Recientemente
he visto una película que transcurre en un mundo distópico en el que los seres
humanos nacen con una esperanza de vida que no supera los veintiséis años.
Tienen un desarrollo normal hasta que cumplen los veinticinco y, a partir de
ese momento, se pone en funcionamiento una especie de temporizador interno que
se detendrá fatalmente a los 365 días, momento en el que, si no han conseguido
sumar tiempo extra a su contador vital, perecerán de forma inevitable. Para
conseguir un efecto más dramático, en la piel del antebrazo derecho de los
personajes aparecen tatuados unos dígitos que se vuelven fluorescentes en el
momento de iniciarse la cuenta atrás y que les van informando del tiempo
restante que les queda de vida.
La
única contrapartida positiva es que, si consiguen sobrevivir a ese año de
prórroga vital, no envejecerán y su aspecto físico seguirá siendo el mismo por
mucho tiempo que lleguen a acumular en la cuenta de sus años de vida. Es decir
que, en la película, los seres humanos parece que hubieran firmado un pacto
chungo con el diablo, al estilo de Dorian Gray, pero sin tener la prudencia de haber
leído la letra pequeña. De forma que nadie guarda un retrato en su trastero que
refleje su verdadera edad pero, a cambio, tiene grabada en la piel una cuenta
atrás que le apremia a ganar tiempo al precio que sea para poder sobrevivir.
Y
se puede ganar tiempo de varias maneras. La más usual es hacerlo trabajando,
aunque los empleos son precarios y están mal retribuidos, de forma que el
salario, que se paga en tiempo, solo da para ir tirando. También se puede
recurrir al juego, aunque a riesgo de que un revés de la fortuna deje tu
contador a cero. Por supuesto, hay delincuentes que roban el tiempo a los demás
y, por último, existe la posibilidad de acudir a la beneficencia, aunque esta
carece de los recursos necesarios para atender la demanda de los más
desfavorecidos.
Pero
el verdadero problema es que todo el tiempo que se gana o se obtiene por el
medio que sea, debe emplearse para pagar cualquier servicio, ya sean las
facturas de la luz o del gas, la cuenta de un restaurante, el billete del
autobús o la máquina del café. No hay otra forma de pagar porque el dinero no
existe y todas las transacciones se realizan en tiempo. Así que todo el mundo
debe llevar sus cuentas con mucho cuidado para evitar morirse por causa de no
poder afrontar sus deudas y no es extraño encontrarse por la mañana en mitad de
la calle cuerpos sin vida derrumbados sobre el pavimento con la apariencia de
jóvenes en la plenitud de la vida.
El
protagonista, que vive en una especie de gueto y trabaja en una fábrica a
cambio de un sueldo miserable, después de un encuentro casual con alguien que
acumulaba en su muñeca un saldo de más de un siglo de vida, pierde a su madre,
una joven de aspecto radiante, de forma dramática como consecuencia de la
subida inesperada del precio del autobús que la llevaba de vuelta a casa desde
su trabajo, y decide viajar fuera de su distrito, en busca de la gente que,
cómo el hombre que la noche anterior se había cruzado en su camino, parece
vivir despreocupada por el vencimiento de los pagos que tiene pendientes de
afrontar.
Para
ello, tendrá que hacer frente a las tarifas de sucesivos peajes lejos del
alcance de cualquiera de los habitantes del gueto, y una vez haya accedido al
distrito de las clases privilegiadas descubrirá que su forma apresurada de
conducirse delata su extracción social porque allí nadie tiene le necesidad de
ir corriendo a ninguna parte y, al cabo del tiempo, y después de convertirse en
un ladrón de bancos de tiempo y dedicarse a repartirlo entre los más humildes, terminará
dándose cuenta de que su gesto altruista no sirve para nada porque los precios
suben en función del tiempo del que la gente puede disponer en cada momento, de
forma que los desesperados están condenados a vivir angustiados el resto de su
existencia.
