sábado, 1 de febrero de 2014

Arrugas

         La otra noche vi en televisión una película de animación titulada Arrugas, basada en una novela gráfica con el mismo título y ambientada en un geriátrico de esos que proliferan en nuestras ciudades al ritmo que la población del país va envejeciendo, a expensas de una tasa de natalidad que nos aboca a la extinción si alguien no pone remedio.
         Utilizando como soporte una trama sencilla, la sucesión de fotogramas va construyendo una historia cuyos protagonistas deambulan al borde de sus vidas en un escenario que se ha ido reduciendo al mismo tiempo que disminuían sus facultades y, en algunos casos, perdían la lucidez, casi sin darse cuenta.
         En el coloquio posterior, el autor y dibujante y el productor intercambiaban puntos de vista sobre la temática de la historia: la soledad y la amistad o el amor; y la presentadora reflexionaba sobre la poca presencia que tienen los ancianos en las películas que se hacen hoy en día.
         Yo también creo que los ancianos tienen una presencia anecdótica en la mayoría de las historias que se llevan al cine; quizá porque la acción se compagina mal con la decadencia propia de los achaques de la edad, o porque los viejos apenas van al cine (aunque tal vez no vayan al cine porque no se hacen películas que hablen de ellos) y sus historias no interesan mucho al ‘gran público’ (quizá porque pocos han intentado entenderlas y contarlas con la sensibilidad de este joven autor).
Por mi parte, pienso que los personajes de Arrugas se han ido quedando solos a medida que su vida transcurría, dejando atrás juventud, amores, hijos y recuerdos. Y es en ese escenario reducido en el que surge la solidaridad y la complicidad entre quienes saben que los que les rodean son, probablemente, sus últimos compañeros de viaje. En ese reconocimiento mutuo, Emilio y Miguel están solos, pero de manera diferente. Emilio porque se ha quedado solo; Miguel, porque eligió la soledad; opción de la que se jacta, llegando a burlarse en algún momento de los que apostaron por casarse y tener hijos y que, ahora, están tan solos como él, aunque no quieran reconocerlo. Es por eso que su evolución resulta especialmente conmovedora.

Este largometraje de dibujos animados, reconocido internacionalmente con todo merecimiento, ha llegado a estrenarse en un país con tanta tradición en el cine de animación como Japón, donde sus creadores recordaban la anécdota de uno de los ancianos de un geriátrico para enfermos de Alzheimer que, tras visionar la película y cuando les preguntaron con qué personaje se sentían más identificados, después de que el auditorio se quedara durante un rato en silencio, dijo que no se acordaban porque tenían Alzheimer. Y esta anécdota me hace pensar que, probablemente, el sentido del humor (del que tantas veces hizo gala Mamá a lo largo de su vida) es una receta infalible contra la tristeza, la soledad y el abandono al que a veces nos conduce nuestra propia indolencia, mucho más que el curso de nuestras vidas.

 

Seis kilómetros después de Navidad



Ayer salí otra vez a correr, para recuperar la costumbre y analizar mis sensaciones después de tanta inactividad. Y la primera sensación que tuve es que no me apetecía mucho calzarme las zapatillas y luego, ya en ruta, que la humedad tampoco me motiva demasiado a la hora de hacer ejercicio. Con todo, y como me suele pasar cuando llevo un tiempo sin correr, creo que empecé con un ritmo un poco más vivo de lo habitual; también porque no tenía intención de correr mucho tiempo y eso siempre te anima, al menos al principio. Conclusión: a los seis kilómetros solo estaba en condiciones de irme a la ducha y poco más.
 
