viernes, 19 de septiembre de 2025

Estoicos

            En un momento histórico marcado por la inestabilidad política y la crisis de la sociedad, en la que otra vez resuenan con fuerza los tambores de la guerra, el estoicismo ha vuelto y, si amigos, parece que ha vuelto para quedarse.

Y es que viste mucho eso de ser un estoico y aceptar los embates del destino con la templanza de un filósofo, de vuelta de las pasiones, el miedo y la frustración, resiliente como un junco y capaz de sobreponerse a cualquier revés de la fortuna.

Pero, ¿de verdad es estoicismo todo lo que reluce? me pregunto yo cuando escucho a esa hornada de estoicos recién salida del microondas, con la apariencia de un grupo de machotes con la piel bien dura, poseedores de un entendimiento superior al del común de los mortales, incapaces de dejarse llevar por los instintos, tolerantes a la frustración, con una voluntad forjada en los Montes del Destino por un dios expulsado del Olimpo precisamente por estoico y andar por ahí dando la tabarra con eso de la necesidad de domeñar las pasiones, mientras otros se dedicaban a secuestrar doncellas transmutados en toros blancos.

A mí, personalmente, me encantaría ser un estoico e ir por ahí exudando estoicismo, reconocer mis debilidades y aceptarme tal como soy. Pero, qué le vamos a hacer. Soy un estoico hasta que suena el despertador, pierdo el autobús, se me derrama el café o se me enfría la tostada, y hasta que, en cualquier otro momento, me surge la posibilidad de ser un hedonista que persigue a toda costa el placer y huye desordenadamente ante la amenaza del dolor más soportable.

Lo único que me hace intentar parecerme más a Marco Aurelio es no quedar mal ante mis amigos, colegas y conocidos, y que me consideren un quejica y un pusilánime, porque ver cómo se deteriora mi imagen y perder la consideración y el respeto de los que todavía no saben cómo soy en realidad, me ocasionaría un gran dolor, y ya se sabe que los hedonistas le tememos más al dolor que a una vara verde.

Aunque, bien pensado, no hay nada más resiliente que una vara verde, que permite azotar a todo el que se resista a doblar el lomo, sin perder su flexibilidad ni correr el riesgo de quebrarse.

No obstante, ¿de qué sirve tanta resiliencia? Al final, si te vuelves resiliente vas a seguir doblando el lomo toda tu vida y llegará un momento en el que ya no haga falta una vara verde para que lo hagas, porque serás capaz de hacerlo por propia voluntad. Y, con un poco de esfuerzo, tú mismo te habrás convertido en una vara verde y podrás ir por ahí dando lecciones de estoicismo, fustigando a tus semejantes y ayudándoles a convertirse a su vez en otros estoicos con aspecto de varas verdes y así in saecula saeculorum. Amén.

A pesar de todo, hay que reconocer que si todos fuéramos estoicos la vida sería mucho más aburrida. A nadie le importaría ganar o perder, nadie criticaría a los árbitros, (de hecho, la liga de fútbol se convertiría en un torneo amistoso y los niños ya no querrían ser futbolistas, sino camareros o pinches de cocina), los pobres seguirían siendo pobres, eso sí, pero a cambio no habría que sofocar revoluciones sangrientas por la fuerza, la tasa de divorcios descendería enormemente, no sería necesario un sistema de recursos y desaparecería la segunda instancia judicial, el Tribunal Supremo sería un órgano meramente consultivo, los jueces se dedicarían solo a poner sentencias y podrían mandar a la cárcel a la gente o absolverla libremente sin ocupar titulares al día siguiente en los periódicos, no habría aborto ni políticas de género, pero tampoco discriminación por razón de sexo u orientación sexual, y la oposición respetaría el resultado de las elecciones sin cuestionarse todos los días la legitimidad del Gobierno, que deportaría a los inmigrantes (con o sin papeles), podría congelar el salario mínimo o subir los impuestos a voluntad, reforzar el sistema público de salud o desmantelarlo, y, lo que es más importante, la paz reinaría en el mundo, porque se acabarían las guerras y la gente abandonaría sus casas o sus ciudades y territorios pacíficamente y sin oponer resistencia.

            Así que, después de pensarlo un poco, creo que estamos de enhorabuena, porque nada malo puede salir de todo esto y, aunque fuera de otra manera, nos iba a dar igual, que es de lo que se trata.

viernes, 22 de agosto de 2025

Menesterosos descalzos

 

No sé qué tienen los pobres, que le dan repelús a todos los que no lo son o incluso a quienes, siéndolo, no sé consideran tales. De ahí la necesidad de volverlos invisibles. Y es que es maravilloso vivir en una sociedad en la que todo el mundo va adecuadamente vestido y calzado. Y no porque impere el buen gusto y la elegancia, sino porque cada cual puede cubrir su desnudez sin llamar la atención y nadie va descalzo. Salvo en la playa, que es un lugar en el que la piel bronceada a conciencia ya no identifica a los que trabajan a pleno sol o duermen a la intemperie y, con sacudirse la arena, la planta de los pies luce otra vez lustrosa.

Pero, ay, de vez en cuando, afortunadamente no muy a menudo, algunos pobres irrumpen en las playas o hacen acto de presencia en una calle repleta de tiendas y cafeterías, o, de noche, intentan conciliar el sueño en el zaguán iluminado de una entidad financiera, a los pies de un cajero automático.

