al pasillo, estuviera a punto de chocar contra la pared. Además, la corriente de aire hace que, al cabo de un rato, la puerta de ese pasillo empiece a cerrarse y, si no tengo cuidado, puedo engancharme con la manilla y, cuando trato de evitarlo basculando hacia el otro lado, suelo darle un codazo al interruptor del cuarto de baño que se enciende o, a veces, se apaga si en ese momento hay alguien utilizándolo.
El otro día, después de treinta minutos golpeando los marcos de las puertas con los hombros y demostrando mi destreza para encender y apagar luces a la carrera con el codo, leí en el periódico que Nelson Mandela, a pesar de estar confinado en una celda de 2,1 metros cuadrados, no dejó de hacer ejercicio durante su cautiverio y que una parte esencial de su rutina consistía en correr durante 45 minutos cuatro días a la semana en ese espacio minúsculo. Así que, después de todo, no tengo derecho a quejarme demasiado.
De vez en cuando, al enfilar el pasillo sorprendo a alguna de mis hijas que, al verme avanzar hacia ellas, se refugian en su cuarto para dejarme pasar a toda velocidad. Luego, al detenerme brevemente junto a la ventana del dormitorio, el aire me trae el rumor de la lluvia. Entonces me acuerdo de los días que volvía de correr por el parque con barro en las zapatillas y el roce de las hojas de los árboles sobre mi cabeza y, por un breve instante, me parece estar corriendo de nuevo bajo un cielo tormentoso.