La semana pasada regresamos de nuestras vacaciones por
la Cornisa Cantábrica, a la que habíamos peregrinado huyendo del calor
sofocante que hace en nuestro lugar de residencia, aquí en el Sur de la
península, donde el astro rey personifica una monarquía absoluta que gobierna
el territorio con mano de hierro, especialmente durante el cada vez más largo
periodo veraniego.
Y, cómo soy un nostálgico, y también un fanático del
soporte papel, me he comprado una guía de viajes. Bueno, por eso y porque me
cae mal esa legión de youtubers y tiktokers sabiondos que andan por ahí
dándoselas de conocer las mejores vistas y los mejores restaurantes del mundo
mundial y porque me parece una inmoralidad que ponerle los dientes largos a la
plebe les permita a algunos desocupados ganarse la vida holgadamente a costa de
saturar cualquier rincón del planeta de gente que sin su inestimable ayuda
jamás de los jamases habría descubierto una miserable playa o el bosque más
raquítico del mundo, y que solo visitaría si se le garantiza la posibilidad de
hacerse un selfie y subirlo a sus redes sociales para darle envidia a otros
cretinos igualmente hambrientos de notoriedad.
Lo de agenciarte una guía de viaje te coloca en una
situación comprometida, porque te otorga la labor de proponer el destino de las
excursiones de los que viajan contigo. Aunque, en esta ocasión, Lorena y yo nos
hemos repartido ese cometido, si bien, mientras yo me dejaba aconsejar por mi
guía de viaje, a pesar de que está un poco desfasada (cada vez quedan menos
nostálgicos como yo) ella seguía su intuición tomando como referencia las
recomendaciones de los vídeos de tik tok, que reconozco que ofrece un formato
más amable. Y es verdad que algunas guías son un verdadero tostonazo y un
batiburrillo de nombres, fechas y datos irrelevantes que se me olvidan a los
cinco segundos de haberlos leído.
No obstante, con mi libro debajo del brazo, y con el
paso de los días, examinando los mapas, los planos y las recreaciones de
iglesias, claustros y abadías antes de ponernos en ruta, viendo los dibujos de
la fauna y la flora autóctonas, al tiempo que recorríamos desfiladeros y
gargantas, trepábamos hasta cumbres azotadas por un viento helado en busca de
un remoto salto de agua al que el estío había diezmado hasta convertirlo en un
hilillo invisible, y caminábamos entre secuoyas, tomando conocimiento de las
leyendas locales, de las tradiciones y la historia de enclaves recónditos, sin
darme cuenta, se fue apoderando de mí el espíritu de un viajero fascinado por
el entorno al que, al final de la jornada, aguardaba un puerto en el que
pequeñas embarcaciones flotaban en la luz dorada del atardecer.
En el transcurso de nuestro viaje, hemos sido
advertidos, de forma reiterada, de la presencia de animales en las vías que
recorríamos diariamente. Incluso, en cierta ocasión, un macho cabrío con una
espectacular cornamenta salió a nuestro encuentro mientras transitábamos por
una carretera secundaria y se nos quedó mirando de forma aviesa al paso del
vehículo, haciéndonos pensar en aquelarres a la luz de la luna estival en los
claros del bosque umbrío cercano a la aldea en la que nos detuvimos para comer.
Además, la guía describía otros animales colosales de
los que algún ejemplar conservado en toneladas de formol, o su esqueleto
desnudo, se exponía en los museos de la región, como calamares gigantes de los
que transitan por las profundidades abisales y que, desgraciadamente, no
pudimos ver. Pero en uno de los antaño puertos balleneros que visitamos durante
nuestro periplo, dos huesos de ballena de proporciones formidables coronaban un
mirador, en el que, a pocos metros de distancia, la punta de un arpón asomaba
por la boca de un cañón ballenero al acecho del leviatán.
