domingo, 28 de abril de 2024

Running on empty

 

Últimamente salgo a correr muy temprano, cuando apenas ha empezado a clarear y el parque está envuelto en un silencio brumoso que precede al canto de los pájaros. Me gusta particularmente ese momento del día, en el que todavía todo es posible y parece que, en un instante, puede suceder algo extraordinario. Así que, sin encender más que las luces imprescindibles, aun adormilado, trato de vestirme rápidamente y salgo de casa, casi a tientas y sin desayunar.

A esa hora de la mañana es más difícil coincidir con alguien y, escuchando al cuerpo y dejando que el pensamiento deambule errático entre los árboles, mucho más fácil encontrarse con uno mismo. Pero corres con el estómago vacío y, si además lo haces a un ritmo vivo, sabes que más pronto o más tarde te quedarás sin gasolina. Es como conducir en reserva, sabiendo a ciencia cierta que, si persistes en tu huida, en algún momento el coche se detendrá.

Todos hemos conducido alguna vez con el depósito de gasolina a punto de quedarse vacío. Bien porque pensábamos que nuestro destino quedaba a poca distancia, o porque teníamos prisa por llegar a algún lugar, o porque estábamos más pendientes de Google Maps que del indicador de combustible, buscando una ruta alternativa para evitar ese atasco en el que terminamos metidos de lleno, rascando el fondo del tanque y rezando al dios de las petroleras, para que la aparición de una gasolinera nos sacase del atolladero en el que habíamos terminado metidos, víctimas de nuestra dependencia de los combustibles fósiles.

Pero, cuando el invierno ya ha quedado atrás, esos días en que salgo a correr por el parque, hay algo que me empuja a seguir hacia adelante. A esa hora, con que hayas dormido seis horas, el cuerpo, todavía entumecido pero liberando de las ataduras del sueño y despojado también de ropajes superfluos, se siente ligero y, cuando el sol empieza a brillar entre los troncos de los árboles y las sombras se alargan sobre el camino de grava, el alma levita al encuentro de las primeras luces del alba. Y, por un momento, quieres creer que tus piernas, si confías en ellas, podrían llevarte hasta el fin del mundo.

Es después cuando la gravedad impone su ley, la euforia desaparece y hasta los corredores más acreditados enfrentan el muro. Aunque ese no es mi caso. Nunca, hasta ahora, ha venido a visitarme el tío del mazo. Siempre, aún en las tiradas más largas de mis tiempos de maratoniano, pude regresar de mi viaje sin haber claudicado a la fatiga. Pero, tal vez, en más de una ocasión, estuve paseando por el límite sin ser consciente de ello.

No sé si ha sido igual en la vida. A veces, vivimos a crédito, tomamos prestado un tiempo y una energía que nos parecen ilimitados y  que derrochamos con una mezcla de ingenuidad e inconsciencia, olvidándonos de parar a repostar en el camino. Otras veces, sencillamente, no podemos hacerlo. Y, en cualquier caso, la luz de la mañana nos invita a viajar lejos, sin mirar atrás más que, si acaso, para asegurarnos de que no estamos completamente solos, pero con la sensación constante de que, si nos detenemos, algo se nos podría escapar, algo que corre por delante de nosotros, que, en ocasiones, apenas llegamos a vislumbrar en la distancia, pero que nos pasamos la vida persiguiendo con denuedo. Cada uno de nosotros persigue una cosa distinta y algunos corremos sin estar seguros de lo que estamos persiguiendo. Pero nadie puede correr indefinidamente.

A veces, me pregunto si, mientras corro con el depósito vacío y cuando el aire frío hace que el cortavientos se me pegue al cuerpo, ese destino detrás del cual me he pasado media vida corriendo no se me aparecerá algún día en forma de muro infranqueable. Si será necesario experimentar el cansancio y la fatiga para saber que finalmente he llegado al extremo del camino. Pero creo que nunca he corrido pensando que podía toparme con una pared que no fuera capaz de franquear, ni huyendo de algo que viniera persiguiéndome, sino, si acaso, persiguiendo yo mis propias quimeras. No todo el mundo es tan afortunado. Y también pienso que esa es la mejor de todas las razones por las que uno puede salir de su casa sin desayunar o conducir con el depósito medio vacío y, dependiendo de lo que seamos capaces de soñar, también puede ser la más hermosa.

viernes, 5 de abril de 2024

En el parque

 

El parque al que voy a correr habitualmente es un frondoso vergel que, cuando ha estado lloviendo varios días seguidos y el sol se asoma de nuevo entre las nubes, luce en todo su esplendor, invitando a pasear por sus veredas y a detenerse junto a las zonas inundadas, en las que es fácil ver alguna garza de plumaje blanco explorando el fondo limoso con su pico en busca de alimento.

También, junto al estanque, he visto últimamente una pareja de gallinetas escurriéndose entre la vegetación de la orilla. Y, en alguna ocasión, he podido fotografiar una abubilla revoloteando entre los troncos delos árboles.

Además, ha proliferado una colonia de conejos que, cuando me acerco corriendo, se quedan inmóviles, mirándome con ojos inexpresivos, para salir disparados en el último momento y refugiarse en sus madrigueras ocultas entre la maleza.

Lo que no sabía es que en el parque también abundan los erizos y que incluso es posible tener un encuentro con culebras de buen tamaño, aunque alguna vez se me ha cruzado una pequeña en el camino.