Y no sé puede evitar tropezar con ellos, con sus ropas andrajosas, los dedos negros de sus pies sujetando unas chanclas hechas girones, envueltos en una manta mugrosa, acurrucados en un soportal sobre un lecho de cartones, o empujando trabajosamente un carro de supermercado cargado hasta los topes de bolsas de plástico con todas sus tristes pertenencias rezumando miseria.

A propósito de esto, he leído la confesión de una periodista, progresista y defensora del estado del bienestar, que había dejado de coger el metro para no encontrarse con esos mendigos que proliferan en el transporte público. Y es verdad que no he visto a ningún pordiosero bajarse de un Uber y también que, en mi ciudad, a juzgar por el aspecto de sus usuarios, algunas líneas de autobús podrían tener su última parada en una favela de Río de Janeiro.

Lo malo es que para viajar a según que destinos no se puede coger un Uber o este no te lleva más allá de la terminal del aeropuerto. Y, últimamente, algunos aeropuertos se han llenado de indigentes. Esos mismos que, no hace tanto tiempo deambulaban, y todavía hoy deambulan, por los alrededores de las estaciones, en busca de una oportunidad para subirse a un tren o tratando de reunir el dinero suficiente para un billete de autobús que les permita emigrar a otro destino.

Y es que no es lo mismo viajar a Nueva Delhi para ver con nuestros propios ojos las miserias exóticas de otros y tomar conciencia de las desigualdades de este mundo material, que ver la pobreza acampando en el área de facturación del aeropuerto de tu ciudad antes incluso de hacer el check-in.

Aunque siempre se puede recluir a esa chusma en una planta poco transitada y así el problema, aunque no se soluciona, se vuelve menos visible y las compañías aéreas y los pobres pasajeros dejan de sentirse incomodados por los pobres de verdad y sus problemas personales de salud, higiene e integración, que también son problemas, pero no son nuestros problemas y, si sabemos mantenerlos a la distancia adecuada, no lo serán nunca.

Y es que, cuando alguien deja de ser pobre, empieza a incomodarle la pobreza que creía haber dejado atrás, pero que, si mira con atención, todavía puede reconocer asomándose por alguna esquina. Los que hemos sido pobres en el pasado tenemos la necesidad imperiosa de renegar de nuestra miserable historia familiar y apartar de nosotros a quienes no han conseguido escapar de la mugre y la fealdad que, como sabemos por propia experiencia, caracterizan la pobreza, o tratan de alcanzar esta tierra de promisión.

Será por eso que alguna gente, cuando va a la playa y se encuentra tranquilamente tomando el sol, si ve llegar una lancha cargada de menesterosos desembarcando a plena luz del día, salta como un resorte y corre a su encuentro, no para darles una manta y ofrecerles un trago de agua fresca, sino para tirarlos al suelo e inmovilizarlos antes de que se refugien en algún barrio miserable (que podría ser el suyo) o se atrincheren en la sala de espera de un aeropuerto.

Aunque, probablemente, la desesperación dibujada en el rostro de quien no tiene nada y corre para salvar su vida les hace temer por su propia suerte y encontrarse a esa gente en su propia playa también les hace conscientes de que, en realidad, siguen siendo unos pobres, porque, de lo contrario, estarían en otra playa a la que no arribarían embarcaciones de desesperados y, si llegara alguna, alguien a sueldo inmovilizaría a esa hueste famélica sin que ellos tuvieran que mover un dedo.

Y otro tanto sucede con la sanidad pública. Basta con pasar un par de horas en la sala de urgencias de un hospital para ser consciente de lo pobre que es uno. Solo hace falta mirar en derredor para identificar a todos esos viejos conocidos, miembros de la clase social a la que seguimos perteneciendo, hacinados unos junto a otros a la espera de ser atendidos en unas consultas minúsculas, o penando tumbados en unas camillas que ofrecen un aspecto calamitoso, rodeados de inmigrantes, respirando el mismo aire viciado, presas de la misma incertidumbre.

Será por eso que a la gente le ha dado por hacerse un seguro privado. Para fabricarse una ficción en la que clínicas privadas les abren sus puertas de par en par y esbeltas enfermeras y médicos de ojos azules les extirpan el páncreas entre sonrisas y gestos cariñosos, capaces de mitigar el dolor más agudo, mientras los pobres de verdad agonizan en la sanidad pública y se mueren en una residencia de ancianos porque para ellos no había sitio en los hospitales privados.

Debe de ser maravilloso no ser pobre, viajar en avión privado hasta playas desiertas donde sirvientes con sonrisa de marfil te rinden pleitesía sin pedir nada a cambio, y alojarse en hoteles de cinco estrellas en los que el aire acondicionado refresca las noches tropicales más sofocantes, vivir en un barrio opulento y comer en restaurantes de cuatro tenedores, tener un seguro privado que te garantice un trasplante de cualquier órgano sin listas de espera y poder viajar de vez en cuando al espacio para ver lo hermoso que es este planeta.

Pero ser pobre tampoco está tan mal. Puedes viajar en transporte público sin que nadie te mire raro, dormir en un aeropuerto porque tu vuelo ha sido cancelado o porque no tienes donde pasar la noche y así conocer a otros pobres como tú. Engrosar las listas de espera de la sanidad pública o pagar una póliza que te garantice que no vas a encontrarte con otros más pobres que tú, hasta que te deriven al sistema público de salud si la cosa se pone seria o tu póliza no da más de sí. Y veranear en playas en las que puedes ayudar a otros pobres a llegar cuanto antes a un centro de internamiento.