         Mañana, segunda sesión de entrenamientos libres; ya sin excusas, así que procuraré moderar el ritmo de carrera al principio y a los seis kilómetros habrá que hacer de tripas corazón y ver si mejoran esas sensaciones.
Cuando llevo un tiempo corriendo de forma habitual, al principio de la carrera me duelen los tobillos. Es como sí se quejaran por obligarlos a salir ahí afuera, a amortiguar el golpeteo contra el suelo en cada zancada. Más tarde, al cabo de un rato, el dolor se traslada a otras partes del cuerpo y va subiendo poco a poco por las piernas; se instala brevemente en los gemelos y luego se hace el remolón en las rodillas. El cuádriceps apenas sufre, al menos en mi caso. Y alguna vez la cadera se ha resentido un poco al final de la carrera. Aun así, la verdad es que casi siempre termino mejor de lo que empiezo. A partir de un punto kilométrico indeterminado, mediada la distancia, el cuerpo se calienta y empieza a funcionar como un mecanismo bien engrasado. Parece que se resignara y, de alguna forma, entendiera que debe colaborar. Sin embargo, por otra parte, con frecuencia, cuando empiezo a notar el cansancio, tengo la sensación de que mis movimientos se vuelven menos armónicos, y me siento más pesado a medida que la calle se va quedando desierta y puedo escuchar con claridad el ruido que hacen mis zapatillas al impactar contra la calzada.
En esos momentos, aún sin poder verme realmente, me veo a mí mismo como un corredor poco dotado, al que se le nota el esfuerzo y las ganas de llegar a la meta. Entonces me da por pensar en Emil Zatopek, pero, aunque no llegue a retorcerme ni mi expresión se vuelva agónica, preferiría sentirme más liviano y mantener la compostura de mi cuerpo antes que mejorar cualquier marca personal. Otras veces pienso en los lobos que, una vez, escuche en un documental que son capaces de correr durante horas de manera habitual, y considero las pocas posibilidades que tendría contra una manada en una carrera campo a través. Bueno, espero que, si llegará a tener que competir en esas circunstancias, venga conmigo algún corredor menos dotado que yo y al que no le tenga en gran estima. Mientras tanto, me conformo con ser capaz de superar el reto que para mí supone cada día dejar la comodidad de mi casa para salir al frio y a la oscuridad a luchar contra el tiempo que nos arrasa inmisericorde.

Una caja llena de juguetes

El otro día, sacando del armario los adornos de Navidad, apareció en casa una caja con algunos viejos juguetes de madera. En concreto, una carreta, una barca, una catapulta y un ariete. El paso del tiempo ha estropeado la madera y ya no lucen como cuando los construí; pero mi hija pequeña se dio cuenta enseguida de que tenían el tamaño justo de los clicks, y no ha tardado mucho en ponerle caballos a la carreta y llenar la barca de piratas, y me ha pedido que arregle la catapulta y el ariete y le baje del mueble del cuarto de juego el castillo y el barco pirata.
 
Así que creo que es inevitable que antes de que terminen las Navidades los piratas intenten tomar al asalto el castillo y que las espadas de los guerreros-lobo se crucen con los sables de los filibusteros sobre otra alfombra rizada por el oleaje. Aunque todavía no tengo muy claro como regular el uso de armas de fuego, ya que sólo  los piratas tienen pistolas, teniendo en cuenta que, antes del abordaje, dispondrán de un solo disparo, no creo que sea una  ventaja sustancial.

Reconozco que, con el tiempo, fui dejando de lado esa creatividad, la que me impulso antaño a construir mis propios juguetes. Y, durante mucho de ese tiempo, me embarque en el estudio, y no siempre de forma reflexiva, ni movido por el afán de conocer. Ahora, no obstante, habiendo dejado atrás oposiciones y otros desafíos de esa misma o parecida naturaleza, me apetece recuperar, aunque solo sea parcialmente, esa inventiva; la que buscaba dibujos en los libros para construir barcos de vapor, copiaba fotografías para ilustrar las tribulaciones de un periodista de historieta, o dibujaba carteles para el cine-club del instituto. De momento, voy a empezar por restaurar esos viejos juguetes.

Un cocodrilo en la alfombra

Este fin de semana hemos terminado de poner las alfombras para tratar de protegernos del frío que, poco a poco, va invadiendo nuestra casa. El acontecimiento, que se repite año tras año, nos recuerda que el invierno se acerca y es el momento ideal para que mis hijas abandonen, por un momento, sus dispositivos móviles y recuperen sensaciones de antaño, cuando no existía Internet y los juegos virtuales no habían desplazado todavía a las peleas de cachorros.
Después de retirar los muebles, se extiende el tapiz en el que, antes de devolver butacas y demás mobiliario a su sitio, se desarrolla la escena de caza, o el rodeo. El reparto de papeles  está claro desde el principio; y a mí, como no podía ser de otra manera, me toca dar vida a la bestia. Las niñas corretean por la cenefa de la alfombra, mientras el cocodrilo aguarda en el centro del felpudo y finge dormitar a la espera de su oportunidad. Luego, se añaden cojines  que hacen las veces de piedras y que salpican el pantano aquí y allí y las niñas saltan de una a otra mientras el saurio las observa con los ojos entornados.
Estas son las reglas: el cocodrilo no puede salir del agua, pero si, por audacia o simple imprudencia, alguna de las exploradoras se mete en la charca,  el desenlace será fatal para la incauta.
Este año el reptil atrapó  a las dos exploradoras, pero el toro salvaje sólo consiguió descabalgar a una de ellas, y no sin esfuerzo.
A veces, me pregunto cuánto tiempo de juego nos queda y pienso que cualquier año de estos el cocodrilo no volverá a la alfombra de mi salón porque ya no habrá ninguna pequeña exploradora dispuesta a atravesar el pantano, donde el peligro acecha. Otras veces, pienso que jugar es inherente a la condición humana y que el juego no sabe de edades (acaso no vuelvo yo todos los años a la ciénaga). Quizá solo cambie el juego o tal vez cambien sus reglas. Esta vez el cocodrilo terminó envuelto en una improvisada red y esto era impensable que sucediera hace tres o cuatro años. Ojalá sea así y podamos seguir, durante mucho tiempo, explorando pantanos, selvas o desiertos recónditos sin la ayuda de mapas o gráficos de videojuego. 

