domingo, 17 de diciembre de 2017

Desconectado

            Hace diez días mi móvil se apagó definitivamente. Así que, después de que todas las maniobras de reanimación resultaran infructuosas, decidí tratar de encender mi viejo teléfono, que dormía olvidado en un cajón desde que me compré el nuevo, el que hace diez días se murió de improviso, después de una última actualización que lo dejó definitivamente fuera de combate.
Al viejo le costó despertarse, pero la batería acumulaba carga suficiente como para encenderlo y recuperar la fotografía que tenía de protector de pantalla cuando, hace un par de veranos, decidí darme una ducha después de correr un buen rato por la playa, con la equipación deportiva todavía puesta y también una banda elástica que llevó debajo de la camiseta, donde guardo las llaves, el teléfono y, a veces, algo de dinero para el autobús, por si me tuerzo un tobillo o algún percance me impide volver a casa por mi propio pie, o si pienso comprar algo para desayunar con las niñas, como unas ensaimadas o un papelón de churros, o para una botella de gatorade, cuando tengo previsto hacer una tirada larga y, durante los últimos kilómetros, solo ese elixir azul es capaz de hacerme avanzar todavía más deprisa, acallando las protestas de mi cuerpo resentido por el esfuerzo.
La fotografía en cuestión era de mis hijas estirando conmigo en un banco del parque y todo un recordatorio de que mi teléfono no había olvidado que mi afición al deporte acabó con su primera vida y lo condenó al abandono en el fondo de un cajón junto a un juego de llaves, unos diminutos guantes de lana, una bolsa de pilas para llevar a un punto de reciclaje y otros objetos inútiles.
Pero, después de recuperar sus constantes vitales, mi antiguo dispositivo se apresuró en hacerme saber que el tiempo transcurrido, a pesar de su largo y reparador letargo, le había dejado algunas secuelas, o, dicho de otra manera, que había una serie de cosas que ya no era capaz de hacer. Así que nada de prensa digital, nada de enviar videos por whatsapp, nada de acceder a enlaces y, por supuesto, nada de redes sociales. Para colmo, un mensaje venido del averno me recordaba constantemente que tenía un número incontable de actualizaciones pendientes. Pero cuando ya se te ha muerto un dispositivo aparentemente joven y sano por culpa de una actualización rutinaria, no estás dispuesto a hacerle esa faena a tu viejo compañero, ese que te ha acompañado en la preparación de dos maratones y con el que incluso, ocasionalmente, has compartido alguna ducha.
Así que esta semana he estado leyendo un libro en el autobús, he desayunado en bares que ponen periódicos de papel a disposición de la clientela, y, no pudiendo hacer otra cosa con el móvil, le he dado un repaso a la galería de fotografías y vídeos, eliminando las fotos del papel higiénico que le mando a mi mujer desde el hipermercado cuando no tengo muy claro cuál he de comprar y otras por el estilo. También me ha sido imposible comentar nada sobre los vídeos, noticias y enlaces diversos que me han llegado a través del whatsapp, por la sencilla razón de que no podía verlos. Para colmo de males, mi lista de contactos se ha desvanecido, con las solas excepciones de los miembros de mi familia, los jugadores de mi compañía de rol y mi profesor de bajo eléctrico, que son, por otro lado, las únicas personas con las que mantengo contacto regularmente. El inconveniente de esto último es que, de vez en cuando, suena el teléfono y, como no sé quién me está llamando, tengo que descolgar y puedo encontrarme con la sorpresa de que sea alguien a quien tenía catalogado con etiquetas como ‘trata de venderme algo’ o ‘el que pregunta por Andrés’.
Afortunadamente, desde ayer dispongo de un nuevo teléfono, así que vuelvo a estar conectado, ya no me preocupa que en la cafetería no tengan periódico y, si lo tienen, no lo dejaré perdido con el aceite de mi tostada; y ahora que he terminado el libro que estaba leyendo, supongo que volveré a concentrarme en la pantalla del móvil, como hace la gente normal que viaja conmigo en el autobús. ¡Ah sí!, las fotografías de productos del hipermercado y memes diversos empiezan a proliferar en mi galería como una infección inmune a los antibióticos. Además, poco a poco, iré rehaciendo mi lista de contactos (de momento, ya tengo fichados al asesor financiero de mi banco, al vendedor de pólizas de seguro y al amigo de Andrés; aunque también estoy pensando en crear un grupo de whatsapp con ellos, ¿quién sabe?, a lo mejor, podría surgir algo interesante) y si recibo una felicitación esta Navidad, será divertido tratar de averiguar de quién se trata, aunque también es verdad que yo no voy a poder felicitar a nadie por propia iniciativa. Hasta cierto punto, puedo decir que mi vida, social, empieza de nuevo. Es como sí yo también me hubiera reiniciado.

Os estaréis preguntando que ha sido de mi viejo teléfono. Pues está a punto de volver al cajón. La verdad es que no ha sabido adaptarse al paso del tiempo y, no es que yo sea un fanático de los dispositivos móviles, pero, al lado del nuevo, se ve tan chiquito y anticuado… Además, cuando, al encenderlo de nuevo, después de que la luz de la pantalla palpitara débilmente durante unos segundos, la foto en que se me ve sonriendo en mitad de mis ejercicios de estiramiento apareció súbitamente, me dio un poco de mal rollo. Me acorde de ‘2001, una odisea del espacio’ y de Hall leyendo los labios de los astronautas en la estación espacial antes de decidir eliminarlos uno por uno, y me imagine un alma cibernética negra y rencorosa despertando de un sueño profundo y tomando conocimiento, a través de la tarjeta sim, de mis andanzas durante los años que hemos estado separados. Así que no quiero no correr riesgos, aunque no sé si debería limitarme a devolverlo al cajón. Prefiero no imaginarme su reacción dentro de algún tiempo, si, por una de aquellas, tuviera que volver a reanimarlo.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Y, de repente, el otoño

