lunes, 19 de mayo de 2025

Pifias náuticas

 

Hay por ahí un portaaviones de la flota estadounidense que anda avergonzando a la US NAVY a causa de los incidentes que viene protagonizando últimamente, que incluyen desde el derribo de uno de sus aviones por fuego amigo de un barco del mismo grupo de combate hasta una colisión con un barco mercante en las inmediaciones del Canal de Suez, pasando por la pérdida de otras dos aeronaves que se cayeron por la borda durante una operación de aterrizaje y como consecuencia de un desafortunado y brusco golpe de timón para esquivar misiles lanzados desde tierra por insurgentes hutíes.

La cuestión es que, aparte del menoscabo reputacional, un F-18 cuesta la friolera de 60 millones de dólares. Así que se puede decir que bajo las aguas del Mar Pojo yace, entre otros pecios por explorar, un tesoro valorado en 180 millones. Y es que a cualquiera se le puede hundir un barco con toda la carga o el pasaje cenando tranquilamente mientras la orquesta ameniza una velada inolvidable. Y no siempre hace falta que los elementos se alíen en contra de uno, pues la historia de la navegación está llena de accidentes que, con cierto grado de pericia, podrían haberse evitado. Pero una cosa es pifiarla en el curso de una singladura dramática, chocando con un iceberg (caso del Titanic), embarrancando a cien metros de la costa por empeñarse en saludar desde la cubierta a unos amigos de una isla cercana (Costa Concordia) o por culpa de un diseño inestable unido a una ráfaga de viento inoportuna durante su viaje inaugural y cuando apenas había recorrido un kilómetro (caso del Vasa, buque insignia y símbolo del poderío del Imperio sueco y considerado por algunos el barco más bello del mundo), que tiene su punto de dramatismo, épica y hasta cierto tono de comedia, y otra muy distinta que se te vayan cayendo los cazabombarderos por la borda en el curso de maniobras rutinarias de navegación. Además de que tus enemigos no tienen ni que apuntar con sus misiles tierra-aire, que tú ya te encargas de abatirlos con tu propia munición o tirarlos al mar sin necesidad de que lleguen a despegar, ordenando virar bruscamente todo a babor o a estribor, que eso es lo de menos.

Y es que, convendremos todos, hay formas y formas de hacer el ridículo. Por ejemplo, eres el rey de Suecia y, además de haber invadido con éxito Pomerania, tienes un barco muy fardón y estás deseando enseñárselo a tus enemigos de la República de las Dos Naciones. Pues haces lo que haría cualquiera, botarlo a la primera oportunidad. Que luego la carga no estaba bien estibada y se desplazó a un lado del buque, haciéndolo zozobrar, pues se siente, y a lo mejor hay que subirle el sueldo a los estibadores o, en su caso, investigar a las mafias que pudieran estar operando en el puerto de Estocolmo y acabar de paso con la ley del silencio.

Pero, bueno, también puedes reflotar el barco hundido y hacer un museo en tierra firme, que es lo que han hecho los suecos, aunque hayan tardado más de 300 años. Pero ahora todo el mundo, sin correr el riesgo de implosionar, puede admirar las esculturas de su orgulloso castillo de popa, entre las que, por cierto, aparecen varias caras humanas representando diversas emociones: la primera cara expresa risa; la segunda, ira; la tercera, perplejidad; y la última el miedo. Es decir, las cuatro expresiones faciales que debieron reflejarse en las caras de los tripulantes y el pasaje antes de que el Vasa se sumergiera bajo las aguas a la altura de la isla de Södermalm.

Y quién va a tener interés en visitar los restos humeantes de un F-18. Probablemente sólo algún miembro de la tribu hutí para hacerse un selfie. Y sacar del fondo del mar un avión de combate, pues lo mismo es menos rentable que construir uno nuevo. Y con tres aviones, pues tampoco vas a montar un museo o, por lo menos, un museo que alguien quiera visitar.

Además, me temo que la tribulaciones del USS Harry S. Truman y su inefable capitán Dave Snowden no dan para una superproducción hollywoodiense con Leonardo DiCaprio en el papel de marinero protagonista, sino como mucho para una secuela de aterriza como puedas o de agárralo como puedas 3 y un cuarto.

Pues ahí está el Truman, haciendo de las suyas y convertido en el hazmerreír de la armada estadounidense muy a su pesar. Deseando que un conflicto bélico digno de consideración (sin desmerecer en nada a la insurgencia hutí) le permita demostrar todas sus capacidades.

Aunque, por otra parte, el nombre de un barco también puede sellar su destino o adelantarse a los acontecimientos futuros, vaticinando su dramática singladura en una especie de profecía autocumplida. Sin duda, este es el caso del Terror, buque de la expedición perdida de Sir John Franklin, en su infructuosa búsqueda del Paso del Noroeste, en una crónica en la que no faltan el envenenamiento por plomo de las latas de conservas y serías sospechas de canibalismo, documentadas a partir del testimonio de miembros del pueblo inuit.

El Terror contaba con una tecnología realmente avanzada para la época, diseñada para su uso en un entorno polar implacable, con motores de vapor para impulsar las hélices helicoidales del barco cuando no navegaba, un sistema de calefacción interna alimentado por calderas a bordo, una proa reforzada y timón y hélices retráctiles que ayudaban a evitar los daños causados por el hielo compacto. Pero, a pesar de todo, terminó atrapado por el hielo en mitad de la nada.

Por eso creo que, en el caso del portaaeronaves de la US NAVY, teniendo en cuenta el rosario de desastrosas decisiones tomadas durante su corto periplo de poco más de cuatro meses por aguas del Mar Rojo, en las que la perplejidad, el miedo, la indignación y también la risa se han dibujado en las caras de medio mundo, el nombre más adecuado para tan insigne embarcación habría sido, sin duda, el de USS Donald J. Trump.