La
película, a pesar de algunas concesiones al romance entre chico de barrio y
joven de clase alta, me parece interesante en su planteamiento por proponer
algunas analogías con la sociedad actual, en la que, aunque percibamos nuestras
gratificaciones en dinero y paguemos las facturas con esa misma moneda, en
realidad lo que ponemos a disposición de quien nos contrata es, básicamente,
nuestro precioso y limitado tiempo, salvo que una extracción social
privilegiada nos permita disponer de todo el tiempo del mundo sin tener que trabajar.
Y, al fin y al cabo, si para conseguir ese dinero entregamos a cambio nuestro
tiempo, lo que estamos haciendo es pagar con tiempo.
Además,
nuestra forma apresurada de vivir, la necesidad de no perder ni un minuto, en
nuestro intento de rentabilizar cada hora del día, la precariedad de los
empleos, la división de las ciudades en distritos a los que se accede en
función de la clase a la que se pertenece y el hecho de tener que pagar un alto
peaje para progresar en la escala social, además de la promesa, si aceptamos el
pacto que se nos ofrece, de conservar un aspecto lozano el resto de nuestra
miserable vida, hacen que el largometraje nos ofrezca interesantes paralelismos
con el mundo en el que vivimos. Y también en el aspecto más desalentador, el
hecho de que, pase lo que pase, por mucho tiempo que consigamos ganar, el
precio de lo que necesitamos se incrementará siempre por encima de nuestras
posibilidades.
El guión, además, tiene un guiño perverso hacia los empleados públicos,
retratados en la figura de una especie de inspector del tiempo, un abnegado
agente de ley con más de cincuenta años de servicio, cuyo sueldo, como a muchos
de sus conciudadanos, tan solo le permite pagar las facturas y que, para poder
culminar un operativo policial con éxito, necesita pedir un anticipo sobre la
nómina.
Y,
después de ver la película, he empezado a pensar que llevo toda la vida
entregando mi tiempo para poder pagar letras, facturas y billetes de autobús;
y, al mismo tiempo, tratando de conseguir más tiempo para poder tomarme un café
tranquilamente, comer en un restaurante de moda o irme de vacaciones a la costa
amalfitana. Y, todo este tiempo, el dinero ha sido un mero intermediario, una
divisa por la que cambiar las horas de mi jornada laboral, dado que el trabajo
es mi única fuente de sustento, ya que no pertenezco a una clase privilegiada,
nunca he confiado mi destino a los juegos de azar y todavía no he sucumbido a
la tentación de desvalijar a los más poderosos para disfrutar del tiempo que
ellos despilfarran alegremente. De facto, muchas veces, como celoso servidor de
lo público que soy, he invertido más tiempo del que estaba obligado a poner a
disposición de la administración para la que trabajo con el único objeto de
culminar con éxito una tarea que no me incumbía personalmente, aun sabiendo que
esa entrega desinteresada de mi tiempo nunca me sería reembolsada.
Sin embargo, cada
mañana constato ante el espejo que, a diferencia de los protagonistas de la
película, mi cuerpo si envejece, con lo cual puede llegar un día en que me
convierta en un ancianito apresurado corriendo por la calle para llegar a
tiempo a una vista oral. Así que también estoy barajando la posibilidad de
renunciar a todo lo superfluo y dejar de entregar más tiempo del imprescindible
a mi empresa, dado que la experiencia me ha demostrado que cuánto más tiempo se
entrega, aunque sea a cambio de mayores sumas de dinero, inexplicablemente, de
menos tiempo se dispone. Y, si acaso, firmar un pacto con el diablo y dejar que
mi retrato se pudra en el sótano mientras yo me dedico a contar las horas del
día. Aunque me temo que la tentación de echarle un vistazo de vez en cuando y
saber que me iba a terminar muriendo de todos modos igual me impediría
disfrutar de la experiencia.
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