            Este año, el frío ha llegado de improviso. Después de un verano que se ha prolongado, otra vez, hasta comienzos de noviembre, la temperatura ha bajado drásticamente, como si la madre naturaleza se hubiese quedado dormida al calor de una de esas tardes estivales que hemos tenido todo el mes de octubre y hubiera hecho esperar al otoño, que ha estado aguardando detrás de la puerta, haciendo acopio de energías, pensando en irrumpir por la primera ventana que se ha abierto lo suficiente para dejarlo pasar.
            Será como consecuencia de ello que, en casa, los cuatro hemos estado acatarrados. Eso sí, siguiendo un riguroso turno, para que siempre hubiera alguien destemplado y produciendo mucosidad en abundancia, y los que todavía no habían enfermado estuvieran alerta, siendo conscientes de que les iba llegando el momento de tomar el relevo y la hora de reclamar la caja de pañuelos de papel. Y solo ahora, después de que la nueva estación haya tomado posesión de calles, plazas y avenidas (también del salón de mi casa, donde estamos pensando seriamente en poner a curar jamones) parece que nuestros cuerpos, demasiado acostumbrados al clima estival, empiezan a asumir, de mala gana, que, como en Juego de Tronos, el invierno se acerca y nadie va a poder cerrarle la puerta.
            El año pasado, a estas alturas, ya estaba preparando el Maratón, pero este año he decidido darme un respiro y, de paso, dárselo también a mi familia. Cumplir con el programa de entrenamiento y salir a correr, al menos, cuatro días a la semana implica sacrificios para todo el que convive con un maratoniano. Y aunque está bien plantearse un reto de vez en cuando y apostar fuerte por conseguirlo, tampoco hay que obsesionarse con ello, sobre todo si te impide hacer otras cosas o dedicarle más tiempo a las personas con quien más te apetece estar (salvo que les dé por prepararse contigo para correr 42 kilómetros dentro de tres meses, cosa improbable en nuestro caso). Sobre todo, si tienes la suerte de que esas personas también quieran estar contigo.
            Además, como he estado acatarrado, esta semana no he salido a correr; tregua que me reconforta cuando empieza a oscurecer y, mirando por la ventana, me acuerdo del frío que hace por la mañana, mientras espero en la parada a que pase el autobús (ahora cojo el autobús para ir a trabajar porque han inaugurado una nueva línea que me deja en media hora casi a la puerta de la oficina). Cuando llego, ya hay algunas personas esperando bajo la marquesina y luego van llegando otras, hasta formar el grupo de los doce o catorce habituales: una mujer alta y delgada, con gafas de pasta negra, que siempre aparece de improviso  delante de la parada, con paso apresurado, y buscando un hueco entre el grupo de viajeros; un hombre de pelo canoso con la voz sorprendentemente aguda que se pone de puntillas tratando de atisbar la llegada de nuestro transporte; una chica bajita, a la que, cuando llueve, un coche deja a pocos metros de la parada, que siempre da los buenos días mientras ocupa su lugar en la cola; una funcionaria de la universidad que me mira como si hubiera reconocido en mi cara al mismísimo Jack, el destripador; un joven estudiante que, ensimismado en su teléfono móvil, no responde a los buenos días, y se sienta siempre enfrente de una compañera de clase a la que saluda tímidamente, mientras ella, que se ha subido en la parada anterior, levantando la vista por un momento de la pantalla del suyo, le devuelve una mirada furtiva. Luego, ambos se concentran en sus dispositivos y no vuelven a mediar palabra el resto del viaje; y un señor bajito, que viste, alternativamente, chaqueta y corbata o cazadora y jerseys gruesos de lana, y lleva siempre bajo el brazo un libro con tapas duras de color naranja con un título relativo a la responsabilidad de los administradores de sociedades insolventes, o algo así, en cuya lectura se enfrasca en cuanto arranca el autobús y hasta que no tiene más remedio que interrumpirla para bajarse en la última parada.

            Me gusta cuando el otoño llega de improviso, anunciando las primeras lluvias, obligando a los árboles a cambiar, de un día para otro, el color de su indumentaria veraniega y, aun así, amenazando con arrancarles hasta la última hoja, hasta dejarlos desnudos pero esbeltos, dormidos pero todavía hermosos en su desnudez. Y el frío me acobarda más cuando me quedo en casa que cuando salgo a la calle, ya sea abrigado para coger el autobús por la mañana temprano o ligero de ropa y en zapatillas para pisotear la hojarasca que se acumula en cada rincón. Pero, de vez en cuando, me apetece estar en casa y quedarme mirando por la ventana el tránsito de las estaciones y cómo el viento mece las ramas de esos árboles que pronto se quedarán dormidos.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Misantropía

No soy un experto en relaciones humanas. Tengo un temperamento reservado y me cuesta trabajo, incluso, entablar conversación. Si lo hago es porque me veo obligado por las circunstancias y para romper el silencio, cuando empieza a volverse opresivo, al menos para mí, no sé si para los demás. No me atrevería a preguntárselo. Normalmente, me limito a observar a las personas que me rodean y casi siempre son los demás los que se dirigen a mí; cosa que yo no sé si haría con alguien como yo. Curiosamente, me desenvuelvo mejor en una tarima o escenario, dirigiéndome a un grupo, una clase, un tribunal o un auditorio que hablando con las personas que lo componen individualmente. Pero, cuando me bajo del escenario, de la tarima, del estrado, me siento vulnerable, como si acabara de bajarme de un caballo y me faltan las palabras o me parece que las que soy capaz de decir no significan demasiado.
Además, desde que era muy joven, creo que precismente para parecer menos vulnerable y no invitar a que se metieran conmigo ni arriesgarme a ser intimidado por alguien más decidido que yo, empecé a adoptar un rictus serio que hace mucho tiempo que no tengo que forzar, porque me sale naturalmente. Toda una invitación para hacer amigos. Me pregunto cómo, siendo cómo soy, no he terminado convertido en un anacoreta, además de en un misántropo.
Supongo que no me costaría demasiado trabajo ser más sociable, pero para eso tendría que mostrar cierto interés por los asuntos de los demás y no ausentarme de las pocas celebraciones sociales en las que participo ocasionalmente a la menor oportunidad. Sin embargo, cuando salgo de la oficina, estoy deseando volver a casa, quitarme la chaqueta y la corbata, y ponerme las zapatillas. No echo de menos salir más a menudo o quedar con los amigos y creo que podría pasarme los días sentado en mi butaca leyendo o tocar el bajo toda la tarde, interrumpiendo esa rutina solo para ir a correr al parque de vez en cuando.
Así que me veo dentro de veinte o treinta años, saliendo de casa para bajar la basura y regresando a la carrera, si las piernas me lo permiten, para dar de comer al gato, porque no creo que por esa época me inviten a dar muchas conferencias. Y si me compro un perro, lo mismo se me acerca alguien y tengo que darle conversación.
A veces me pregunto si mi manera de ser no se deberá a alguna predisposición genética de la que, en última instancia, no soy responsable; una anomalía en la secuencia u organización de mi ADN que, afortunadamente, no se da en la mayoría del género humano; que me hace propenso al aislamiento social y condena a mis congéneres a preguntarse qué bicho me picó hace cincuenta años.
También, a veces, me pregunto cómo percibirá la gente ese distanciamiento o aparente desinterés; si pensaran que me siento superior a ellos y que, por eso, me limito a observarlos con condescendencia; o que estoy pensando algo que no puedo expresar en voz alta y que, a lo mejor, preferirían no escuchar. Pero no hay nada de eso (al menos la mayor parte de las veces) y, si acaso, lo que padezco es una dificultad patológica para expresar espontáneamente mi estado de ánimo o dar mi opinión, también para interesarme por personas a las que no conozco lo suficientemente bien.

