El otro día, yendo
camino del juzgado, a paso vivo, porque iba un poco justo de tiempo y corría el
riesgo de llegar tarde a la primera vista oral, justo delante del edificio de
la sede judicial, me encontré el semáforo cerrado para los peatones. Mire a izquierda
y derecha y como no venía ningún coche, me lance a la calzada sin pensármelo
dos veces. El problema fue que, en la acera de enfrente, había dos policías
uniformados observando la maniobra, uno de los cuales, cuando llegue a su
altura, se dirigió a mi, reprochándome mi comportamiento y aleccionandome sobre
la necesidad de respetar las luces y, de paso, no faltarle el respeto al resto
de viandantes, que esperaban pacientemente a que se encendiera la luz verde.
No pude evitar la sensación de que el
policía lo que consideraba realmente era que mi conducta a quien faltaba el
respeto era a él y a su compañero, en cuanto agentes de la autoridad en acto de
servicio. Así que le pedí disculpas, arguyendo que llegaba tarde, y
considerando que si a los peatones se les pudieran retirar los puntos del
carnet de viandante, hace tiempo que yo estaría recluido en mi casa, sin poder
salir a la calle, dado el número de infracciones que acumuló en mi haber.
Pero no son estas las únicas
infracciones que comento a diario, también me gusta vandalizar el mobiliario
urbano, poniendo las patas encima del respaldo de los bancos del parque para
hacer estiramientos, aunque tenga las zapatillas llenas de barro. Y, en otros
tiempos, solía beber alcohol en la calle en envases de vidrio o coger el punto
gratis aspirando el humo de los canutos que se iban pasando mis amigos fumetas,
contribuyendo al mal ejemplo que daban en los espacios públicos a las jóvenes
generaciones, que ahora necesitan recurrir a las redes sociales y al ciberporno
para que alguien les enseñe, de mala manera, lo que está bien y lo que está
mal, sin brindarles la posibilidad de diferenciar una cosa de la otra.
Y reconozco que no me he enmendado mucho
en lo que a corromper a la juventud se refiere, porque el otro día estuve a
punto de comprarle dos botellas de tinto de verano a un chaval, que no podía
demostrarle a la cajera de Mercadona que era mayor de edad porque se había
dejado el carnet de identidad en casa, para luego revendérselas a la salida del
supermercado.
También he sido un maltratador animal,
que pisaba perros y empujaba ancianas cuando iba corriendo por la calle
preparando maratones. Y sigo invadiendo el carril bici cada vez que salgo a
correr, insultando a ciclistas y a la gente que va montada en patinete a
velocidades supersónicas a primera hora de la mañana, como si necesitara
escapar de un tsunami o de un runner furibundo.
Pero la infracción que cometo con mayor
delectación es la de colarme en el parque cuando hay aviso de emergencia por
fuertes vientos y existe el riesgo de que se desagaje alguna rama de un árbol y
acabe con mis días de gloria como corredor popular. Normalmente, aprovecho los
huecos que otros infractores han abierto en las empalizadas o las verjas que
rodean el perímetro, y así me siento miembro de una sociedad secreta de
delincuentes habituales de esos que desoyen sistemáticamente los avisos de
Protección Civil. Alguna vez me he encontrado con otro corredor a esa misma
hora y he tenido que me delatase por miedo a que yo le delatase primero a él,
aunque siempre me disuade la expresión cómplice y culpable, al mismo tiempo,
grabada en el rostro enjuto, que comparten algunos runners con los delincuentes
de cuello negro.
También me he acordado de que, después
de completar mi primer maratón, de forma espontánea y llevado por la euforia
del momento, le estampé un par de besos en la cara a la jovencita que me impuso
la medalla. Quién me habría dicho a mí, después de tanto tiempo, que el
expresidente de la Federación Española de Fútbol y yo podríamos tener algo en
común, aparte de la cabeza rapada. Afortunadamente, en las ediciones
posteriores, las medallas estaban encima de una mesa junto a la línea de meta y
tenías que imponértelas tú mismo, lo cual ha impedido que me convirtiera en un
agresor sexual reincidente.
Y estoy pensando que mi comportamiento
criminal aflora con más facilidad cuando voy vestido con pantalón corto,
camiseta y zapatillas. Es cómo si, al despojarme de mi disfraz de ciudadano,
salieran a relucir mis instintos más primarios y ya no tuviera necesidad de
ocultar las pasiones que palpitan bajo mi piel.
A propósito de esto, incluso he de
confesar al menos un delito contra la salud pública, por práctica de dopaje,
cuándo, también disputando mi primer maratón, allá por el kilómetro treinta, me
zampé una buena dosis de gel antiinflamatorio de uso tópico, enriquecido con
ácido hialurónico, que confundí con un gel energético, y que, en contra de lo
que cabría esperar, me propulsó hacía la línea de meta y me permitió establecer
una marca personal que no he conseguido batir después sin hacer trampas.