'Pandora'.

         Esta semana he vuelto a ver la película ‘Avatar’, esta vez sin 3D y en la televisión del salón de mi casa. Y la verdad es que, con un argumento no demasiado ambicioso, ha conseguido mantenerme despierto, cosa que no suelen conseguir la mayoría de las veces las películas que se programan en los distintos canales de televisión en esa misma franja horaria.
         No soy muy devoto de las producciones que lo fían todo a los efectos especiales (o espaciales), pero, en este caso, he de reconocer que la recreación de la selva de ‘Pandora’ me parece sencillamente maravillosa y solo puedo compararla con la descripción de ‘Perelín’, la selva nocturna que Michael Ende hace en uno de los capítulos de ‘La historia interminable’.
         La verdad es que muchas veces los efectos visuales se recrean en monstruos o criaturas que no son precisamente hermosas sino, muy a menudo, todo lo contrario; o, en otros casos, se erigen en un altar al ‘horror tecnológico’ del que hablaba Darth Vader refiriéndose a la ‘Estrella de la Muerte’ y con el que decía que no había que obsesionarse (no le han hecho mucho caso). Sin embargo, cuando se trata de diseñar un escenario, y sobre todo, un escenario natural, se suele recurrir a paisajes reales, como, por ejemplo, los exteriores localizados en Islandia que aparecen en los primeros minutos de ‘Prometheus’ (por cierto, recomiendo apagar la tele o salirse del cine transcurridos esos primeros minutos si no se quiere sucumbir al horror cinematográfico) o fracasan recurriendo a parajes desérticos en el sentido más amplio de la palabra.
         En definitiva, me reconforta muchísimo que, otras veces (las menos), el cine de evasión y la ciencia ficción exploren otros escenarios y consigan llevarnos de la mano y sin sobresaltos a otros mundos, algo que consigue mucho más frecuentemente la literatura o, sencillamente, nuestra capacidad para recrear esos mundos imaginarios evocados por un autor de talento.

La alegría y la ley

El otro día leí en el periódico una columna sobre la reciente y polémica sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a propósito de la doctrina Parot. En ella, una periodista que hasta ese momento me había parecido comedida a la hora de expresar sus opiniones, señalaba al magistrado español como el 'cáncer' que, desde dentro del propio tribunal, se había encargado de hacer fracasar la posición española, que defendía la conformidad a Derecho de dicha doctrina y su encaje en el Convenio Europeo.
A los pocos días, supe que, mientras la mayoría se limitaba a tildar la sentencia de injusta, algunos miembros del ejecutivo habían apuntado responsabilidades en la misma dirección.
Sin entrar a valorar el fallo, por mi parte, he de decir que no me ha sorprendido y que, desde que supe que la cuestión se había llevado al Tribunal Europeo, me lo esperaba.
En la facultad tuve ocasión de analizar otras sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y reconozco que fui el primero en cuestionarme algunos de sus pronunciamientos; como, por ejemplo, aquel en virtud del cual uno de los estados firmantes del convenio dejara de conceder la extradición a Estados Unidos de un joven ario, convicto y confeso de un delito de cierta gravedad, por el riesgo que entrañaba, según el Tribunal, compartir la reclusión en un establecimiento de dicho país con presos de raza negra y tendencias presuntamente homosexuales.
Con todo y con eso, lo que me  resulta inverosímil es que alguien pueda señalar con el dedo a un jurista que se supone de reconocido prestigio y que está llamado a ejercer su función con absoluta imparcialidad, como responsable último de un fallo unánime de condena al estado español.
Salvando las distancias, en el ejercicio de mi cometido  como servidor público me he encontrado con relativa frecuencia en la tesitura de aplicar normas que, para lo bueno y para lo malo, no siempre me parecieron justas ni equitativas; pero, en todo caso, he tratado de hacerlo con imparcialidad y respetando ese concepto abstracto que se conoce como interés general. En este sentido, nunca he comprendido ni respetado a quienes trataban de justificar una actuación particular atendiendo a las circunstancias del caso concreto y apelando a sensibilidades tan subjetivas como intangibles.

