No
sé qué tienen los pobres, que le dan repelús a todos los que no lo son o
incluso a quienes, siéndolo, no sé consideran tales. De ahí la necesidad de
volverlos invisibles. Y es que es maravilloso vivir en una sociedad en la que
todo el mundo va adecuadamente vestido y calzado. Y no porque impere el buen
gusto y la elegancia, sino porque cada cual puede cubrir su desnudez sin llamar
la atención y nadie va descalzo. Salvo en la playa, que es un lugar en el que
la piel bronceada a conciencia ya no identifica a los que trabajan a pleno sol
o duermen a la intemperie y, con sacudirse la arena, la planta de los pies luce
otra vez lustrosa.
Pero,
ay, de vez en cuando, afortunadamente no muy a menudo, algunos pobres irrumpen
en las playas o hacen acto de presencia en una calle repleta de tiendas y
cafeterías, o, de noche, intentan conciliar el sueño en el zaguán iluminado de
una entidad financiera, a los pies de un cajero automático.
Y
no sé puede evitar tropezar con ellos, con sus ropas andrajosas, los dedos
negros de sus pies sujetando unas chanclas hechas girones, envueltos en una
manta mugrosa, acurrucados en un soportal sobre un lecho de cartones, o
empujando trabajosamente un carro de supermercado cargado hasta los topes de
bolsas de plástico con todas sus tristes pertenencias rezumando miseria.
A
propósito de esto, he leído la confesión de una periodista, progresista y
defensora del estado del bienestar, que había dejado de coger el metro para no
encontrarse con esos mendigos que proliferan en el transporte público. Y es
verdad que no he visto a ningún pordiosero bajarse de un Uber y también que, en
mi ciudad, a juzgar por el aspecto de sus usuarios, algunas líneas de autobús
podrían tener su última parada en una favela de Río de Janeiro.
Lo
malo es que para viajar a según que destinos no se puede coger un Uber o este
no te lleva más allá de la terminal del aeropuerto. Y, últimamente, algunos
aeropuertos se han llenado de indigentes. Esos mismos que, no hace tanto tiempo
deambulaban, y todavía hoy deambulan, por los alrededores de las estaciones, en
busca de una oportunidad para subirse a un tren o tratando de reunir el dinero
suficiente para un billete de autobús que les permita emigrar a otro destino.
Y
es que no es lo mismo viajar a Nueva Delhi para ver con nuestros propios ojos
las miserias exóticas de otros y tomar conciencia de las desigualdades de este
mundo material, que ver la pobreza acampando en el área de facturación del
aeropuerto de tu ciudad antes incluso de hacer el check-in.
Aunque
siempre se puede recluir a esa chusma en una planta poco transitada y así el
problema, aunque no se soluciona, se vuelve menos visible y las compañías
aéreas y los pobres pasajeros dejan de sentirse incomodados por los pobres de
verdad y sus problemas personales de salud, higiene e integración, que también
son problemas, pero no son nuestros problemas y, si sabemos mantenerlos a la
distancia adecuada, no lo serán nunca.
Y
es que, cuando alguien deja de ser pobre, empieza a incomodarle la pobreza que
creía haber dejado atrás, pero que, si mira con atención, todavía puede
reconocer asomándose por alguna esquina. Los que hemos sido pobres en el pasado
tenemos la necesidad imperiosa de renegar de nuestra miserable historia
familiar y apartar de nosotros a quienes no han conseguido escapar de la mugre
y la fealdad que, como sabemos por propia experiencia, caracterizan la pobreza,
o tratan de alcanzar esta tierra de promisión.
Será
por eso que alguna gente, cuando va a la playa y se encuentra tranquilamente
tomando el sol, si ve llegar una lancha cargada de menesterosos desembarcando a
plena luz del día, salta como un resorte y corre a su encuentro, no para darles
una manta y ofrecerles un trago de agua fresca, sino para tirarlos al suelo e
inmovilizarlos antes de que se refugien en algún barrio miserable (que podría
ser el suyo) o se atrincheren en la sala de espera de un aeropuerto.
Aunque,
probablemente, la desesperación dibujada en el rostro de quien no tiene nada y
corre para salvar su vida les hace temer por su propia suerte y encontrarse a
esa gente en su propia playa también les hace conscientes de que, en realidad,
siguen siendo unos pobres, porque, de lo contrario, estarían en otra playa a la
que no arribarían embarcaciones de desesperados y, si llegara alguna, alguien a
sueldo inmovilizaría a esa hueste famélica sin que ellos tuvieran que mover un
dedo.
Y
otro tanto sucede con la sanidad pública. Basta con pasar un par de horas en la
sala de urgencias de un hospital para ser consciente de lo pobre que es uno.
Solo hace falta mirar en derredor para identificar a todos esos viejos
conocidos, miembros de la clase social a la que seguimos perteneciendo,
hacinados unos junto a otros a la espera de ser atendidos en unas consultas
minúsculas, o penando tumbados en unas camillas que ofrecen un aspecto
calamitoso, rodeados de inmigrantes, respirando el mismo aire viciado, presas
de la misma incertidumbre.
Será
por eso que a la gente le ha dado por hacerse un seguro privado. Para
fabricarse una ficción en la que clínicas privadas les abren sus puertas de par
en par y esbeltas enfermeras y médicos de ojos azules les extirpan el páncreas
entre sonrisas y gestos cariñosos, capaces de mitigar el dolor más agudo,
mientras los pobres de verdad agonizan en la sanidad pública y se mueren en una
residencia de ancianos porque para ellos no había sitio en los hospitales
privados.
Debe
de ser maravilloso no ser pobre, viajar en avión privado hasta playas desiertas
donde sirvientes con sonrisa de marfil te rinden pleitesía sin pedir nada a
cambio, y alojarse en hoteles de cinco estrellas en los que el aire
acondicionado refresca las noches tropicales más sofocantes, vivir en un barrio
opulento y comer en restaurantes de cuatro tenedores, tener un seguro privado
que te garantice un trasplante de cualquier órgano sin listas de espera y poder
viajar de vez en cuando al espacio para ver lo hermoso que es este planeta.
Pero
ser pobre tampoco está tan mal. Puedes viajar en transporte público sin que
nadie te mire raro, dormir en un aeropuerto porque tu vuelo ha sido cancelado o
porque no tienes donde pasar la noche y así conocer a otros pobres como tú.
Engrosar las listas de espera de la sanidad pública o pagar una póliza que te
garantice que no vas a encontrarte con otros más pobres que tú, hasta que te
deriven al sistema público de salud si la cosa se pone seria o tu póliza no da
más de sí. Y veranear en playas en las que puedes ayudar a otros pobres a
llegar cuanto antes a un centro de internamiento.
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