domingo, 15 de septiembre de 2024

El viaje a ninguna parte

 

¿A quién no le apetece irse de viaje? Viajar nos hace crecer como personas, nos permite escapar de la rutina, conocer países, ampliar nuestro horizonte vital, traspasar fronteras, y no sólo geográficas. Ya lo dijo Unamuno, el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando. Así que, si lees y además viajas a menudo, estás vacunado contra cualquiera de estas lacras. Y, por eso, ahora que todo el mundo viaja, la xenofobia tiene los días contados. O tal vez no, porque, si eso fuera así, no se explica que pueblos tan viajados como, por ejemplo, el británico hayan sometido a medio planeta y discriminado a la otra mitad.

Pero no es esa la cuestión que me interesaba abordar, sino la del concepto mismo de viaje o, más bien, dilucidar en qué consiste eso de viajar. Porque hoy en día viajar está al alcance de cualquiera. Basta con coger un avión y plantarse en un lugar más o menos remoto, hacerse un selfie en el sitio más emblemático o más pintoresco y compartirlo en Instagram (si no, es cómo si no hubieras estado).

No obstante, en mi propio imaginario, la idea de viajar permanece asociada a la incertidumbre, el riesgo y las incomodidades. Y, cuando pienso en un viaje, se me cruzan por la imaginación barcos zarandeados por una mar gruesa buscando refugio en un puerto lejano o una ensenada sin nombre, sorprendidos por la tormenta cuando transitaban por la ruta de las especias. O el silbido lúgubre de una locomotora atravesando un paisaje estepario en mitad de la noche entre manadas de caballos salvajes. O las hélices de un hidroavión sobrevolando un curso de aguas turbias y una selva frondosa en los que acechan moradores invisibles y depredadores de pelaje nebuloso y afilada dentadura, donde feroces mosquitos se juntan al atardecer en nubes compactas para provocar la fiebre y el delirio de los incautos.

Supongo que todo eso es historia. Y que la mayor incomodidad a la que se puede enfrentar un viajero de nuestros días es la que produce el hecho de que su vuelo se retrase, obligándolo a permanecer más tiempo del deseado en un aeropuerto abarrotado de turistas, pero sin exponerse al riesgo de contraer la malaria. Luego está el servicio de habitaciones del hotel contratado con semanas de antelación o que el apartamento de Airbnb no esté a la altura de sus expectativas. Pero, en ese caso, siempre puede uno desquitarse con una mala reseña y marcharse tan campante.

Así que los verdaderos viajeros han optado por buscar lugares más recónditos y tratar, por ejemplo, de escalar el Himalaya, aunque no puedan dejar ninguna reseña sobre el olor a excrementos que inflama el aire del campamento base y, cómo mucho, contribuir con su propio aporte orgánico a que otros puedan saborear la misma experiencia en el futuro.

Y aquellos que, en vez de en las alturas, prefieran quedarse sin oxígeno en las profundidades del mar océano, también pueden explorar los restos del Titanic, aunque sea a riesgo de implosionar si a la diferencia de presión le da por hacer una de las suyas. Y es que aquello de citius, altius, fortius, debería ser el lema de las nuevas agencias de viajes.

Por otra parte, creo que estamos saturados de imágenes que la experiencia real no puede superar. Por eso, a veces, la gente se siente defraudada cuando viaja a los confines del mundo conocido y lo que ven sus ojos no consigue igualar las fotografías de Instagram, los vídeos a vista de pájaro de YouTube, tomados desde un dron, y ni tan siquiera los documentales de la 2. Y luego está el calor, o el frío, la humedad, los (malos) olores, el ruido y los mosquitos. Y, sobre todo, esa turbamulta de viajeros con sus bermudas, sus camisetas, sus gorras de colores, sus botellas de agua, sus bastones de trekking, sus palos de selfie y su cháchara insufrible.

Entonces, huyendo de esa experiencia frustrante, tratamos de refugiarnos en hoteles exclusivos, donde el glamour pueda embriagarnos, y cuanto más caro es nuestro alojamiento, más cutres sus huéspedes. Septuagenarios británicos con sus sempiternas mochilas y sus rostros macilentos, o japoneses disfrazados de occidentales decadentes arrastrando sus trolley por medio mundo.

O sea que, buscando una experiencia única, se puede terminar  encontrando una única experiencia, con independencia del lugar que decidamos visitar.

Además, hoy mismo me he enterado de que un nuevo estudio ha desvelado que eso de viajar se ha convertido en una inesperada fuente de la juventud, y de que "las experiencias de viaje positivas podrían ayudar a mantener un estado de baja entropía"(?), y es que, entre las principales ventajas de viajar, se encuentra la exploración de nuevos entornos, la participación en actividades físicas, la interacción social y la promoción de emociones positivas.

Y, seguramente, esto no tenga nada que ver con el poder adquisitivo y la clase social a la que pertenezca el viajero en cuestión. Así que, tengo malas noticias, y es que esa turbamulta de anglosajones y asiáticos que nos visitan cada año, si no  termina implosionando, va a vivir eternamente y terminará dejando una huella indeleble en nuestras ciudades a fuerza de desgastar las aceras con las ruedas de sus trolley.

Pero yo he decidido recuperar el espíritu de los viajeros de antaño y ya tengo decidido mi próximo destino. Se trata de la localidad noruega de Longyearbyen, en el archipiélago de Svalbard, a 78 grados de latitud norte, con una temperatura media anual de -6,7 grados centígrados, cuyos residentes, de más de cincuenta nacionalidades conviven pacíficamente bajo el sol de medianoche.

Y tendré que hacerlo pronto porque, a pesar de que sus construcciones se levantan sobre pilotes para evitar el derretimiento del permafrost, los efectos del cambio climático están provocando avalanchas cada vez más frecuentes, con lo que se corre el riesgo de que los cuerpos de los fallecidos por la pandemia de gripe en 1918, que no se han descompuesto, y aun podrían albergar cepas vivas, congeladas, del virus, queden al descubierto.

Hasta que eso suceda, tan sólo tendría que llevar un rifle conmigo cuando decida salir de la ciudad (es ilegal no hacerlo) ante la posibilidad de encontrarme con un oso polar o con alguno de los perros de Odín o, más probablemente, con un inglés con sus bastones de trekking, haciéndose un selfie.

Y, si la cosa se tuerce en el resto del planeta mientras me encuentro de vacaciones, todavía me quedaría la oportunidad de emprender un último viaje, después de llenarme las alforjas en la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, que casualmente se encuentra en en el archipiélago de Svalbard, y que almacena duplicados de semillas de todo el mundo como salvaguarda de la biodiversidad global. Y recorrer el sendero de regreso deteniéndome de vez en cuando para hacer un agujero en la tierra,  devolverle lo que es suyo y seguir mi camino bajo las luces del Norte.

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