viernes, 13 de mayo de 2022

Esclavos del tiempo

 

            Recientemente he visto una película que transcurre en un mundo distópico en el que los seres humanos nacen con una esperanza de vida que no supera los veintiséis años. Tienen un desarrollo normal hasta que cumplen los veinticinco y, a partir de ese momento, se pone en funcionamiento una especie de temporizador interno que se detendrá fatalmente a los 365 días, momento en el que, si no han conseguido sumar tiempo extra a su contador vital, perecerán de forma inevitable. Para conseguir un efecto más dramático, en la piel del antebrazo derecho de los personajes aparecen tatuados unos dígitos que se vuelven fluorescentes en el momento de iniciarse la cuenta atrás y que les van informando del tiempo restante que les queda de vida.

            La única contrapartida positiva es que, si consiguen sobrevivir a ese año de prórroga vital, no envejecerán y su aspecto físico seguirá siendo el mismo por mucho tiempo que lleguen a acumular en la cuenta de sus años de vida. Es decir que, en la película, los seres humanos parece que hubieran firmado un pacto chungo con el diablo, al estilo de Dorian Gray, pero sin tener la prudencia de haber leído la letra pequeña. De forma que nadie guarda un retrato en su trastero que refleje su verdadera edad pero, a cambio, tiene grabada en la piel una cuenta atrás que le apremia a ganar tiempo al precio que sea para poder sobrevivir.

            Y se puede ganar tiempo de varias maneras. La más usual es hacerlo trabajando, aunque los empleos son precarios y están mal retribuidos, de forma que el salario, que se paga en tiempo, solo da para ir tirando. También se puede recurrir al juego, aunque a riesgo de que un revés de la fortuna deje tu contador a cero. Por supuesto, hay delincuentes que roban el tiempo a los demás y, por último, existe la posibilidad de acudir a la beneficencia, aunque esta carece de los recursos necesarios para atender la demanda de los más desfavorecidos.

            Pero el verdadero problema es que todo el tiempo que se gana o se obtiene por el medio que sea, debe emplearse para pagar cualquier servicio, ya sean las facturas de la luz o del gas, la cuenta de un restaurante, el billete del autobús o la máquina del café. No hay otra forma de pagar porque el dinero no existe y todas las transacciones se realizan en tiempo. Así que todo el mundo debe llevar sus cuentas con mucho cuidado para evitar morirse por causa de no poder afrontar sus deudas y no es extraño encontrarse por la mañana en mitad de la calle cuerpos sin vida derrumbados sobre el pavimento con la apariencia de jóvenes en la plenitud de la vida.

            El protagonista, que vive en una especie de gueto y trabaja en una fábrica a cambio de un sueldo miserable, después de un encuentro casual con alguien que acumulaba en su muñeca un saldo de más de un siglo de vida, pierde a su madre, una joven de aspecto radiante, de forma dramática como consecuencia de la subida inesperada del precio del autobús que la llevaba de vuelta a casa desde su trabajo, y decide viajar fuera de su distrito, en busca de la gente que, cómo el hombre que la noche anterior se había cruzado en su camino, parece vivir despreocupada por el vencimiento de los pagos que tiene pendientes de afrontar.

            Para ello, tendrá que hacer frente a las tarifas de sucesivos peajes lejos del alcance de cualquiera de los habitantes del gueto, y una vez haya accedido al distrito de las clases privilegiadas descubrirá que su forma apresurada de conducirse delata su extracción social porque allí nadie tiene le necesidad de ir corriendo a ninguna parte y, al cabo del tiempo, y después de convertirse en un ladrón de bancos de tiempo y dedicarse a repartirlo entre los más humildes, terminará dándose cuenta de que su gesto altruista no sirve para nada porque los precios suben en función del tiempo del que la gente puede disponer en cada momento, de forma que los desesperados están condenados a vivir angustiados el resto de su existencia.

            La película, a pesar de algunas concesiones al romance entre chico de barrio y joven de clase alta, me parece interesante en su planteamiento por proponer algunas analogías con la sociedad actual, en la que, aunque percibamos nuestras gratificaciones en dinero y paguemos las facturas con esa misma moneda, en realidad lo que ponemos a disposición de quien nos contrata es, básicamente, nuestro precioso y limitado tiempo, salvo que una extracción social privilegiada nos permita disponer de todo el tiempo del mundo sin tener que trabajar. Y, al fin y al cabo, si para conseguir ese dinero entregamos a cambio nuestro tiempo, lo que estamos haciendo es pagar con tiempo.

            Además, nuestra forma apresurada de vivir, la necesidad de no perder ni un minuto, en nuestro intento de rentabilizar cada hora del día, la precariedad de los empleos, la división de las ciudades en distritos a los que se accede en función de la clase a la que se pertenece y el hecho de tener que pagar un alto peaje para progresar en la escala social, además de la promesa, si aceptamos el pacto que se nos ofrece, de conservar un aspecto lozano el resto de nuestra miserable vida, hacen que el largometraje nos ofrezca interesantes paralelismos con el mundo en el que vivimos. Y también en el aspecto más desalentador, el hecho de que, pase lo que pase, por mucho tiempo que consigamos ganar, el precio de lo que necesitamos se incrementará siempre por encima de nuestras posibilidades.

            El guión, además, tiene un guiño perverso hacia los empleados públicos, retratados en la figura de una especie de inspector del tiempo, un abnegado agente de ley con más de cincuenta años de servicio, cuyo sueldo, como a muchos de sus conciudadanos, tan solo le permite pagar las facturas y que, para poder culminar un operativo policial con éxito, necesita pedir un anticipo sobre la nómina.

            Y, después de ver la película, he empezado a pensar que llevo toda la vida entregando mi tiempo para poder pagar letras, facturas y billetes de autobús; y, al mismo tiempo, tratando de conseguir más tiempo para poder tomarme un café tranquilamente, comer en un restaurante de moda o irme de vacaciones a la costa amalfitana. Y, todo este tiempo, el dinero ha sido un mero intermediario, una divisa por la que cambiar las horas de mi jornada laboral, dado que el trabajo es mi única fuente de sustento, ya que no pertenezco a una clase privilegiada, nunca he confiado mi destino a los juegos de azar y todavía no he sucumbido a la tentación de desvalijar a los más poderosos para disfrutar del tiempo que ellos despilfarran alegremente. De facto, muchas veces, como celoso servidor de lo público que soy, he invertido más tiempo del que estaba obligado a poner a disposición de la administración para la que trabajo con el único objeto de culminar con éxito una tarea que no me incumbía personalmente, aun sabiendo que esa entrega desinteresada de mi tiempo nunca me sería reembolsada.

Sin embargo, cada mañana constato ante el espejo que, a diferencia de los protagonistas de la película, mi cuerpo si envejece, con lo cual puede llegar un día en que me convierta en un ancianito apresurado corriendo por la calle para llegar a tiempo a una vista oral. Así que también estoy barajando la posibilidad de renunciar a todo lo superfluo y dejar de entregar más tiempo del imprescindible a mi empresa, dado que la experiencia me ha demostrado que cuánto más tiempo se entrega, aunque sea a cambio de mayores sumas de dinero, inexplicablemente, de menos tiempo se dispone. Y, si acaso, firmar un pacto con el diablo y dejar que mi retrato se pudra en el sótano mientras yo me dedico a contar las horas del día. Aunque me temo que la tentación de echarle un vistazo de vez en cuando y saber que me iba a terminar muriendo de todos modos igual me impediría disfrutar de la experiencia.

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