Afortunadamente, como digo, la mayor parte de la gente no es como yo, y eso ha hecho posible que sobrevivamos como especie. Otra cosa será que el planeta consiga sobrevivirnos a nosotros, pero eso no es más que mi opinión y, seguramente, me guardare de expresarla en público, salvo que la supervivencia del planeta dependa de ello.

domingo, 29 de octubre de 2017

Regreso al pasado

         El viernes de la semana pasada asistí a la celebración del XXV aniversario de mi promoción de Derecho, la que cursó estudios entre 1987 y 1992 en la Universidad de Sevilla.
         Estuve dudando mucho antes de decidir apuntarme a la celebración y solo lo hice cuando estuve seguro de que allí habría alguien que se acordase de mí y de quien yo también fuera capaz de acordarme, pero me alegro de haberlo hecho. Sentía cierta curiosidad (¿quién no se ha preguntado alguna vez por personas que conoció hace mucho tiempo y de las que, por circunstancias de la vida, no ha vuelto a saber nada durante lustros?) y, por otra parte, supongo que me apetecía formar parte del acontecimiento.
         El tiempo nos cambia a todos. Muchos de mis compañeros, como yo, han perdido el pelo; otros peinan abundantes canas; y algunos lucen barrigas que rebosan por encima de sus cinturones, que nadie habría podido imaginar hace veinticinco años. Mis compañeras, en general, tienen mejor aspecto, ya no son jóvenes, pero cuidan más su apariencia y su indumentaria. Supongo que los actuales cánones de belleza las obligan a no engordar y a teñirse el pelo. Nosotros, si acaso, nos conformamos con hacer deporte, pero, aunque no sea así, se nos excusa si hemos ganado varias tallas de pantalón, e incluso se nos reconoce un cierto encanto, el que reside en la madurez. Yo pienso que también en muchas de esas mujeres reside ese mismo encanto, y creo que nos soy el único, pero reconozco que, en lo que a su aspecto físico se refiere, están sometidas a un nivel de exigencia muy superior al nuestro, que desprecia las arrugas y sobrevalora la delgadez.
         Volver atrás por una noche, al momento en que dejamos de ir a clase para escuchar a nuestros profesores, de tomar apuntes, de someternos a exámenes cada cierto tiempo para evaluar nuestros conocimientos ha sido una experiencia interesante. Desde que salí de la facultad, no he vuelto a asistir a clase de manera regular. He tenido otros profesores, de los que todavía pude aprender algunas cosas que no sabía, como conducir un automóvil, montar a caballo o, últimamente, tocar el bajo eléctrico. Pero no me quedaron ganas de volver a la universidad para seguir estudiando.
Supongo que uno estudia para dedicarse profesionalmente a algo y piensa que, con un poco de suerte, podrá poner en práctica los conocimientos adquiridos. Además, cursar estudios universitarios obliga a dedicar un tiempo y un esfuerzo considerable a ese proceso de aprendizaje y nuestro tiempo es limitado y, por eso, demasiado valioso como para invertirlo en aprender cosas que corremos el riesgo de olvidar si no las ponemos en práctica después de haberlas aprendido. Y, en cuanto al esfuerzo, la vida no espera indefinidamente, y estudiar impide hacer otras cosas o nos obliga a aplazarlas y, lo mismo que el ejercicio físico, a veces nos deja exhaustos. Así que no queda más remedio que planificar los retos a los que uno desea enfrentarse y medir la energía que puede desplegar en cada momento y, sobre todo, decidir si está dispuesto a sacrificar todo ese tiempo y esa energía en pos de un resultado incierto.
         Así que también se trataba, un poco, de retornar al pasado, cuando era realmente joven, estudiaba leyes, había descubierto que me gustaba el Derecho y era capaz de imaginarme un futuro prometedor, lleno de alternativas, cuyas puertas se me abrirían de par en par en cuanto terminase los estudios y fuera capaz de ingresar en la carrera diplomática, hacerme juez, o fiscal, o dedicarme a la docencia.
         Finalmente, y en cuanto a esas expectativas profesionales, solo impartí clases en la Universidad durante cuatro cursos académicos, y he de reconocer que la experiencia no fue exactamente lo que esperaba; pero tuve la inmensa fortuna de poder llevar a la práctica los conocimientos adquiridos, no todos naturalmente, pero, al fin y al cabo, de ejercer profesionalmente el derecho. También he tenido la impresión de que la mayoría de los que estaban allí aquella noche (abogados, procuradores, jueces, profesores universitarios) habían tenido la oportunidad de hacerlo. Y de que los que no tuvieron esa suerte no estaban presentes; probablemente ni siquiera supieron que habían sido convocados.
         Después de esa breve visita al pasado, el lunes de esta semana regrese al futuro. Todos los que estábamos allí lo hicimos. A ese futuro que nos hemos labrado a lo largo de los últimos veinticinco años, a la medida de nuestras capacidades (se supone), a la altura de nuestras necesidades (las que nos hemos creado y las que fuimos capaces de satisfacer) y al nivel de la vida que todavía nos queda por vivir.
         He de reconocer que las cosas más importantes que me han sucedido desde que terminé la carrera no tienen que ver con mis estudios universitarios, pero mi manera de pensar, de observar la realidad y de razonar sobre los acontecimientos que se suceden a mi alrededor está influida por mi formación académica. Por eso defiendo frecuentemente una perspectiva jurídica, me apoyo en las normas que considero justas o defiendo la necesidad, con carácter general, de acatar las leyes y las resoluciones judiciales que las aplican o interpretan. Aun así, ninguna de mis hijas parece inclinada, al menos de momento, a estudiar derecho (¿quién lo estaría a su edad?) y sus preferencias se orientan hacía campos más creativos (como las mías a sus años). Hablar de normas y ordenamientos es, generalmente, aburrido y, a veces, hace falta voluntad y un cierto grado de discernimiento, que no está al alcance de todo el mundo, para entender determinados conceptos, interpretar acertadamente las normas y razonar en derecho, sin dejarse llevar por los prejuicios y las ideas preconcebidas (he conocido algunos jueces incapaces de hacerlo).

         Veinticinco años después de terminar mis estudios universitarios solo soy un modesto letrado que ejerce su oficio en una jurisdicción menor; pero que, de vez en cuando, tiene la oportunidad de defender una determinada idea de la justicia, que trasciende el texto de unas leyes que cualquiera puede leer y entender mejor que peor, que se apoya en un convencimiento íntimo de lo que es justo y de lo que no lo es, que no me enseñaron en la facultad, y que, probablemente, me inculcaron cuando solo era un niño, como casi todo lo importante que he aprendido en la vida.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Banderas en la calle

