El otro día, andaban tres biólogos marinos buscando
tiburones en aguas de las Canarias, cuando, de las profundidades del océano,
emergió una criatura espeluznante, negra como la noche, con unas mandíbulas
pobladas con dos filas de dientes larguísimos y afilados como cuchillas de
afeitar y una antena luminiscente coronando una cabeza de descomunales
proporciones, que ascendía lentamente hacia la superficie, después de un viaje
de cuatro mil kilómetros desde el fondo del mar.
El vídeo se viralizó inmediatamente y, a los cinco días,
contaba con 102 millones de visualizaciones en TikTok. Para que después digan
que a la gente no le interesan las ciencias naturales. Pero el fenómeno perdió
interés rápidamente cuando se supo que el monstruo marino, siendo una hembra
adulta, solo medía seis centímetros. ¡Pero si da más miedo el gato de mi
abuela! debieron de pensar muchos. Conclusión: el tamaño si importa, al menos
tratándose de monstruos marinos.
He escuchado después varias teorías sobre el motivo por el
que un pez de estas características podría haber ascendido desde la sima
profunda y oscura que constituye su hábitat natural hasta la superficie.
La primera sostiene que podría haberlo hecho intentando
escapar de un depredador. Cosa que ha sembrado el pánico entre los usuarios de
TikTok. Aunque de forma totalmente injustificada, porque, si la presa mide seis
centímetros, ¿cuánto podría medir su depredador? ¿doce?, ¿catorce? Sigue dando
más miedo el gato de mi abuela.
La segunda posibilidad es que sufriera alguna enfermedad,
que hubiese alterado su sistema sensorial, provocando su desorientación, y que
podría poner de manifiesto alteraciones de las cadenas tróficas y las
corrientes que podrían explicarlo.
Puede ser, pero si ese bicho, estando enfermo, es capaz de
recorrer 4.000 kilómetros, cuesta arriba, vamos a tener que empezar a
tomárnoslo más en serio, a pesar de su tamaño. Y lo mismo, después de tomarse
un respiro, le hace un agujero a la zodiac y se merienda a los tres biólogos
marinos, tras espantar a los escualos que se hayan acercado en busca de
carnaza.
Pero, para mí, la tesis más inquietante es la tercera, según
la cual el Melanocetus johnsonii (más
conocido por Josie) habría viajado
hasta las Islas Afortunadas en ascensor. Me explico, por lo visto la diferencia
de temperatura entre la de las aguas superficiales y las aguas profundas puede
provocar afloramientos hacia la superficie que actúan como chimeneas y podrían
arrastrar toda clase de animales desde las profundidades.
De hecho, en el siglo XIX, un naturalista alemán, llamado Ernst Haeckel, aprovechando la
existencia de estos cañones submarinos, (entre 1866 y 1867 realizó un largo
viaje a las Islas Canarias) se dedicó a recoger criaturas abisales, que metía
en un acuario y dibujaba con todo lujo de detalles. El resultado debió ser de
lo más llamativo porque, por lo visto, sus contemporáneos, que debían conocer
su inclinación por el arte, lo consideraron un farsante que había tirado de su
imaginación para retratar aquellos seres abominables.
Pero la cuestión es que, de ser cierta esta teoría y, sobre
todo, si la combinamos con lo de las alteraciones de las cadenas tróficas y las
corrientes marinas, igual dentro de poco empiezan a arribar a nuestras playas
especímenes de lo más variado, con el sistema sensorial averiado y una sola
característica en común, su aspecto horripilante. Y menos risas, que a este
fenómeno por el que algunos organismos abisales llegan hasta la superficie, se
le llama beaching.
Y si a uno sólo, estando enfermo y desorientado, le ha dado
por recorrer 4.000 kilómetros y después posar para un vídeo de TikTok, como
cunda el ejemplo, los ataques de Gladis y compañía nos van a parecer un juego
de niños comparados con la invasión de los ultracuerpos de las profundidades.
Pero yo tengo otra teoría y es que he estado mirando unos
mapas antiguos y, cuando todo el mundo estaba de acuerdo en que la Tierra era
plana, los límites del mundo conocido aparecían poblados de monstruos que
eran clavaditos al pez abisal ese que se han encontrado en Canarias. Así que, a
lo mejor, resulta que el Melanocetus
johnsonii no ha venido de ningún cañón submarino ni ha remontado la
corriente durante veinte mil leguas de viaje submarino, sino que estaba ahí al
ladito, chapoteando en los confines de la Tierra conocida, justo donde se
termina el mapa. Y esos tres científicos listillos se han inventado una
historia de simas profundísimas, líneas de deriva, ascensores submarinos,
colapsos de corrientes marinas y no sé cuantas cosas más. Y para que la gente
no se asuste han dicho que cabía en la palma de la mano. Y que, ha sido sacarlo
del agua, y se ha muerto, que lo han metido en formol y se lo han llevado al
Museo de Naturaleza y Arqueología y que no se han planteado exponerlo al público.
Y voy yo y me lo creo. Llamadme conspiranoico si queréis.
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