Esto último lo he sabido por un colega de profesión que, el otro día, me dijo que suele verme corriendo por ese parque, que queda cerca de su casa, aunque yo no recordaba haberme cruzado con él fuera de los juzgados ni de otra guisa que no fuera vistiendo la toga.

Y todo esto me ha hecho pensar en la posibilidad de que, sin ser consciente de ello, otras personas y también otras criaturas pertenecientes al reino animal me hayan estado observando, mientras yo me afanaba en completar mi rutina de entrenamiento, ajeno al mundo circundante y a lo que se mueve en la espesura cuando avanzo entre los árboles batiendo la tierra al ritmo de mi zancada, sin ser consciente de que esa cadencia, reproducida por un golpeador, tiene la virtud, en otros planetas, de atraer gigantescos gusanos de arena.

Y tampoco he podido dejar de acordarme del 'Comegente', un vagabundo con antecedentes de esquizofrenia, que solía cazar a sus víctimas en un parque de la ciudad venezolana de Táriba, a 750 kilómetros de Caracas.

Este sujeto acechaba a sus presas,  con frecuencia amantes del running que se aventuraban inconscientemente en el parque, oculto en la espesura, arrojándoles una lanza de fabricación casera hecha a partir de un tubo metálico y, después de arrastrarlos hasta su cabaña, los descuartizaba y los cocinaba a fuego lento y se los comía, salvo los pies y la cabeza, que las enterraba en el jardín.

Afortunadamente, las personas que me encuentro en mi parque es poco probable que tengan antecedentes de canibalismo. Aunque no descarto que entre esa gente que tiene por costumbre hablar por el móvil usando auriculares pueda haber algún esquizofrénico. Y, por si acaso, antes de rebasarlos, procuro asegurarme de que no lleven ninguna jabalina oculta entre la ropa y, cuando paso por su lado, también les miro las orejas por si son de esos que no necesitan el móvil para hablar con otras personas a las que no puedo ver.

Lo de los animales ya es otra cuestión, porque la fauna que merodea por el parque suele ser inofensiva y, salvo la belicosa familia de ocas que vive en el estanque y algún perrazo con ganas de echarme una carrera, no he tenido ningún encuentro reseñable.

Claro que, si no he sido capaz de ver ningún erizo en todo este tiempo, también podría haber ignorado la presencia de un jabalí, cuya población ha aumentado mucho últimamente en la península. Y, por otra parte, ya se sabe que los confinamientos hacen proliferar la aparición de todo tipo de animales en las ciudades. Con lo cual, no digo yo que mi barrio se vaya a convertir en Anchorage, y que vaya a encontrarme con un oso Kodiak hurgando en el contenedor cuando baje a tirar la basura, pero igual un día de estos me tropiezo con un elefante.

Y esto lo digo porque el Primer Ministro de Botsuana, cansado de que los alemanes los aleccionen en cuanto a la protección de los 130.000 elefantes que viven en su territorio, y teniendo en cuenta además que a los germanos les encanta practicar la caza mayor en ese mismo territorio, ha decidido regalar a Alemania 20.000 ejemplares de este paquidermo.

Así que, considerando la afición de nuestro Jefe del Estado emérito a tropezarse por Botsuana persiguiendo paquidermos, y, por otro lado, el marcado signo animalista de algunas de las normas incorporadas recientemente a nuestro ordenamiento jurídico, lo mismo al Primer Ministro de ese país le da por regalarle a España unos cuantos miles de elefantes y seguro que, siendo Andalucía la comunidad en la que más inmigrantes extranjeros aloja el Gobierno central, la cuota de proboscidios susceptible de ser asignada a la comunidad autónoma, incrementa exponencialmente la probabilidad de que yo mismo termine tropezándome, a mí vez, con algún espécimen descarriado.

Así que, como no tengo licencia de armas, para prevenir males mayores, y después de varias semanas tomando apuntes viendo 'forjado a fuego', he optado por fabricarme un 'spetum', que es una especia de espada-lanza utilizada en el norte de Italia en el siglo XVI de acreditada utilidad contra las cargas de la caballería. Y, en cuanto haya conseguido que sea completamente funcional, voy a llevármela conmigo la próxima vez que salga a correr. Y lo mismo la pruebo si alguna oca se pone brava cuando pase corriendo por los alrededores del estanque. O, mejor, se la arrojo a alguno de esos ciclistas que se creen que el parque es una especie de velódromo al aire libre y van por esos senderos como jinetes enloquecidos. Así, cómo diciendo, eh, que la próxima vez le apunto al cuerpo, en vez de a la bicicleta. A ver si aprenden a respetar un poco y se van a hacer puñetas con sus maillots de colorines. Qué ya tenemos una edad. Qué, con la chichonera ridícula esa que llevas no te puedo acertar en la cabeza, que si no... Si, en la cabeza hueca esa que tienes sobre los hombros. Que yo si que la enterraba por ahí. 

Y, luego, pues así voy adiestrándome como cazador, por si me tropiezo con un elefante en el futuro. Y, ya,  si eso, cuando desextingan al mamut, pues lo mismo me hago un arco y, si la ley de bienestar animal no me lo impide, más de uno termina mordiendo el polvo.

Y, ya puestos, a ver si alguien consigue clonar al hombre de Flores, y ya tenemos media compañía del anillo dando tumbos por ahí. Qué a mí me gustaría ver un olifante tanto o más que al mismísimo Samsagaz Gamyi, pero abatir a uno de un flechazo te tiene que dar un subidón, que ríete tú de la caza furtiva en Botsuana, y, además, seguro que te hace subir tres niveles de golpe en cualquier juego de rol.