Seguridad Social y Estado del Bienestar.

         Hoy mi reflexión va sobre el sistema de Seguridad Social, como pieza clave del Estado del Bienestar, a propósito del curso que estuve impartiendo la semana pasada en mi antiguo organismo. Estudiando el origen de la Seguridad Social y el fundamento constitucional de nuestro sistema en España, me di cuenta de que todo estaba ahí. Lo que había que hacer  y lo que no debía haberse hecho nunca. El sistema se basa en un principio esencial, el de proporcionar prestaciones suficientes y periódicamente actualizadas ante situaciones de necesidad; y, como tal sistema, pretende superar a los seguros sociales, entendidos como mera fórmula de aseguramiento que, a semejanza del seguro privado, atiende exclusivamente a la cobertura de determinados riesgos profesionales. Así, el sistema de Seguridad abarca la asistencia sanitaria y, en su formulación más ambiciosa, podría comprender incluso el sistema educativo.
         El fundamento ideológico del Estado del Bienestar es sencillo, se trata de salvaguardar el principio constitucional de igualdad, que garantice, por un lado, igualdad de oportunidades para el ciudadano con independencia de su extracción social, básicamente, asegurándole el acceso al sistema educativo y la posibilidad de formarse hasta alcanzar, en su caso, el nivel académico superior. Por otra parte, se trata de evitar que la sobreveniencia de una contingencia pueda condenar sin remedio a quienes dependen de su capacidad laboral para asegurarse la subsistencia.
         Naturalmente, el sistema necesita financiarse, y, siendo un verdadero sistema omnicomprensivo, que no atiende meramente al esfuerzo contributivo, no puede sostenerse exclusivamente a partir de la cotización de empresarios y trabajadores. Y aquí entra en juego la segunda pieza de su fundamentación teórica, un sistema tributario basado en el principio de progresividad, que haga posible que contribuya en mayor medida quien más tiene. La progresividad tiene como contrapartida la asignación equitativa del gasto, que garantiza que perciba más del sistema quien dispone de menos recursos. Por último, esa asignación equitativa del gasto ha de inspirarse en los principios de economía y eficiencia, evitando situaciones de despilfarro.
         Sencillo, ¿verdad? Bueno, pues esto es todo lo que habría que hacer para garantizar la efectiva igualdad de los ciudadanos y de los grupos en que se integran, removiendo los obstáculos que la dificulten o impidan, que es el mandato fundamental que la Constitución dirige a los Poderes Públicos. Lo que no habría que hacer es fácil de extraer a partir de una simple deducción. Si el sistema no garantiza el acceso a la educación, o proporciona una educación deficiente, o no permite que alumnos aventajados concluyan su formación, condenándolos a la ociosidad o al desempleo; u, orillando el principio de progresividad, hace recaer sobre las espaldas de los más desfavorecidos la financiación de las prestaciones y, en general, de los servicios públicos; o, finalmente, en lugar de atender a la consecución del resultado con la mayor economía de medios, otorga becas, subvenciones y subsidios a quienes no acreditan ni justifican ser merecedores de ellas; o, sencillamente, incurre en un despilfarro puro y duro a costa de un endeudamiento excesivo y fiándolo todo al crédito, se vulnera el principio de igualdad, se priva al sistema de los recursos que necesita para subsistir y se termina en manos de acreedores sin escrúpulos, dispuestos a cobrarse, no solo lo que se les debe, sino los intereses leoninos que se esté dispuesto a pagar para seguir teniendo crédito.

Planeta humano

     Dado que últimamente no leo demasiado y tampoco voy al cine con frecuencia, hoy me gustaría recomendaros un programa de televisión que he descubierto hace poco y que ha supuesto un hallazgo maravilloso entre tanta calamidad informativa y tanto espacio divulgativo para gente sin cerebro, o sin conciencia, o sin ninguna de las dos cosas. Se llama 'Planeta Humano' y creo que se emite los jueves, a las 20:00 horas, aunque nosotros lo hemos visto el domingo por la tarde, en la 2 de tve. Con un formato sencillo, explora los confines del planeta y nos descubre como el hombre interactúa con el medio en un entorno natural, apenas colonizado por la tecnología.
        En el primer programa que vimos, resultaba fascinante ver como en una isla del Pacífico, un pueblo indígena sobrevive dedicándose a la caza del cachalote, y como un joven arponero se lanzaba al océano desde la proa de un esquife en un ejercicio atlético, hermoso y lleno de valor al mismo tiempo, para clavar un arpón hecho de hueso en el lomo del leviatán; o como dos percebeiros, en la Costa da Morte, descendían por un acantilado, dejándose acariciar por la muerte en cada embestida del mar para robarle sus frutos más preciados; o como un chamán, también en un recóndito archipiélago, se adentraba en alta mar para invocar a los tiburones en un ritual que se remonta a un tiempo sin memoria.

        Fascinante, como digo. Os lo recomiendo encarecidamente.

El alma humana

    Recuerdo haber leído Demian cuando estaba
haciendo el bachillerato y que, por aquel entonces, Hermman Hesse
estaba muy de moda entre los adolescentes bachilleres de mi
generación. También recuerdo que, en aquella época, era un poco
iconoclasta y que la admiración que despertaba su obra me hizo
enfrentarme a ella con un cierto prejuicio. No obstante, para mi
sorpresa, la lectura me resulto fácil y sugerente, aunque, en cuanto
al contenido y mensaje del autor, me pareció pretencioso, hasta el
punto de tomarme la molestia de plasmar por escrito mis impresiones.
     Algún tiempo mas tarde, también en clase de filosofía, mi profesor
de tercero de BUP dividió a los alumnos en grupos y cada uno
preparó una mesa redonda sobre distintas obras elegidas a propósito.
Al mío, le tocó 1984, de Orwell; y leí el libro con tanto interés y me
tomé tan en serio su presentación ante la clase, (que recayó en mí
persona porque el resto de miembros de la mesa, o no se lo habían
leído, o no lo habían terminado, o lo leyeron hacía tanto tiempo que
no se acordaban) que, durante 45 minutos, hice un relato minucioso de
la trama que, prácticamente, finiquitó el debate. Es curioso, porque,
ahora, solo me acuerdo de algunos retazos y de la impresión general
que me dejó.
     Muchos años después, el programa de televisión 'Gran Hermano', me
pareció un ultraje a la obra de Orwell y un insulto a la memoria de su
autor.

Dolce far niente.

         A veces me pregunto como perciben mis hijas el tiempo y, en particular, en vacaciones, que para mi eran una estación casi infinita, en la que me daba tiempo de jugar, leer, escribir, dibujar y ver la tele. Ahora, cuando tengo tiempo, a veces, hago solo esto último y también me pregunto cómo valoran ellas el uso que hago de ese tiempo.
         Si algún día me preguntan, les diré que es el ‘dolce far niente’, expresión que, antes de conocer su significado, en mi infancia, relacionaba, no sé porqué, con la puesta de sol. A veces, me gustaría poder contemplar la puesta de sol con más frecuencia, o dejar que la puesta de sol me contemple a mí, haciendo algo interesante. En verano, me resulta más fácil. Me basta con acercarme a la playa a la hora del crepúsculo. Ahora, empezará a hacerse de noche sin más, y cuando llegue el invierno será más tiempo de noche que de día, cosa que no me motiva demasiado. Prefiero correr por la playa por la mañana, temprano, que ver como se me hace de noche, aunque sea corriendo por el parque. Afortunadamente, he dejado esa costumbre de salir a correr antes del amanecer. Por cierto, me he apuntado a la XXV carrera nocturna del Guadalquivir. Este año será algo más corta y terminará en la Plaza de España.

Hoy cumplo 47

    Hoy cumplo 47 años, y es como si cumpliera también 17, 27 y 37, todo de golpe. Recuerdo que a los 17 terminé COU y renunciaba temporalmente a cursar estudios universitarios; a los 27 estaba inmerso en las oposiciones a judicatura; y al cumplir 37 empezaba a dar clases en la universidad y acababa de ser padre por segunda vez y esa experiencia ocupaba todo mi tiempo libre, el que de verdad debería importar.      

    Desde que volví de las vacaciones he salido a correr dos veces. Apenas 10 kilómetros, pero ayer todavía me duraban las agujetas del domingo y el calor multiplicó el esfuerzo. Mediada la carrera, un corredor que venía más fresco que yo, empezó a aproximarse paulatinamente y, de repente, pensé que no me apetecía que me rebasase y cambie la zancada. Debí dejarlo atrás, porque, aunque baje el ritmo transcurrido un kilómetro y fui rebasado por dos corredores no reconocí su camiseta. Al terminar, estaba bastante cansado, pero me sentí bien. Por primera vez, estoy pensando en prepararme para correr la maratón el año que viene. ¡Maldito Murakami! Se nota que él no debe tener hijos, y, además, es escritor. Y de éxito. ¡Vaya suerte!