Últimamente salgo a
correr muy temprano, cuando apenas ha empezado a clarear y el parque está
envuelto en un silencio brumoso que precede al canto de los pájaros. Me gusta particularmente ese momento del
día, en el que todavía todo es posible y parece que, en un instante, puede
suceder algo extraordinario. Así que, sin encender más que las luces
imprescindibles, aun adormilado, trato de vestirme rápidamente y salgo de casa,
casi a tientas y sin desayunar.
A esa hora de la mañana es más difícil
coincidir con alguien y, escuchando al cuerpo y dejando que el pensamiento
deambule errático entre los árboles, mucho más fácil encontrarse con uno mismo.
Pero corres con el estómago vacío y, si además lo haces a un ritmo vivo, sabes
que más pronto o más tarde te quedarás sin gasolina. Es como conducir en
reserva, sabiendo a ciencia cierta que, si persistes en tu huida, en algún
momento el coche se detendrá.
Todos hemos conducido alguna vez con el
depósito de gasolina a punto de quedarse vacío. Bien porque pensábamos que
nuestro destino quedaba a poca distancia, o porque teníamos prisa por llegar a
algún lugar, o porque estábamos más pendientes de Google Maps que del indicador
de combustible, buscando una ruta alternativa para evitar ese atasco en el que
terminamos metidos de lleno, rascando el fondo del tanque y rezando al dios de
las petroleras, para que la aparición de una gasolinera nos sacase del
atolladero en el que habíamos terminado metidos, víctimas de nuestra
dependencia de los combustibles fósiles.
Pero, cuando el invierno ya ha quedado
atrás, esos días en que salgo a correr por el parque, hay algo que me empuja a
seguir hacia adelante. A esa hora, con que hayas dormido seis horas, el cuerpo,
todavía entumecido pero liberando de las ataduras del sueño y despojado también
de ropajes superfluos, se siente ligero y, cuando el sol empieza a brillar
entre los troncos de los árboles y las sombras se alargan sobre el camino de
grava, el alma levita al encuentro de las primeras luces del alba. Y, por un
momento, quieres creer que tus piernas, si confías en ellas, podrían
llevarte hasta el fin del mundo.
Es después cuando la gravedad impone su
ley, la euforia desaparece y hasta los corredores más acreditados enfrentan el
muro. Aunque ese no es mi caso. Nunca, hasta ahora, ha venido a visitarme el
tío del mazo. Siempre, aún en las tiradas más largas de mis tiempos de
maratoniano, pude regresar de mi viaje sin haber claudicado a la fatiga. Pero,
tal vez, en más de una ocasión, estuve paseando por el límite sin ser
consciente de ello.
No sé si ha sido igual en la vida. A
veces, vivimos a crédito, tomamos prestado un tiempo y una energía que nos
parecen ilimitados y que derrochamos con una mezcla de ingenuidad e
inconsciencia, olvidándonos de parar a repostar en el camino. Otras veces,
sencillamente, no podemos hacerlo. Y, en cualquier caso, la luz de la mañana
nos invita a viajar lejos, sin mirar atrás más que, si acaso, para asegurarnos
de que no estamos completamente solos, pero con la sensación constante de que, si
nos detenemos, algo se nos podría escapar, algo que corre por delante de
nosotros, que, en ocasiones, apenas llegamos a vislumbrar en la distancia, pero
que nos pasamos la vida persiguiendo con denuedo. Cada uno de nosotros persigue
una cosa distinta y algunos corremos sin estar seguros de lo que estamos
persiguiendo. Pero nadie puede correr indefinidamente.
A veces, me pregunto si, mientras corro
con el depósito vacío y cuando el aire frío hace que el cortavientos se me
pegue al cuerpo, ese destino detrás del cual me he pasado media vida corriendo
no se me aparecerá algún día en forma de muro infranqueable. Si será necesario
experimentar el cansancio y la fatiga para saber que finalmente he llegado al extremo
del camino. Pero creo que nunca he corrido pensando que podía toparme con una
pared que no fuera capaz de franquear, ni huyendo de algo que viniera
persiguiéndome, sino, si acaso, persiguiendo yo mis propias quimeras. No todo
el mundo es tan afortunado. Y también pienso que esa es la mejor de todas las
razones por las que uno puede salir de su casa sin desayunar o conducir con el
depósito medio vacío y, dependiendo de lo que seamos capaces de soñar, también
puede ser la más hermosa.