                Me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí, cómo es posible que, de la noche a la mañana, las banderas hayan tomado la calle y no precisamente para celebrar un acontecimiento deportivo. Aunque la verdad es que se veía venir, precisamente algunos acontecimientos deportivos lo habían venido anunciando, aunque prefiriésemos ignorarlo, pensando que las cosas no llegarían mucho más lejos y porque la libertad de expresión ampara también la mala educación.
                Yo también creo que la situación es preocupante, supongo que como lo es siempre en estos casos. Lo que sucede es que, esta vez, los acontecimientos no se desenvuelven en un país lejano, en las calles de ciudades cuyos nombres conocemos por los mapas. Es el patio de nuestra casa el que está revuelto, y de qué manera.
                Pero en realidad, empecé a preocuparme seriamente antes. Concretamente, el día en que el parlamento catalán decidió romper con la legalidad y aprobar, prácticamente por aclamación de algo más de la mitad de sus miembros (que, no lo olvidemos, representarían a menos de la mitad de los participantes en las últimas elecciones legislativas y a bastante menos de la mitad del electorado) y pasando como un rodillo sobre la otra mitad, la ley del referéndum. Bueno, la verdad es que había empezado a preocuparme bastante antes, cuando después de esas elecciones, en lugar de aceptar la realidad, a saber, que la mayoría de la sociedad catalana no apoyaba la independencia, y volver sobre sus pasos, amparándose en un más que cuestionable reparto de escaños que les favorecía, decidió seguir adelante con el procés so pretexto que ese era el ‘mandato’ que habían recibido de la ciudadanía (que hace falta ser cínico).
                Desde aquel momento, y sin salir de mi estupor, he estado esperando que alguien tomara la voz desde las filas del independentismo y reconociera esa realidad, aunque fuera para replegarse a sus cuarteles de invierno y esperar mejor ocasión o un momento más propicio para lanzar la ofensiva nacionalista. Eso es, de hecho lo que sucede en algunas competiciones deportivas, cuando el tiempo se agota y no es posible darle la vuelta al marcador, los jugadores de baloncesto se limitan a votar el balón y aceptar el resultado, no intentan ganar el partido con una canasta sobre la bocina que solo conseguirá, en el mejor de los casos, maquillar algo el resultado, pero, sobre todo, no siguen jugando cuando el reloj se ha detenido. Pero es que, además, en mi opinión, esto no es un partido de baloncesto. No se trata de ganar por uno, dos o tres puntos. Se trata de una decisión que marcaría decisivamente el futuro de una sociedad que, hoy por hoy, está seriamente fragmentada. Y por eso las leyes más importantes, como una constitución o un estatuto de autonomía, que suelen ser fruto del consenso, requieren de una mayoría reforzada para que puedan ser modificadas.
                Pero desde entonces, el nacionalismo se ha mostrado inamovible y sin fisuras en sus postulados, y diputados, alcaldes, políticos en general, y destacados miembros de la sociedad civil, han repetido hasta la extenuación que solo había un camino. Y es que la ciudadanía ha hablado, fuerte y claro, estamos de acuerdo, pero ese no era el mandato, no lo ha sido nunca. Por eso no logro salir de mi estupor.
                Claro que, cuando alguien insiste en esa verdad evidente, surgen los defensores del ‘derecho a decidir’, como si de lo que se tratara es de que los ciudadanos concurran pacíficamente el día del referéndum a ejercer su derecho de sufragio. Pero, ¿de qué estamos hablando? Los ciudadanos ya votaron, en las elecciones legislativas, y nadie les ha hecho caso. Y ¿qué pensaría cualquiera con un mínimo discernimiento si quien le convoca a un referéndum para que se exprese libremente, ya ha burlado una vez el resultado objetivo e inapelable del recuento de votos? Yo no. Yo no acudiría a esa convocatoria porque me huele a trampa, por que quien hace trampas una vez, demuestra que no está dispuesto a respetar las reglas del juego si no le favorecen. Y vista la calidad democrática de los convocantes, a los hechos me remito, el riesgo es enorme. Es tanto como jugar una partida de cartas sabiendo que los naipes pueden estar marcados o que nuestro rival se guarda un par de ases en la manga. Sí entras en el juego, luego no puedes levantarte de la mesa aunque tengas sospechas de que te han hecho trampa, salvo que descubras al tahúr. Pero es que, en este caso, el tahúr juega en casa, ha organizado la partida, pone la mesa y la baraja y él, o alguno de sus amigos, puede guardarse algo más en el forro de la chaqueta (y aquí me remito a las consideraciones sobre la intimidación y el uso de la fuerza de la entrada de hace dos semanas).
                Además, ¿qué clase de burda impostura es esta? Hasta donde yo entiendo, cuando se parte de la premisa de que para declarar la independencia hace falta que el sí triunfe sobre el no (y sobre todo cuando las encuestas vaticinan un resultado adverso), lo razonable, digo yo, sería esperar al recuento de votos, y no apresurarse a tramitar las denominadas leyes de desconexión ‘democrática’, como sí el resultado estuviera garantizado de antemano. Pero es que el resultado no importa, porque no se trata de votar, no se trata del derecho a decidir, se trata de declarar la independencia. ¿O es que los nacionalistas iban a hacerle ascos a una declaración unilateral de independencia de ese mismo parlamento? (que es, muy probablemente, hacia donde nos dirigimos) ¿Es que acaso saldrían a la calle al día siguiente para decir ‘¡Eh, un momento! ¡Qué no hemos votado!? ¡Ay del que salga a la calle al día siguiente diciendo semejante majadería! ¿Es que no ha visto las imágenes de la calle tomada espontáneamente por los ciudadanos?
                Abomino del nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones, pero sí hay algo que no soporto es a los políticos que, desde la ‘equidistancia’, se les llena la boca con manifestaciones de esa índole, para los que la normalidad democrática pasa por cuestionarse sistemáticamente las instituciones, que no nos representan, a los tribunales de justicia, lacayos del poder político, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, aparato represor del régimen postfranquista, al bloque de leyes constitucionales (de la que los estatutos de autonomía forma parte, por cierto) y, en particular, a la Constitución, que hay que reformar a toda costa, aunque no se cuente con el consenso necesario para ello (me pregunto, entonces, ¿cómo?), que lo fían todo a los plebiscitos y a las asambleas, a la voz de la calle y a las manifestaciones espontáneas de los ciudadanos (a partir de ahora, tengo que procurar manifestarme más a menudo), y que entienden que los presuntos autores de delitos tan graves como la prevaricación, la malversación de caudales públicos o la sedición son presos políticos, aunque, al día siguiente, queden en libertad con cargos.
                Llegados a este punto y aunque solo la sensatez, la buena voluntad y la generosidad puedan reconducir la situación a medio y largo plazo (otra cosa es que los políticos que tenemos tengan estas virtudes y, además, sean capaces de hacerlo) y la mera aplicación de las normas en vigor no baste para resolver los problemas, la realidad de los hechos obliga, ahora mismo, a tomar partido, por mucho que nos desagrade el panorama que se presenta y nos atemoricen las consecuencias.

