Una tormenta de
formidables proporciones ha llegado de improviso para sepultar bajo el lodo el
mundo que habíamos conocido y eso que estábamos avisados, lo sabíamos y hemos
seguido ignorando las señales que nos estaba mandando un clima enloquecido que
está convirtiendo los patrones meteorológicos en meras predicciones de dudosa
credibilidad.
Y, en medio de la catástrofe, algunos
todavía piden credenciales a las víctimas antes de acudir en su auxilio. Sólo compatriotas
dicen, como pensando que si la naturaleza fuese justa habría sabido discernir
entre ellos y los otros, a los que se puede tragar el agua desbordada de un
río, igual que se los traga el mar.
Al menos, son coherentes en sus
consignas. Si cerramos a cal y canto las fronteras, si se persigue a quienes se
dedican al salvamento marítimo, si levantamos campos de refugiados allende
nuestras fronteras, si estamos dispuestos a condenar a legiones famélicas a
quedar expuestas a los efectos de la catástrofe climática que se nos viene
encima, porqué íbamos a hacer excepciones con los infiltrados, los que
consiguieron saltar la valla, trepar el muro, sortear la muerte en una travesía
angustiosa hacia el primer mundo.
Nada detendrá los efectos devastadores
de una naturaleza desbocada, pero paliar esos efectos todavía podría estar en
nuestra mano.
Aunque, a veces, creo que todo está
perdido. Si, ante la evidencia de la desolación, la reacción consiste en echar
balones fuera, si no somos capaces de la menor autocrítica, ¿qué podemos
esperar en un futuro inmediato, salvo que se recrudezcan los efectos de esta
deriva suicida?
Pero luego pienso que nadie puede estar
tan ciego y que la cordura, tal vez más tarde que pronto, terminará
imponiéndose. La cuestión es saber cuál será el precio a pagar por haber
despertado demasiado tarde, cuántas víctimas sufrirán las consecuencias de
nuestros errores, a cuántas generaciones habremos condenado ya.
No existe un muro capaz de contener la
ola que se avecina. Nos sepultará a todos. Pero antes o después de que la
tierra quede completamente anegada, una marea humana llamará a nuestras
puertas. En nuestra mano está abrirla o dejar que los goznes oxidados terminen
cediendo por si solos.
En un pasaje de la Ilíada, que he
recuperado gracias a una entrevista con el clasicista inglés Robin Lane Fox, el
Escamandro se desborda “fluyendo con gran estruendo” y “la hinchada ola del
río, acrecido por las aguas del cielo,” persigue a Aquiles. Y el río mismo dice
en el poema: “Pronto en lo más hondo de la marisma yacerán sus bellas armas
enterradas bajo el limo. Y a él lo revolcaré y lo cubriré con las arenas, le
echaré encima escombros a millares, y los aqueos no serán capaces ni de recoger
sus huesos: tanto será el fango con que lo cubriré”.
Aquiles y otros muchos de aquellos
aqueos de doradas grebas podrían haber muerto ahogados en las aguas del
Escamandro durante el sitio de Troya, como tantos otros han muerto y siguen
muriendo antes de arribar a la orilla en las aguas del vinoso Ponto o de
cualquier otro mar de alma profunda y oscura.
Los dioses cómo Escamandro y Apolo
deciden la suerte de los héroes, pero nuestra indiferencia nos hace también a
nosotros culpables de esas muertes cómo Héctor lo era de la muerte de Patroclo
en un combate desigual, y algún día tendremos que responder ante los dioses y
ante los hombres.
No conseguiremos quemar las naves de los
dánaos. Y, si lo hacemos, vendrán muchos más barcos, hasta que el mar se cubra
de velas y nadie pueda contenerlos. Y, algún día, nuestras orgullosas ciudades
arderán tras los muros erigidos para protegerlas. No quedará piedra sobre
piedra ni habrá consuelo para los desheredados y los cuerpos de los héroes serán
arrastrados por un carro tirado por caballos furiosos ante nuestros ojos
anegados de lágrimas.
Ojalá entonces la compasión ablande el
corazón del río, como las Lágrimas de Príamo consiguieron ablandar el de Aquiles.
Pero mejor sería que la compasión inspirase ahora nuestros actos antes de que
el Escamandro se desborde de nuevo y nos sepulte a todos bajo el fango, también
a nosotros que no quisimos escuchar a Casandra y nos burlamos de ella y sus
funestos augurios.
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