En un momento histórico marcado por la inestabilidad política y la crisis de la sociedad, en la que otra vez resuenan con fuerza los tambores de la guerra, el estoicismo ha vuelto y, si amigos, parece que ha vuelto para quedarse.
Y
es que viste mucho eso de ser un estoico y aceptar los embates del destino con
la templanza de un filósofo, de vuelta de las pasiones, el miedo y la
frustración, resiliente como un junco y capaz de sobreponerse a cualquier revés
de la fortuna.
Pero,
¿de verdad es estoicismo todo lo que reluce? me pregunto yo cuando escucho a
esa hornada de estoicos recién salida del microondas, con la apariencia de un
grupo de machotes con la piel bien dura, poseedores de un entendimiento
superior al del común de los mortales, incapaces de dejarse llevar por los
instintos, tolerantes a la frustración, con una voluntad forjada en los Montes
del Destino por un dios expulsado del Olimpo precisamente por estoico y andar
por ahí dando la tabarra con eso de la necesidad de domeñar las pasiones,
mientras otros se dedicaban a secuestrar doncellas transmutados en toros
blancos.
A
mí, personalmente, me encantaría ser un estoico e ir por ahí exudando
estoicismo, reconocer mis debilidades y aceptarme tal como soy. Pero, qué le
vamos a hacer. Soy un estoico hasta que suena el despertador, pierdo el
autobús, se me derrama el café o se me enfría la tostada, y hasta que, en cualquier otro
momento, me surge la posibilidad de ser un hedonista que persigue a toda
costa el placer y huye desordenadamente ante la amenaza del dolor más
soportable.
Lo
único que me hace intentar parecerme más a Marco Aurelio es no quedar mal ante
mis amigos, colegas y conocidos, y que me consideren un quejica y un
pusilánime, porque ver cómo se deteriora mi imagen y perder la consideración y
el respeto de los que todavía no saben cómo soy en realidad, me ocasionaría un
gran dolor, y ya se sabe que los hedonistas le tememos más al dolor que a una
vara verde.
Aunque,
bien pensado, no hay nada más resiliente que una vara verde, que permite azotar
a todo el que se resista a doblar el lomo, sin perder su flexibilidad ni correr
el riesgo de quebrarse.
No
obstante, ¿de qué sirve tanta resiliencia? Al final, si te vuelves resiliente
vas a seguir doblando el lomo toda tu vida y llegará un momento en el que ya no
haga falta una vara verde para que lo hagas, porque serás capaz de hacerlo por
propia voluntad. Y, con un poco de esfuerzo, tú mismo te habrás convertido en
una vara verde y podrás ir por ahí dando lecciones de estoicismo, fustigando a
tus semejantes y ayudándoles a convertirse a su vez en otros estoicos con
aspecto de varas verdes y así in saecula saeculorum. Amén.
A
pesar de todo, hay que reconocer que si todos fuéramos estoicos la vida sería
mucho más aburrida. A nadie le importaría ganar o perder, nadie criticaría a
los árbitros, (de hecho, la liga de fútbol se convertiría en un torneo amistoso
y los niños ya no querrían ser futbolistas, sino camareros o pinches de
cocina), los pobres seguirían siendo pobres, eso sí, pero a cambio no habría
que sofocar revoluciones sangrientas por la fuerza, la tasa de divorcios
descendería enormemente, no sería necesario un sistema de recursos y
desaparecería la segunda instancia judicial, el Tribunal Supremo sería un
órgano meramente consultivo, los jueces se dedicarían solo a poner sentencias y
podrían mandar a la cárcel a la gente o absolverla libremente sin ocupar
titulares al día siguiente en los periódicos, no habría aborto ni políticas de
género, pero tampoco discriminación por razón de sexo u orientación sexual, y
la oposición respetaría el resultado de las elecciones sin cuestionarse todos
los días la legitimidad del Gobierno, que deportaría a los inmigrantes (con o
sin papeles), podría congelar el salario mínimo o subir los impuestos a
voluntad, reforzar el sistema público de salud o desmantelarlo, y, lo que es
más importante, la paz reinaría en el mundo, porque se acabarían las guerras y
la gente abandonaría sus casas o sus ciudades y territorios pacíficamente y sin
oponer resistencia.