jueves, 7 de septiembre de 2017

La ley, la intimidación y la fuerza

            Obedecer las normas parece estos días algo opcional. No hay necesidad de acatar el ordenamiento jurídico salvo que haya algún juez o algún policía en las proximidades. Y, en el peor de los casos, si alguien te estaba observando cuando decidiste saltarte un semáforo en rojo, siempre puedes decir que no lo habías visto, o, mejor, que ese semáforo está ahí porque tú lo has pagado con tus impuestos y que, desde tu punto de vista, resulta innecesario puesto que ya hay un paso de cebra que da preferencia a los peatones, si es que quieren cruzar; que seguro que te paras para dejarles pasar, pero cuando haya necesidad (o a ti te lo parezca) y no cuando lo diga el disco en rojo que, nuevamente desde tu punto de vista, tarda mucho en cambiar, mucho más de lo necesario, de lo que tú necesitas, se entiende.
            Ayer tuve que oponerme a una demanda de reclamación de salarios de un trabajador que decía haber prestado servicios a tiempo completo durante tres meses para una empresa, al tiempo que percibía las prestaciones por desempleo. Había cobrado el desempleo durante ese mismo lapso de tiempo y como, según él, la empresa no le había pagado, dirigía su demanda contra el empresario deudor y, subsidiariamente, contra el Fondo de Garantía Salarial, ante la más que previsible insolvencia de su empleador.
            De las normas de convivencia mejor ni hablamos. El martes estaba corriendo por el parque y me cruce varias veces con un numeroso grupo de jóvenes, de alguna asociación o club deportivo, que ocupaban buena parte del camino. Cuando había pasado tres veces por el punto en el que se concentraban y, curiosamente, cuando empezaban a dispersarse en grupos más pequeños, dos de esos jóvenes estaban parados cortándome el paso por el único margen del camino que quedaba libre. Me fui acercando esperando que se apartaran, pero en el último momento tuve que interrumpir el braceo y hurtar el cuerpo para no chocar con uno de ellos, que miraba en mi dirección con la mano apoyada en la cadera, y que ni siquiera hizo amago de moverse cuando llegue a su altura. Inmediatamente, lo que pensé es que debería haberlo empujado, dejando que mi cuerpo, en carrera, chocara con el suyo. Lo habría apartado lo necesario, pasando por su lado sin problemas y, de paso, habría compartido mi sudorosa experiencia deportiva con su camiseta recién planchada. Pero, en mi fuero interno, sabía que empujarlo habría estado mal, si podía evitarlo, así que lo evite.
            Por esa misma razón, aunque en este caso no suele haber deliberación por su parte, tampoco voy atropellando transeúntes cuando circulo en bicicleta, aunque caminen reiterada y despreocupadamente por el carril bici, desentendidos de cuanto les rodea. Lo que me irrita, es que, cuando se dan cuenta de que van por donde no deben, muchas veces, no se disculpan, ni hacen por apartarse. Se limitan a observarte como quien ha visto un extraterrestre y a seguir mirando el whatsapp. Pero pobre de ti como les roces al pasar. Entonces llamaran al policía más próximo, le recordaran a todo el mundo que el carril bici lo han pagado ellos con sus impuestos y que, desde su punto de vista, ese carril bici está mal colocado y los ciclistas deberíamos estar todos en la cárcel, paseando en bicicleta por el patio de la prisión.
            Vulnerar las normas es fácil. Todos lo hacemos alguna vez. A sabiendas o sin querer. Nuestro comportamiento no siempre es excusable, pero el que más y el que menos debería ser consciente de lo que ha hecho y retractarse o aceptar la sanción, el castigo, en definitiva, las consecuencias de su incumplimiento. Lo que es inadmisible es echarle la culpa a los otros de lo que ‘te has visto obligado a hacer’; que quien incumple sus obligaciones, exija cínicamente, al mismo tiempo, que los demás cumplan con las suyas y, en ocasiones, se permita el lujo de advertir o amenazar al que se opone a sus pretensiones o se niega a darle la razón.
            A propósito del proceso independentista, hace unos meses leí que Lluis Llach, diputado de la coalición Junts pel sí y presidente de la Comisión de Estudio del Proceso Consituyente del Parlament, en diversas conferencias públicas ha reiterado que los funcionarios que vivan en Cataluña tendrán que pensarse muy bien desobedecer al gobierno de la Generalitat, porque los que no cumplan serán sancionados. Me pregunto que habrían dicho los partidarios del procés si alguien del Gobierno de España hubiese insinuado algo parecido a la inversa. Seguramente, estaríamos hablando de violentar la libertad de los ciudadanos y de maniobras de intimidación propias de la dictadura.

            Y es que, cuando se acaban los argumentos, si es que alguna vez los hubo, el empecinamiento de los intolerantes en sus pretensiones, del tipo que sean, si los demás no damos nuestro brazo a torcer, deriva en intimidación. Y se puede intimidar ‘pacíficamente’, es decir, sin levantar la voz, mucho menos la mano, contra nadie, exponiendo razones y argumentos falaces pero ‘convincentes’, sobre todo  para quienes se dejaron intimidar. Porque cuando la intimidación no basta, el último recurso es siempre la fuerza.

jueves, 10 de agosto de 2017

Turistas

                Este verano he leído la ‘Guía para viajeros inocentes’ de Mark Twain. Es un relato de sus andanzas por Europa y Oriente Próximo con un grupo de compatriotas escrito en tono humorístico y con la visión de un viajero del otro mundo, que no se deja impresionar fácilmente y, a veces, evoca los paisajes y las costumbres de su tierra natal para comparar con ellos los lugares y las gentes a las que va descubriendo, tanto para bien como para mal.
                Su singladura por el Atlántico y el Mediterráneo transcurre en una época en la que no eran frecuentes los viajes organizados. Además, viaja en un barco de vapor que tarda semanas en arribar a las costas de Europa; en ocasiones no puede desembarcar en los puertos en los que va haciendo escala por causa de la cuarentena; los paisajes que describe están huérfanos de carreteras y de automóviles y el medio más rápido con el que cuenta para sus desplazamientos en tierra es el tren, impulsado por una locomotora también de vapor. Así que, cuando llega a Palestina, no tiene más remedio que trasladarse a caballo por el desierto. Sus compañeros de viaje, y el mismo, van armados y, para protegerse del sol en tales parajes, tienen que usar sombrillas forradas de tela verde y unas primitivas gafas con protección lateral y vidrios del mismo color. Abomina de los guías, a los que sus amigos, incapaces de aprenderse los nombres locales, llaman siempre ‘Ferguson’ y que sacan de sus casillas, fingiéndose unos patanes que, después de dejarse ilustrar sobre la vida y obra de cualquier personaje histórico que vivió hace cuatro siglos, terminan preguntándole sí está muerto.
                A su paso, se encuentra ciudades, catedrales y jardines que parecen haber escapado de las láminas de sus libros escolares para materializarse maravillosamente ante sus ojos incrédulos; pero también suciedad, miseria, hambre y enfermedad. A pesar de todo, de vez en cuando, no puede evitar sentirse maravillado por la visión de un lago que resplandece a la luz del crepúsculo,  o por difusos palacios de piedra flotando a la luz de la luna sobre los canales de una ciudad construida sobre las aguas, por ciudades blancas brillando resplandecientes bajo el sol del desierto u otras abrasadas por la furia de un volcán; o por el legado de civilizaciones que se negaron a extinguirse sin dejar constancia de su paso por la tierra.
                No cabe duda de que el turismo ha cambiado radicalmente desde la época en la que Mark Twain escribió el relato de su viaje, que se prolongó durante seis meses. Actualmente los viajes organizados se ofrecen a precios moderados a cualquier ciudadano de un país civilizado y un avión puede dejarte en cuestión de horas en casi cualquier lugar del mundo. Pero viajar, según a que sitios, también se ha vuelto peligroso, y la comodidad y seguridad que nos ofrecen hoteles y agencias de viajes tiene como contrapartida privarnos de una experiencia más incómoda pero también, probablemente, más intensa.
                Por otro lado, los turistas se han vuelto demasiado numerosos. Invaden con sus móviles y sus palos de selfie calles y plazas, con sus segways colonizan los carriles bici, los hoteles y apartamentos turísticos en los que se alojan no dejan de crecer a un ritmo vertiginoso y convivir con ellos a diario en determinados enclaves no resulta siempre fácil ni cómodo; sobre todo si no son respetuosos con el medio ambiente ni tienen consideración hacia los que vivimos en esas mismas ciudades, no porque las hayamos elegido como destino turístico, sino porque trabajamos o tenemos en ellas nuestras casas.
                Hasta ahí estamos todos de acuerdo. Ahora bien, mientras terminamos de cambiar nuestro ‘modelo productivo’, es lo cierto que el turismo proporciona importantes réditos a nuestra economía y que de él vive un porcentaje no desdeñable de la clase trabajadora de este país. Por eso no deja de llamarme la atención esa especie de furia que se ha apoderado de determinados grupos que han decidido declarar la guerra al turismo especulativo y de rostro inhumano, como si los turistas fueran una especie de raza alienígena que ha venido a esquilmar nuestros recursos y raptar a nuestras mujeres.
Claro que detrás de las cadenas hoteleras y de los turoperadores hay un sector empresarial enriqueciéndose (también se enriquecen los que alquilan apartamentos en el centro, sin necesidad de ser magnates del mundo empresarial), pero como lo hay en la construcción o existe en el ámbito de las comunicaciones o en el textil, por poner solo algunos ejemplos. Así pues, sin perjuicio de que haya que poner coto a sus excesos, eso no significa que haya que declararles la guerra también. Ahora bien, detrás de estas soflamas me parece reconocer aquella vieja, y nueva, consigna que podría resumirse en la frase de ‘América para los americanos’. Y no deja de ser curioso que consignas de ese estilo estén calando tan profundamente en algunas mentalidades, tan diversas, por cierto, desde el punto de vista ideológico. La idea que inspiró el Brexit o que alimenta a la ultraderecha en Francia es un poco la misma, discriminar al extranjero, impedirle la entrada en el país, cerrar las fronteras, porque viene a colonizarnos, a privarnos de nuestra identidad cultural y a quedarse con nuestros recursos; aunque aquí se adereza con la necesidad de plantarle cara al sistema de producción capitalista.

