No tengo ningún nuevo
propósito para este año que acaba de comenzar. Y no es que haya perdido las
ganas de vivir o esté deprimido o que este fin de año llegara tarde a las
campanadas y empezara a tomarme las uvas cuando ya había sonado la cuarta, a
toda velocidad y a riesgo de atragantarme. (Al menos la próxima nochevieja
podré decir que empecé el año 2025 viviendo peligrosamente). Es que,
sencillamente, no he culminado ninguno de los proyectos que pensaba emprender
en 2024.
No sé qué me ha pasado, pero llegó
diciembre y los libros apenas ojeados se apilaban en una mesita al lado de mi
butaca. Y, en lugar de emprender su lectura con la misma determinación que me
dominaba en el momento de elegirlos cuidadosamente en las viejas librerías que
frecuento, he seguido comprando otros que han ido sepultando a los anteriores.
Y lo único que ha cambiado es que me he comprado una nueva butaca, más
confortable, en la que sigo dormitando cada tarde, mientras las páginas de los
volúmenes cerrados reposan unas sobre otras en silencio, esperando que alguien
desempolve una magia arcana, pronunciando las palabras escritas en una lengua
antigua que, sin embargo, conozco bien, para invocar criaturas sin nombre y
despertar princesas de reinos olvidados.
Así que me siento como si tuviera que
repetir curso, dado mi nulo rendimiento académico, acreditado por las bajas
calificaciones obtenidas y por el hecho de que no entregué ninguno de mis
trabajos a tiempo.
Creo que esta triste constatación se
produce por haber hecho balance del año que terminaba antes de enumerar los
propósitos para el que estaba a punto de empezar. Lo que, en mi caso, me ha
hecho consciente de que la única alternativa que se me presentaba era
matricularme de las mismas asignaturas o cambiar de carrera.
Y la verdad es que me daba mucha más
pereza lo segundo, que perseverar en mi empeño de pulsar las cuerdas del bajo
sin sonar como un autómata mal engrasado, llenar las páginas de los bonitos
cuadernos que atesoro desde hace años con dibujos y relatos antes de que las
hojas en blanco empiecen a amarillear, correr hasta perder la conciencia de mis
propias limitaciones a través de paisajes desconocidos, reales o imaginados,
galopar sin rumbo por páramos solitarios, amanecer en una habitación sofocante
de una ciudad remota, atravesar tormentas de hielo y fuego sin brújula ni
destino, nadar hacia el amanecer en un mar plagado de destellos y dormir sobre
las arenas gélidas del desierto bajo un manto etéreo cubierto de estrellas
palpitantes.
No he hecho nada de eso o, si lo hice,
fue en el transcurso de un sueño que se desvanece antes del amanecer, dejándome
postrado, añorando lo que no pasó, a medio camino entre el desconsuelo y la
turbación que me producen las palabras que ya no recuerdo, las voces que creí
reconocer, los rostros de amigos y enemigos hallados y perdidos en la tormenta.
En ese tránsito incierto entre el sueño
y la vigilia, a veces, mi ánimo flaquea y me siento como un niño abandonado
ante el umbral de una casa palaciega, al que, al otro lado, aguarda un hogar en
el que crepitan viejos troncos capaces de alejar las sombras que me acechan,
mientras fuera reina el silencio y la oscuridad. Y, en mi fuero interno, sé que
ese es el lugar al que siempre he querido pertenecer, pero al mismo tiempo
tengo la vaga sensación de que mi sitio podría estar fuera, donde el frío y la
incertidumbre ponen a prueba el valor pero también obligan a templar la
voluntad.
Y pienso que si llamo a la puerta, se
abrirá y alguien al otro lado me dará cobijo, pero también que, algún día,
otros podrían venir a buscarme. Y que si permanezco mucho tiempo junto al
fuego, podría traicionarles.
Al despertar, reconozco la chimenea, el
salón iluminado por los rescoldos aún humeantes y los gruesos cortinajes que
cubren las ventanas. Y recuerdo que hace mucho tiempo que llamé a esa puerta y
que encontré abrigo más allá del umbral, descorro las cortinas y miro afuera,
donde apenas ha empezado a clarear y la lluvia incipiente hace brillar el suelo
y empieza a formar los primeros charcos en las aceras.