El fin de semana pasado
hubo que quitar los adornos que han estado engalanando la casa durante las
Navidades. Tarea ingrata donde las haya, porque borra definitivamente cualquier
recuerdo de las pasadas fiestas y, al retirar la última tira de espumillón, nos
hace aterrizar en la dura realidad a mitad de cuesta de enero, sin vacaciones,
sin dinero y con la sensación de que por delante queda un largo y tortuoso camino
en el transcurso del cual sólo nos van a acompañar el mal tiempo, el trabajo
atrasado y, en el mejor de los casos, los restos de algunos dulces navideños,
que ni siquiera nos sabrán igual.
Siempre me he resistido a la tarea de
despojar al árbol de sus adornos y se me hace insoportable la idea de encerrar
durante un año a los Reyes Magos en una caja de cartón entre virutas de papel
de periódico.
Y por eso no entiendo a los padres que
aprovechan que sus hijos se han ido a ver la cabalgata del barrio y, el mismo
día seis de enero, con una premeditación y alevosía propias del más despiadado
criminal, desmantelan el portal de Belén a toda prisa y tiran el árbol de
Navidad a la basura, tratando de restablecer cuanto antes la normalidad.
Cómo si necesitaran imperiosamente talar
las ramas, con las luces aún encendidas, y arrojarlo al hogar para avivar las
llamas y, de paso, tratar de quemarle el culo a Santa Claus antes de que le haya dado tiempo de escapar por el tiro
de la chimenea.
Luego están toda esa pléyade de lo más
variopinta que se dedica a denostar la Navidad cómo manifestación hipócrita de
la época en la que vivimos, en la que las felicitaciones no son más que un
convencionalismo vacío de significado y una excusa para gastar y consumir
desenfrenadamente. Cómo si dar los buenos días por la mañana, en cualquier
época del año, no fuera también un convencionalismo social, y el resto del
tiempo no nos dedicáramos al consumo desenfrenado, que, de hecho, se reanuda al
día siguiente de terminar las fiestas, en cuanto el primer establecimiento
comercial da el pistoletazo de salida de las rebajas.
Pues bueno, a mí me gusta reunirme en
Navidad con amigos y familiares, celebrar que podamos compartir nuestro tiempo,
siempre escaso, agasajarnos u obsequiarnos con la mutua compañía e intercambiar
regalos.
Y me gusta porque me saca de la rutina
de trabajo y tareas sin cuento que me tienen ocupado y absorto el resto del
año. Normalmente, además, aprovecho para ponerme enfermo, y así le doy una
tregua a mi otro yo, ese que no descansa ni de día ni de noche y no encuentra
tiempo para dedicárselo a los demás ni tampoco a sí mismo.
Pero también estoy pensando que es mucho
más divertido jugar a ser el Grinch.
Y lo cierto es que a mí, personalmente, me encanta el personaje y su
malhumorado carácter, que permite ridiculizar esa empalagosa imagen de la
Navidad que nos muestra el cine, en la que familias que nadan en la abundancia
descubren repentinamente que lo importante no es la obscena prosperidad en la
que viven todo el año, sino otras cosas que alguien trae a colación en el
último momento del metraje entre luces de colorines, opíparas comilonas y
fabulosos regalos que se despliegan entorno a una chimenea que siempre está
encendida.
Y también me fascina el Krampus, una criatura mitológica de
aspecto demoníaco, pelaje espeso, patas de cabra y cabeza coronada por una gran
cornamenta, que recorre las calles, en la noche del cinco al seis de diciembre,
arrastrando cadenas oxidadas y haciendo sonar cencerros, sólo o acompañado de Santa Claus, para atrapar a los niños
desobedientes o que carecen de espíritu navideño (el Grinch debió ser uno de esos pobres niños), meterlos en un saco y
llevarlos al inframundo dónde castigarlos eternamente, lo cual convierte a Santa Claus en cómplice de secuestro y
encubridor de otros crímenes inimaginables, y lo de traer carbón, a los Reyes
Magos, en unos bromistas compasivos.
También creo que lo de las cadenas
permite trazar algunas analogías entre el krampus
y Jacobo Marley, el prestamista y
socio de Ebenezer Scrooge, condenado
a arrastrar una larga cadena cuyos gruesos eslabones fue forjando, sin saberlo,
a lo largo de una vida dedicada a la explotación de sus empleados y semejantes.
Lo que convierte al redimido Scrooge
en ese Santa Klaus que acompaña a su
socio y amigo en la noche del cinco al seis de diciembre, antes de dedicarse,
veinte días después, a repartir regalos entre los niños buenos.
Me encanta Cuento de Navidad, la obra inmortal de Charles Dickens, y todavía me gusta más, si cabe, Pesadilla antes de Navidad, la película
de animación de Tim Burton, en la que
también se produce un secuestro, aunque en esta ocasión el secuestrado sea Santa Claus, que tiene ocasión de probar
su propia medicina y casi muere a manos de Oogie
Boogie, una especie de hombre del saco o, más bien, de hombre-saco, dado
que lo que da consistencia a su cuerpo es una tela bajo la que se apretuja y
contorsiona una masa viscosa de bichos de lo más repugnante. Lo cual estoy pensando
que convierte al Krampus (otro hombre
del saco) en secuestrador de su socio Santa,
también conocido como Ebenezer Scrooge.
La cuestión es que todos tenemos algo de
Reyes Magos sin dejar de ser, en muchos momentos, el resto del año,
malhumorados Scrooge, a los que
muchas de las cosas que de verdad importan nos parecen paparruchas.
Pero supongo que mi caso es peor porque
también tengo algo del Krampus y de Oogie Boogie, y, aunque me encanta
ejercer de rey mago una vez al año, disfruto secretamente con la idea de
sabotear la cabalgata de reyes, robarles los caramelos a los niños buenos que
los van tirando, de uno en uno, con gesto displicente desde las carrozas y
repartirlos entre los desobedientes que se han quedado castigados en casa por
carecer de espíritu navideño, secuestrar a los Reyes Magos (prohombres de la
ciudad, si, pero también unos ancianos caducos que estarían mejor en el asilo y
a los que la cabalgata se les tiene que hacer muy, pero que muy, larga) y,
sobre todo, correr a escobazos a los beduinos (?), y mandarlos al carnaval de
una patada en el culo con sus silbatos y su charanga insoportable.
Me temo que, cualquier día de estos,
vendrá a buscarme el fantasma de las Navidades futuras y tendremos unas
palabras. Así que, si algún mes de diciembre, mientras estáis celebrando el
aniversario de la Constitución, escucháis unas cadenas arrastrándose por la
calle, delante de vuestra casa, y un cencerro os despierta a media noche, no os
asustéis, que sólo pienso meter en el saco a los niños buenos, quiero decir a
los malos, y llevármelos un rato al inframundo a echarnos unas risas comiendo
caramelos y haciéndoles cosquillas a los Reyes Magos hasta que, dentro de un
año, alguien venga a sacarlos de la caja.
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