En mi opinión, no hay nada como salir del ‘país’ para liberarse de buena parte de esos complejos. Porque, en cuanto se rebasa la línea fronteriza, cualquier ciudadano de pro se convierte en un extranjero. Se nos pone la misma cara de despiste cuando nos hablan en un idioma que no comprendemos, caminamos por la calle mirando las paredes de los monumentos que vamos encontrando a nuestro paso, invadiendo el carril bici con nuestros aparatosos sombreros y haciéndonos selfies extremos, no por lo aparatoso del precipicio, sino por la posibilidad real de ser arrollado por una bicicleta. Además, si viajamos a países pobres, eso nos hace valorar mejor las comodidades que nos ofrece el hecho de vivir en el primer mundo y, de paso, nos convierte en víctimas potenciales de algún energúmeno con ganas de atacar el autobús turístico o el camello en el que nos desplazamos pacíficamente; y si nos trasladamos a un país superdesarrollado, nos volvemos más comprensivos con los que vinieron a nuestras ciudades a buscar trabajo o establecerse por cuenta propia o, sencillamente, tirando de sus ahorros, trataron de hacernos una visita de cortesía porque, curiosamente, nuestro país, nuestra ciudad, les parecía un lugar agradable que merecía la pena visitar.

jueves, 9 de marzo de 2017

Buscando cerebros

            La canción de Ed Sheeran dedicada a la ciudad de Barcelona amenaza con dar al traste con el proceso independentista. Sus referencias a la sangría y el uso de expresiones como ‘mamasita rica’, ‘sí, te adoro señorita’ o ‘mi niña te amo mi vida’ han sembrado las dudas sobre la verdadera identidad nacional de los catalanes, a los que, parece ser que en la intimidad, les gusta beber calimocho y, en vez de bailar la sardana, se dejan seducir por ritmos latinos, al son de los cuales, chicos y chicas se contonean sin recato, para más inri, en los alrededores de la Sagrada Familia.
            La verdad es que, si se hubiera documentado un poco, podría haber compuesto una canción que hablase de tomar calçots y no de beber sangría y bailar hasta altas horas de la noche alrededor de una iglesia con una botella de vino tinto en cada mano (si por lo menos fuera una botella de cava o de vino del penedés, todavía tendría un pase, pero la denominación de origen, dado el tono de la canción, resulta más que sospechosa).
            Es probable que el cantante inglés no haya visitado realmente Barcelona, sino alguna otra ciudad, seguramente castellana, y con los efluvios del alcohol ha confundido la Sagrada Familia con la Catedral de Burgos. Al fin y al cabo, ya sabemos lo propensos que son los ingleses (esos borrachines) a consumir de whisky, a las fiestas y al balconing y otros deportes de alto riesgo.
Pero esas cosas duelen, salvo que vivas en un país atrasado culturalmente, de bebedores de sangría y otros caldos de dudosa procedencia y aficionados al reggaetón; cuyos ciudadanos (según un espacio de la televisión vasca) se clasifican en cuatro categorías, a saber: ‘fachas’, ‘paletos’, ‘chonis’ y ‘progres’ (No obstante, con esto también hay que tener cuidado, porque, cualquier día, a otro cantante anglosajón se le puede ocurrir componer una canción sobre la ría de Bilbao y, de golpe y porrazo, nos enteramos de que a los datzaris les gusta arrancarse por sevillanas, cuando se les acaba el txakoli).
            Menos mal que otra noticia publicada en la prensa esta semana ha aliviado algo el dolor de la herida, y es que el Institut Guttman de Barcelona se ha puesto a buscar 3.000 cerebros sanos para estudiar los marcadores biológicos que permiten mantener este órgano en un buen estado de salud; delimitando la selección a voluntarios que residan en Cataluña, porque es un territorio que dispone de elementos que se han identificado como protectores de la salud cerebral, como el bilingüismo, la dieta mediterránea, la práctica activa de deporte y el arraigo social y familiar, entre otros.

            Esta si que es una institución seria y ha sabido diferenciar Cataluña de la Comunidad Valenciana o Galicia, donde, como sabemos, la gente, aunque pueda chapurrear otras lenguas además del castellano, es propensa a comer hamburguesas, no es amante del ejercicio físico y, además, están plagadas de inmigrantes ilegales y familias desestructuradas, con el daño que le hace eso al cerebro, al corazón y a la autoestima de los individuos y también de las naciones.

jueves, 9 de febrero de 2017

El cazador

            Faltan diez días para el XXXIII Maratón de Sevilla. Así que estoy ultimando mi preparación para la tercera participación en mi carrera favorita de la temporada, para la que llevo tres meses preparándome a conciencia, desafiando las bajas temperaturas y los días desapacibles. Este fin de semana, además, se anuncian lluvias, y todavía me queda una tirada larga que completar, así que tendré que echar mano otra vez del cortavientos y recuperar mis viejas zapatillas, porque las nuevas, una vez domadas, tengo que reservarlas un poco si no quiero que se estropeen antes de tiempo.
            Espero que no haga demasiado frío el próximo día 19, y si lo hiciera, que, al principio, no tenga que correr demasiado rápido para entrar en calor, que luego seguro que me arrepiento.
Este año, el último mes de preparación para el maratón ha coincidido con el entrenamiento de mi mujer para la carrera popular de la Universidad Pablo de Olavide, así que, ocasionalmente, salimos juntos a correr, aunque luego, cada uno siga una rutina distinta. Eso me anima porque rompe la secuencia de entrenamientos en solitario; pero, a la hora de la verdad, cuando tengo que recorrer una distancia larga o que correr más deprisa, vuelvo a los caminos menos transitados y a las tiradas largas junto al río.
            Las semanas pasan deprisa, pero a medida que voy tachando días del calendario y se aproxima la fecha marcada en rojo, me da más pereza salir a correr; aunque, una vez en movimiento, esa renuencia se disipa rápidamente a medida que las piernas empiezan a batir la tierra; más despacio al principio, hasta que el ritmo de carrera se impone definitivamente sobre la inercia de los primeros compases de la sesión de entrenamiento. Luego, en algún momento, el cuerpo se despierta, los músculos se van tensando y, como en una secuencia de caza, parecen tomar la iniciativa, como sintiendo la proximidad de una pieza que estuviera a punto de cobrarme. Al final, cuando he completado la distancia o he cumplido con el tiempo marcado, y mi cerebro consciente manda parar, el cuerpo se detiene, pero me transmite la sensación de que podría continuar corriendo, aumentando incluso la velocidad y que se para solo porque yo se lo ordeno; y, por momentos, parece inmune a la fatiga, como el de un depredador que únicamente se detiene porque está sopesando las posibilidades y necesita reservarse, quizás para otro momento más propicio, y también porque sabe que, mañana, tendrá que salir otra vez a cazar, y tal vez tenga que correr más lejos o más deprisa.

