jueves, 7 de agosto de 2025

Por los caminos del Norte

 

La semana pasada regresamos de nuestras vacaciones por la Cornisa Cantábrica, a la que habíamos peregrinado huyendo del calor sofocante que hace en nuestro lugar de residencia, aquí en el Sur de la península, donde el astro rey personifica una monarquía absoluta que gobierna el territorio con mano de hierro, especialmente durante el cada vez más largo periodo veraniego.

Y, cómo soy un nostálgico, y también un fanático del soporte papel, me he comprado una guía de viajes. Bueno, por eso y porque me cae mal esa legión de youtubers y tiktokers sabiondos que andan por ahí dándoselas de conocer las mejores vistas y los mejores restaurantes del mundo mundial y porque me parece una inmoralidad que ponerle los dientes largos a la plebe les permita a algunos desocupados ganarse la vida holgadamente a costa de saturar cualquier rincón del planeta de gente que sin su inestimable ayuda jamás de los jamases habría descubierto una miserable playa o el bosque más raquítico del mundo, y que solo visitaría si se le garantiza la posibilidad de hacerse un selfie y subirlo a sus redes sociales para darle envidia a otros cretinos igualmente hambrientos de notoriedad.

Lo de agenciarte una guía de viaje te coloca en una situación comprometida, porque te otorga la labor de proponer el destino de las excursiones de los que viajan contigo. Aunque, en esta ocasión, Lorena y yo nos hemos repartido ese cometido, si bien, mientras yo me dejaba aconsejar por mi guía de viaje, a pesar de que está un poco desfasada (cada vez quedan menos nostálgicos como yo) ella seguía su intuición tomando como referencia las recomendaciones de los vídeos de tik tok, que reconozco que ofrece un formato más amable. Y es verdad que algunas guías son un verdadero tostonazo y un batiburrillo de nombres, fechas y datos irrelevantes que se me olvidan a los cinco segundos de haberlos leído.

No obstante, con mi libro debajo del brazo, y con el paso de los días, examinando los mapas, los planos y las recreaciones de iglesias, claustros y abadías antes de ponernos en ruta, viendo los dibujos de la fauna y la flora autóctonas, al tiempo que recorríamos desfiladeros y gargantas, trepábamos hasta cumbres azotadas por un viento helado en busca de un remoto salto de agua al que el estío había diezmado hasta convertirlo en un hilillo invisible, y caminábamos entre secuoyas, tomando conocimiento de las leyendas locales, de las tradiciones y la historia de enclaves recónditos, sin darme cuenta, se fue apoderando de mí el espíritu de un viajero fascinado por el entorno al que, al final de la jornada, aguardaba un puerto en el que pequeñas embarcaciones flotaban en la luz dorada del atardecer.

En el transcurso de nuestro viaje, hemos sido advertidos, de forma reiterada, de la presencia de animales en las vías que recorríamos diariamente. Incluso, en cierta ocasión, un macho cabrío con una espectacular cornamenta salió a nuestro encuentro mientras transitábamos por una carretera secundaria y se nos quedó mirando de forma aviesa al paso del vehículo, haciéndonos pensar en aquelarres a la luz de la luna estival en los claros del bosque umbrío cercano a la aldea en la que nos detuvimos para comer.

Además, la guía describía otros animales colosales de los que algún ejemplar conservado en toneladas de formol, o su esqueleto desnudo, se exponía en los museos de la región, como calamares gigantes de los que transitan por las profundidades abisales y que, desgraciadamente, no pudimos ver. Pero en uno de los antaño puertos balleneros que visitamos durante nuestro periplo, dos huesos de ballena de proporciones formidables coronaban un mirador, en el que, a pocos metros de distancia, la punta de un arpón asomaba por la boca de un cañón ballenero al acecho del leviatán.