Durante todo este tiempo, las gaviotas se han
convertido en nuestras infatigables compañeras de viaje. Y hemos sido testigos
privilegiados de la crianza de un polluelo en el tejado de una casa que distaba
tan solo unos metros de nuestra ventana, abierta día y noche sobre una luminosa
ensenada, transitada por barcos mercantes, balandros y ferrys con destino a puertos
remotos allende los mares, como los ingleses de Plymouth y Portsmouth. Su
graznido y la algarabía constante a las horas más intempestivas nos ha
acompañado como una banda sonora a ratos destemplada y hemos podido observar
cómo distintos ejemplares de gran envergadura acechaban las viandas de los
veraneantes en terrazas y veladores, en una secuencia de instantáneas de la
vida salvaje irrumpiendo en el paisaje urbano.
Los faros también han marcado nuestro recorrido por
una costa escarpada en la que las olas golpean sin cesar rompientes y
escolleras, llenando la noche de un estrépito sordo que, desde tiempo
inmemorial acuna el sueño de marineros y pescadores, llenando sus horas de
vigilia con quebrantos y suspiros traídos y llevados por las mareas.
Y hemos tenido noticias de la celebración de un
campeonato del mundo de bateo de oro, en una localidad conocida como el Valle
del Oro, en el que cientos de participantes de hasta 24 países distintos
compiten entre sí tratando de extraer el preciado metal de un cubo de arena de
entre 10 y 20 kilos, en el que ha sido introducido un número variable de
pepitas de oro, con la sola ayuda de una batea para lavar arena y grava del río
y separar los materiales ligeros de los pesados, en busca de alguna pequeña
semilla dorada.
También hemos conocido que los vaqueiros eran un
pueblo de ganaderos trashumantes despreciado y perseguido por su origen, que
nunca bautizaba a sus vástagos con el nombre de Diego, para no mancillar su
estirpe con el apelativo del desalmado que fue su mayor azote en el pasado; que
los gremios de mareantes y navegantes se reunían en torno a una mesa al aire
libre en un lugar destacado del pueblo para debatir y acordar sobre las
cuestiones que afectaban a su comunidad, y que una cofradía de mareantes acordó
no tener ningún trato con los de un pueblo vecino, por una cuestión de
privilegios otorgados por la corona para faenar hasta cuatro leguas mar adentro.
Además, existe en la región una iglesia levantada en
mitad de la montaña al pie de la cual crecen un olivo y un tejo, en memoria de
los nobles que sufragaron su construcción, a los que un santo cegó
temporalmente porque se resistía a que sus restos reposaran en aquel templo,
que no consideraba digno de ser depositario de sus huesos. El olivo en homenaje
al origen meridional de la dama y el tejo en recuerdo del caballero. Aunque al
tejo lo doblegó una tormenta y, en su lugar, ha arraigado un esqueje del árbol mágico
de la vida y de la muerte entre los antiguos pobladores de la zona.
Pero, entre las leyendas locales, la que más me ha
gustado ha sido la del hombre pez, al que un día desafortunado las aguas
arrastraron mar adentro y que, después de mucho tiempo, volvió a su aldea con
el cuerpo cubierto de escamas y al que crecieron membranas entre sus dedos,
que, vagando por el océano, olvidó su lengua materna, pero terminó regresando a
su tierra natal, dónde las escamas se le fueron desprendiendo de la piel al
tiempo que las palabras volvían a brotar de su garganta, pero que pasó el resto
de sus días mirando ensimismado el agua del río que un día lo atrapó en su
corriente turbulenta y quiso que se quedara con ella para siempre, hasta que
desapareció nuevamente sin dejar rastro y no se le volvió a ver nunca más.
Y también nos han acechado peligros, como las
pitucsias, hechiceras venidas del mar que, por las noches, trepan los
acantilados y acechan a los viajeros al borde de los caminos y en los recodos
de los ríos, transmutadas en anguilas, lechuzas y también en cabras de pelaje
negro y ojos amarillos. Y que, según cuentan las leyendas, pueden seducir a los
incautos, adueñarse de su voluntad y llevárselos con ellas hasta las aguas
profundas, dónde moran el kraken y el rocual, y los cuerpos de los marineros se
cubren de escamas y los mareantes olvidan sus nombres y terminan muriendo de
añoranza.
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