            El domingo de la semana que viene es posible que más bien tenga la sensación de formar parte de una estampida, en la que al desorden inicial terminará imponiéndose la disciplina del grupo que lucha por sobrevivir. Es posible que me convierta en un miembro más de la manada que huye de un enemigo al que ni siquiera puede ver; pero, tal vez, cuando el grupo se haya estirando lo suficiente y otros corredores me cedan la primacía, vuelva a sentir el impulso del cazador infatigable, el pulso del depredador indómito.

jueves, 26 de enero de 2017

Anonimato curricular

            Hoy he escuchado en la radio una noticia relativa a la iniciativa de la Ministra de Sanidad de llevar a cabo una prueba piloto para implantar el ‘curriculum ciego’, con el objetivo de que, en los procesos de selección, estos no lleven ningún indicador del género del candidato e impedir así cualquier actitud discriminatoria, recordando además que dicha iniciativa está plenamente implantada en países como Francia, Alemania o Reino Unido.

            Por lo visto, el curriculum vitae ciego es un formato de curriculum que no incluye el nombre de la persona ni su fecha de nacimiento y, desde luego, tampoco ninguna fotografía del candidato a ocupar un puesto de trabajo.

            Al margen de otras consideraciones sobre la plausible posibilidad de que el candidato, preseleccionado por su curriculum, pueda ser sometido a una entrevista personal antes de completar el proceso de selección, me pregunto hasta qué punto omitir determinada información, supuestamente irrelevante para decidir sobre la idoneidad del postulante para ocupar un puesto de trabajo, contribuye de manera efectiva a evitar la discriminación por razón de sexo, edad, raza u otras circunstancias personales o sociales; y si puede considerarse ilegítima la pretensión de un empresario de conocer la identidad del candidato a ocupar un puesto de trabajo; porque, al fin y al cabo, la edad, el sexo, el nombre de una persona o su aspecto físico conforman su identidad y, prescindir de ellos, nos conduce al más estricto anonimato.

            Lo cierto es que la discriminación puede darse en el momento de concurrir a un proceso selectivo o durante el desenvolvimiento ulterior de una relación laboral, y no se evita escamoteando determinada información o fomentando la opacidad en los procesos de selección. Tan legítima es la pretensión del trabajador de conocer las condiciones que le ofrece su empleador, como la del empleador de conocer el perfil personal y profesional del trabajador al que se plantea contratar, y, en muchos casos, la idoneidad de este no puede valorarse exclusivamente por su experiencia curricular.

            En el ámbito de la Administración, yo he conocido casos como el de un funcionario interino afectado, desde el momento mismo de incorporarse a la bolsa de trabajo correspondiente, por una deficiencia visual que le impedía materialmente leer un documento ordinario sin valerse de una lupa de gran aumento y sosteniéndolo a un par de centímetros de su cara, o el de un sujeto contratado para trabajar en un servicio de prevención de incendios que había sido condenado media docena de veces por pirómano.

            Por otro lado, el aspecto físico de un individuo, en ocasiones, disuadiría al empleador más liberal de contratar a determinadas personas para llevar a cabo ciertos cometidos. Pensemos, por ejemplo, en sí alguien estaría dispuesto a emplear a un cuidador para atender a su madre o a un empleado de hogar para cuidar de sus hijos sin haberle visto la cara, por muy acreditada que estuviera su experiencia en el sector de la dependencia.

            Con esto no quiero decir, desde luego, que los prejuicios sociales no estén presentes en el ámbito laboral, como, por otra parte, lo están en cualquier ámbito de la vida; pero, para evitar la discriminación, es necesario actuar sobre el origen del problema, combatiendo esos prejuicios a través, por ejemplo, de una educación adecuada, que ayude a hacer posible que personas de diferente extracción social, sexo o etnia, puedan disfrutar de las mismas oportunidades.

            Porqué, si no es así, ¿cómo se pretende evitar que esa discriminación surja en un momento posterior? ¿Proponiendo que los candidatos concurran a las entrevistas de trabajo embozados o haciendo uso de un distorsionador de voz? ¿Eludiendo a lo largo de todo el proceso de selección cualquier cuestión que, sin dejar de afectar a su ámbito personal, pudiera repercutir directamente sobre el desarrollo de una relación laboral o profesional?

            Por otra parte, en el Reino Unido, sin ir más lejos, las autoridades competentes se están planteando la posibilidad de multar con mil libras a las empresas que contraten a trabajadores no nacionales; medida que se compagina bastante mal con el supuesto intento de no discriminar a esos mismos trabajadores patrocinando el curriculum ciego. En este caso, no conocer la nacionalidad del candidato antes de contratarlo podría costarle a su empleador una sanción económica a la que, seguramente, preferirá no arriesgarse.


            Pero, explicado en abstracto y auspiciado desde un Ministerio, lo del curriculum ciego, como tantas otras iniciativas fraguadas siempre en el ámbito de lo políticamente correcto, a algunos les parecerá la bomba, y ay de aquellos que se atrevan a cuestionar estas u otras ocurrencias sin medir las consecuencias de sus palabras; porqué, eso sí, quien cuestiona este tipo de iniciativas puede tener la seguridad de que su opinión, expresada espontáneamente, corre el riesgo de pasar a formar parte de su curriculum y, además, podrá ser aireada y denostada a los cuatro vientos por cualquier defensor del anonimato curricular. Así que, a la hora de expresar estas o parecidas opiniones, mejor no dejar constancia del nombre, la fecha de nacimiento ni cualquier circunstancia que pueda conducir a nuestra identificación.