Durante todo este tiempo, las gaviotas se han convertido en nuestras infatigables compañeras de viaje. Y hemos sido testigos privilegiados de la crianza de un polluelo en el tejado de una casa que distaba tan solo unos metros de nuestra ventana, abierta día y noche sobre una luminosa ensenada, transitada por barcos mercantes, balandros y ferrys con destino a puertos remotos allende los mares, como los ingleses de Plymouth y Portsmouth. Su graznido y la algarabía constante a las horas más intempestivas nos ha acompañado como una banda sonora a ratos destemplada y hemos podido observar cómo distintos ejemplares de gran envergadura acechaban las viandas de los veraneantes en terrazas y veladores, en una secuencia de instantáneas de la vida salvaje irrumpiendo en el paisaje urbano.

Los faros también han marcado nuestro recorrido por una costa escarpada en la que las olas golpean sin cesar rompientes y escolleras, llenando la noche de un estrépito sordo que, desde tiempo inmemorial acuna el sueño de marineros y pescadores, llenando sus horas de vigilia con quebrantos y suspiros traídos y llevados por las mareas.

Y hemos tenido noticias de la celebración de un campeonato del mundo de bateo de oro, en una localidad conocida como el Valle del Oro, en el que cientos de participantes de hasta 24 países distintos compiten entre sí tratando de extraer el preciado metal de un cubo de arena de entre 10 y 20 kilos, en el que ha sido introducido un número variable de pepitas de oro, con la sola ayuda de una batea para lavar arena y grava del río y separar los materiales ligeros de los pesados, en busca de alguna pequeña semilla dorada.

También hemos conocido que los vaqueiros eran un pueblo de ganaderos trashumantes despreciado y perseguido por su origen, que nunca bautizaba a sus vástagos con el nombre de Diego, para no mancillar su estirpe con el apelativo del desalmado que fue su mayor azote en el pasado; que los gremios de mareantes y navegantes se reunían en torno a una mesa al aire libre en un lugar destacado del pueblo para debatir y acordar sobre las cuestiones que afectaban a su comunidad, y que una cofradía de mareantes acordó no tener ningún trato con los de un pueblo vecino, por una cuestión de privilegios otorgados por la corona para faenar hasta cuatro leguas mar adentro.

Además, existe en la región una iglesia levantada en mitad de la montaña al pie de la cual crecen un olivo y un tejo, en memoria de los nobles que sufragaron su construcción, a los que un santo cegó temporalmente porque se resistía a que sus restos reposaran en aquel templo, que no consideraba digno de ser depositario de sus huesos. El olivo en homenaje al origen meridional de la dama y el tejo en recuerdo del caballero. Aunque al tejo lo doblegó una tormenta y, en su lugar, ha arraigado un esqueje del árbol mágico de la vida y de la muerte entre los antiguos pobladores de la zona.

Pero, entre las leyendas locales, la que más me ha gustado ha sido la del hombre pez, al que un día desafortunado las aguas arrastraron mar adentro y que, después de mucho tiempo, volvió a su aldea con el cuerpo cubierto de escamas y al que crecieron membranas entre sus dedos, que, vagando por el océano, olvidó su lengua materna, pero terminó regresando a su tierra natal, dónde las escamas se le fueron desprendiendo de la piel al tiempo que las palabras volvían a brotar de su garganta, pero que pasó el resto de sus días mirando ensimismado el agua del río que un día lo atrapó en su corriente turbulenta y quiso que se quedara con ella para siempre, hasta que desapareció nuevamente sin dejar rastro y no se le volvió a ver nunca más.

Y también nos han acechado peligros, como las pitucsias, hechiceras venidas del mar que, por las noches, trepan los acantilados y acechan a los viajeros al borde de los caminos y en los recodos de los ríos, transmutadas en anguilas, lechuzas y también en cabras de pelaje negro y ojos amarillos. Y que, según cuentan las leyendas, pueden seducir a los incautos, adueñarse de su voluntad y llevárselos con ellas hasta las aguas profundas, dónde moran el kraken y el rocual, y los cuerpos de los marineros se cubren de escamas y los mareantes olvidan sus nombres y terminan muriendo de añoranza.