En lo que concierne a otras formas de
participación en el delito, prefiero no extenderme demasiado, porque mi papel
cómo cómplice o encubridor convicto y confeso, concedería el papel de autores
materiales de los delitos más execrables a algunos de mis allegados.
No obstante, en este sincero acto de
contrición, para completar mi confesión y, de paso, ilustrar con un par de
ejemplos la teoría del delincuente congénito, me veo en el trance amargo de
delatar a mis dos vástagos, aprovechando que, la una era menor de edad cuando
perpetró su primer delito y en el caso de la otra, además de que estaría sujeta
a los tribunales de una jurisdicción extranjera, he considerado que el crimen
ya ha prescrito.
El primer episodio al que quería
referirme fue protagonizado por mí hija mayor, que por aquel entonces ya era
una brillante alumna de la facultad de Derecho, con motivo de nuestro viaje a
Nápoles y la Costa Amalfitana. En esta ocasión estábamos visitando Pompeya bajo
un sol de justicia que inflamaba el aire, haciéndonos pensar en las emanaciones
del Vesubio. Y la piel nívea de mi primogénita empezaba a mostrar signos de
enrojecimiento. Así que entramos en la tienda de souvenirs para hacernos con un
paraguas blanco que pudiera hacer las veces de sombrilla. Pero, en el impasse y
con la tienda a rebosar de turistas, compramos un plano y un par de botellas de
agua y salimos por la puerta con el paraguas bajo el brazo de Lorena, pero sin
pasarlo por la caja. La cuestión es que, cuando fuimos conscientes del acto de
latrocinio cometido por mi primogénita, estábamos transitando por los
alrededores del templo de Isis. Así que le hicimos una ofrenda a la diosa y
seguimos nuestro camino, argumentando en nuestra defensa que el caso guardaba
ciertas similitudes con un hurto famélico.
La otra conducta punible protagonizada
por la segunda generación de la estirpe de delincuentes que tengo el honor de
apadrinar, tuvo lugar en Leroy Merlín, una mañana de sábado en la que Isabel y
yo andábamos buscando bisagras, tiradores o cualquier otra cosa que
necesitáramos para la casa, cuando de un pasillo lateral de la sección de
tornillería surgió Patricia, que por aquel entonces no tendría más de cuatro o
cinco años, con un casco de obra en la cabeza y empujando una carretilla a toda
velocidad. Cuando conseguimos convencer a nuestra hija de que era un poco joven
para abandonar los estudios y empezar a trabajar en el sector de la
construcción, volvimos al coche, y su madre estaba amarrándola en la sillita
del asiento trasero, cuando hizo una mueca de dolor y se llevó la mano a la
pierna derecha, justo debajo del bolsillo delantero de su pantalón, que parecía
a punto de reventar. Al vaciar su contenido, conseguimos reunir una colección
de tornillos de todos los calibres que han hecho innecesario que vuelva a
pasarme por una ferretería en casi veinte años.
Tan incipiente comportamiento contrario
al derecho de propiedad, unido al hecho de que con frecuencia volvía del
colegio con muñecos de plástico y otros cachivaches que no le habíamos
comprado, nos preocupó bastante a su madre y a mí, hasta que Patricia nos
confesó un día, de forma espontánea, que de mayor quería ser policía.
Muy aliviados, pensamos que habría
recapacitado sobre su conducta pasada y, con toda nuestra inocencia, le
preguntamos la razón de su decisión de convertirse en una defensora de la ley,
pensando que le gustaría el brillo de la placa, tener un coche con sirena o, en
el peor de los casos, llevar una pistola. Pero no, lo que contestó sin
pensárselo un segundo fue que quería ser agente de la ley "para quitarle a
la gente su dinerito".
En ese momento lamenté profundamente no
haberla animado a seguir su primera vocación y hacerse albañil y, desde
entonces, me la he imaginado con frecuencia corriendo a toda velocidad por los
pasillos de un supermercado empujando un carro de la compra lleno de productos
sustraídos de las estanterías y perseguida de cerca por un guardia de
seguridad, o llamando a su hermana desde una comisaría con las manos esposadas,
mientras un agente policía le leía sus derechos, a pesar de que ella le hubiese
dicho varias veces que se ahorrase el protocolo y que ella también fue policía
antes de que los de asuntos internos fueran a meter las narices donde nadie los
había llamado.
Dicho lo cual, animo a los lectores de
esta columna a confesar sus crímenes en este foro para aliviar sus conciencias.
A menos, claro, que la conducta criminal pueda perseguirse de oficio y/o, en su
caso, afecte a la persona o bienes de algún otro de los integrantes de este
grupo, en cuyo caso recomiendo prudencia o dejar que el mero transcurso del
tiempo eliminé cualquier posibilidad de ser conducido al patíbulo.
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