Enaltecimiento de la irrelevancia

            He sabido por la radio que el Ministerio Fiscal pide dos años de prisión para una joven universitaria que publicó en Twitter un par de chistes sobre la muerte de Carrero Blanco, víctima de un atentado terrorista. Hace un año, un juez de la Audiencia Nacional acordó prisión provisional sin fianza para dos titiriteros, en cuyo espectáculo se exhibía una pancarta con una leyenda alusiva a ETA, por enaltecimiento del terrorismo. Y, hoy mismo, el Tribunal Supremo ha anulado la absolución de la Audiencia Nacional al cantante del grupo Def con Dos por idéntico delito, con motivo de unos tuits publicados en la misma red social.
            También me he enterado de que, hace años, Tip y Coll bromearon sobre el hecho de que el atentado de Carrero Blanco le había supuesto el ascenso más rápido de su carrera; en esta ocasión sin mayores consecuencias, porque, por aquel entonces, no estaba tipificada dicha conducta en el Código Penal. Pero no tengo tan claro que, hoy en día, ese tipo de chascarrillo no les hubiera llevado ante una corte penal.
            Supongo que, a veces, los jueces se encuentran en la tesitura de aplicar normas que les pueden parecer injustas o irracionales, y no siempre debe ser fácil hacer que prevalezca el sentido común, sobre todo cuando uno se arriesga a que alguien emprenda acciones contra el que se separa del tenor literal de esas normas o el correspondiente órgano de gobierno, tan atento a estas cuestiones como distraído a la hora de adoptar otras medidas, pueden tomar alguna de carácter disciplinario para corregir determinados pronunciamientos; pero, en mi opinión, no hay norma que ampare ciertos desatinos.
            Cuando preparaba oposiciones a judicatura, estudié que el Derecho Penal era el último recurso, al que había que recurrir solo cuando fallaba el resto de mecanismos del ordenamiento jurídico para ordenar las conductas de los ciudadanos o reprimir los excesos que pudieran producirse en el ejercicio de un derecho. Pero parece que la tendencia en la actualidad es a criminalizar cualquier comportamiento que pueda considerarse incorrecto o contrario a determinadas sensibilidades.
            A mí me han contado chistes sobre Irene Villa que, divulgados a través de una red social, llevarían al Ministerio Público a tomar cartas en el asunto. Y, sin embargo, quien me los contaba no pretendía ni estaba enalteciendo ninguna conducta terrorista. Y a las pocas horas de producirse el atentado de las Torres Gemelas, Internet hervía con chistes sobre el 11-S, sin que tampoco se pretendiera con ello, al menos en la mayor parte de los casos, humillar a las víctimas.
            Enaltecer equivale a atribuir gran valor a una persona o cosa, y, en este sentido, todos los días se emiten programas de televisión que enaltecen personajes que merecerían cualquier cosa menos reconocimiento público, o justifican conductas reprobables ética, social o moralmente. Y lo peor de todo es que esos programas los ven niños y jóvenes que, animados por esa exaltación de la deslealtad, del oportunismo y la mala educación, pueden tomar ejemplo y reproducir patrones nocivos socialmente y potencialmente peligrosos tanto para el que los protagoniza como para el que los sufre.
            No digo yo que haya que meter en la cárcel a determinados contertulios, o censurar ciertas películas o series de televisión, pero no estaría de más poner el punto de mira en lo que realmente resulta dañino para la sociedad y puede corromper a quienes todavía no tienen suficiente discernimiento o han crecido en un ambiente que favorece la imitación de conductas aparentemente exitosas, pero muy poco constructivas, sobre todo ante la ausencia de modelos de conducta alternativos o el declive de determinadas virtudes.

            Mientras tanto, será mejor no compartir determinados chistes en las redes sociales y esperar que el sentido común prevalezca a la hora de diferenciar lo inocuo de lo verdaderamente nocivo, la irreverencia de la criminalidad y el humor negro del enaltecimiento de la violencia.

'Posibles conocidos'

            Desde la semana pasada tengo mi propio perfil de Facebook. Así que ya soy, oficialmente, un miembro de la aldea global, plenamente integrado en las redes sociales y con un muro que puedo llenar de fotografías, enlaces, videos y reseñas que espero que susciten la aprobación de mis amigos. Aunque, hasta la fecha, solo tengo cuatro, y todos de la familia.
            Mi mujer me ha dicho que puedo dirigir solicitudes de amistad a mis conocidos y, de esa manera, ampliar el círculo de contactos y seguidores. Pero todavía me resisto a hacerlo. No sé si por una especie de pudor o por temor a que mi solicitud sea rechazada o aceptada por compromiso. Al fin y al cabo, no tengo muy claro que personas con las que perdí el contacto hace tiempo, vayan a sentir interés por saber de mí, después de no tener noticias mías, en algunos casos, desde hace años.
            Pero, lo cierto es que Internet me da noticia constantemente de personas que ‘quizá’ conozca. Algunas parece haberlas sacado de la lista de contactos de mi teléfono móvil. Otras, creo que son amigos de mis amigos. Y, francamente, otros no tengo ni idea de cómo podría haber llegado a conocerlos, como no sea en otra vida o en un universo paralelo.
            Así, entre ese variopinto colectivo de posibles conocidos, me he encontrado con gente de otras razas, musulmanes, runners, músicos, bailarines, una drag queen, alguien disfrazado de Fiona (la novia de Shrek) y una tal ‘Doberman War’, que comparte su foto de perfil con un perro de esa raza en actitud manifiestamente agresiva.
            Pero la cosa dejó de parecerme tan divertida y empezó a inquietarme un poco más cuando en la foto de perfil de uno de mis ‘posibles’ conocidos, aparecían dos tipos, con cara de pocos amigos, exhibiendo sendos fusiles automáticos. Básicamente, porqué, aunque dudo mucho de que haya conocido o tenga la más remota posibilidad de conocer a esos tipos, que no han tenido otra ocurrencia que fotografiarse haciendo gala de algo tan poco constructivo como la tenencia (no sé si lícita o ilícita) de armas, por algún mecanismo inescrutable, la red me ha relacionado con ellos o los ha relacionado a ellos conmigo.
            Y no es que piense que alguien, ya sean las autoridades, la policía o un servicio de espionaje, puedan llegar a tener la sospecha de que yo me relaciono con portadores de armas, cuyas actividades y forma de ganarse la vida desconozco y no tengo ningún interés en conocer (aunque ahora que el presidente de los Estados Unidos se ha mostrado a favor de la tortura, habría que andarse con ojo, por si acaso), sino que dicha relación virtual me lleva a reflexionar sobre lo pequeño que es el mundo y lo cerca que estamos, en realidad, unos de otros.
            Una vez, oí confesar a Jordi Évole, a propósito de un programa sobre la violencia de género, su sorpresa ante las muestras de agradecimiento que había recibido de mujeres de su círculo de amistades, víctimas de maltrato, por haber abordado ese tema en su espacio televisivo, porque decía que nunca se habría imaginado que esas mujeres, de su círculo más íntimo, padecieran situaciones de violencia. Pero, en realidad, lo que me pareció leer entre líneas, fue su sorpresa ante el descubrimiento de que otros conocidos suyos pudieran ser sus maltratadores.
            Normalmente, este tipo de descubrimiento se produce en películas de suspense o thrillers psicológicos, que juegan al engaño con el espectador y, solo a última hora, muestran la cara del asesino; pero, en ocasiones, supongo es posible vislumbrar el drama o la tragedia en un entorno próximo, alejado de la ficción, en el que transcurre nuestra realidad cotidiana.

            Afortunadamente, en ese entorno próximo, sospecho que también hay personas bienintencionadas que, en circunstancias normales, no se atreverían a enseñarnos las fotos que cuelgan en su muro de Facebook, ni se expresan con la misma libertad, cara a cara, lo cual no deja de ser sorprendente. Porque la verdad es que sí, en nuestro día a día, nos esforzáramos en la misma medida para mostrar nuestro lado más amable, más culto o divertido, seguramente mejoraría nuestra percepción de los demás y la que los demás tienen de nosotros.