¿A quién no le apetece irse de viaje?
Viajar nos hace crecer como personas, nos permite escapar de la rutina, conocer
países, ampliar nuestro horizonte vital, traspasar fronteras, y no sólo
geográficas. Ya lo dijo Unamuno, el fascismo se cura leyendo y el racismo
viajando. Así que, si lees y además viajas a menudo, estás vacunado contra
cualquiera de estas lacras. Y, por eso, ahora que todo el mundo viaja, la
xenofobia tiene los días contados. O tal vez no, porque, si eso fuera así, no
se explica que pueblos tan viajados como, por ejemplo, el británico hayan
sometido a medio planeta y discriminado a la otra mitad.
Pero no es esa la cuestión que me
interesaba abordar, sino la del concepto mismo de viaje o, más bien, dilucidar
en qué consiste eso de viajar. Porque hoy en día viajar está al alcance de
cualquiera. Basta con coger un avión y plantarse en un lugar más o menos remoto,
hacerse un selfie en el sitio más
emblemático o más pintoresco y compartirlo en Instagram (si no, es cómo si no hubieras estado).
No obstante, en mi propio imaginario, la
idea de viajar permanece asociada a la incertidumbre, el riesgo y las incomodidades.
Y, cuando pienso en un viaje, se me cruzan por la imaginación barcos
zarandeados por una mar gruesa buscando refugio en un puerto lejano o una
ensenada sin nombre, sorprendidos por la tormenta cuando transitaban por la
ruta de las especias. O el silbido lúgubre de una locomotora atravesando un
paisaje estepario en mitad de la noche entre manadas de caballos salvajes. O
las hélices de un hidroavión sobrevolando un curso de aguas turbias y una selva
frondosa en los que acechan moradores invisibles y depredadores de pelaje
nebuloso y afilada dentadura, donde feroces mosquitos se juntan al atardecer en
nubes compactas para provocar la fiebre y el delirio de los incautos.
Supongo que todo eso es historia. Y que la
mayor incomodidad a la que se puede enfrentar un viajero de nuestros días es la
que produce el hecho de que su vuelo se retrase, obligándolo a permanecer más
tiempo del deseado en un aeropuerto abarrotado de turistas, pero sin exponerse
al riesgo de contraer la malaria. Luego está el servicio de habitaciones del
hotel contratado con semanas de antelación o que el apartamento de Airbnb no esté a la altura de sus
expectativas. Pero, en ese caso, siempre puede uno desquitarse con una mala
reseña y marcharse tan campante.
Así que los verdaderos viajeros han optado
por buscar lugares más recónditos y tratar, por ejemplo, de escalar el
Himalaya, aunque no puedan dejar ninguna reseña sobre el olor a excrementos que
inflama el aire del campamento base y, cómo mucho, contribuir con su propio
aporte orgánico a que otros puedan saborear la misma experiencia en el futuro.
Y aquellos que, en vez de en las alturas,
prefieran quedarse sin oxígeno en las profundidades del mar océano, también
pueden explorar los restos del Titanic,
aunque sea a riesgo de implosionar si a la diferencia de presión le da por
hacer una de las suyas. Y es que aquello de citius,
altius, fortius, debería ser el lema de las nuevas agencias de viajes.
Por otra parte, creo que estamos saturados
de imágenes que la experiencia real no puede superar. Por eso, a veces, la
gente se siente defraudada cuando viaja a los confines del mundo conocido y lo
que ven sus ojos no consigue igualar las fotografías de Instagram, los vídeos a
vista de pájaro de YouTube, tomados desde un dron, y ni tan siquiera los
documentales de la 2. Y luego está el calor, o el frío, la humedad, los (malos)
olores, el ruido y los mosquitos. Y, sobre todo, esa turbamulta de viajeros con
sus bermudas, sus camisetas, sus gorras de colores, sus botellas de agua, sus
bastones de trekking, sus palos de selfie y su cháchara insufrible.
Entonces, huyendo de esa experiencia
frustrante, tratamos de refugiarnos en hoteles exclusivos, donde el glamour
pueda embriagarnos, y cuanto más caro es nuestro alojamiento, más cutres sus
huéspedes. Septuagenarios británicos con sus sempiternas mochilas y sus rostros
macilentos, o japoneses disfrazados de occidentales decadentes arrastrando sus
trolley por medio mundo.
O sea que, buscando una experiencia única,
se puede terminar encontrando una única experiencia, con independencia
del lugar que decidamos visitar.
Además, hoy mismo me he enterado de que un
nuevo estudio ha desvelado que eso de viajar se ha convertido en una inesperada
fuente de la juventud, y de que "las experiencias de viaje positivas
podrían ayudar a mantener un estado de baja entropía"(?), y es que, entre
las principales ventajas de viajar, se encuentra la exploración de nuevos
entornos, la participación en actividades
físicas, la interacción social y la promoción de emociones positivas.
Y, seguramente, esto no tenga nada que ver
con el poder adquisitivo y la clase social a la que pertenezca el viajero en
cuestión. Así que, tengo malas noticias, y es que esa turbamulta de
anglosajones y asiáticos que nos visitan cada año, si no termina
implosionando, va a vivir eternamente y terminará dejando una huella indeleble
en nuestras ciudades a fuerza de desgastar las aceras con las ruedas de sus
trolley.
Pero yo he decidido recuperar el espíritu
de los viajeros de antaño y ya tengo decidido mi próximo destino. Se trata de
la localidad noruega de Longyearbyen,
en el archipiélago de Svalbard, a 78
grados de latitud norte, con una temperatura media anual de -6,7 grados
centígrados, cuyos residentes, de más de cincuenta nacionalidades conviven
pacíficamente bajo el sol de medianoche.
Y tendré que hacerlo pronto porque, a
pesar de que sus construcciones se levantan sobre pilotes para evitar el
derretimiento del permafrost, los efectos del cambio climático están provocando
avalanchas cada vez más frecuentes, con lo que se corre el riesgo de que los
cuerpos de los fallecidos por la pandemia de gripe en 1918, que no se han
descompuesto, y aun podrían albergar cepas vivas, congeladas, del virus, queden
al descubierto.
Hasta que eso suceda, tan sólo tendría que
llevar un rifle conmigo cuando decida salir de la ciudad (es ilegal no hacerlo)
ante la posibilidad de encontrarme con un oso polar o con alguno de los perros
de Odín o, más probablemente, con un inglés con sus bastones de trekking, haciéndose un selfie.
Y, si la cosa se tuerce en el resto del
planeta mientras me encuentro de vacaciones, todavía me quedaría la oportunidad
de emprender un último viaje, después de llenarme las alforjas en la Bóveda
Global de Semillas de Svalbard, que
casualmente se encuentra en en el archipiélago de Svalbard, y que almacena duplicados de semillas de todo el mundo
como salvaguarda de la biodiversidad global. Y recorrer el sendero de regreso
deteniéndome de vez en cuando para hacer un agujero en la tierra,
devolverle lo que es suyo y seguir mi camino bajo las luces del Norte.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario