Desde que Patricia
empezó a tocar el piano, tengo un contencioso permanente con los vecinos del
piso de arriba, que me han instado reiteradamente a que le busque una solución
al problema que les genera el hecho de que las notas se propaguen por el espacio,
perturbando la tranquilidad de su hogar.
Ya la primera vez que ella vino a llamar
a mi puerta, después de concluir sus pesquisas sobre la procedencia del ruido
horrísono con el que un pianista descocado estaba azotando sus oídos, lo
primero que me dijo es que no le gustaba la música. Lo cual, ya de entrada, me
hizo presagiar que el conflicto de intereses iba a tener una solución
complicada.
Siempre me ha costado trabajo entender
que haya gente a la que no le guste la música. No la música clásica, el heavy
metal o el flamenco, sino la música, así, en general. Claro que, después de
escuchar las canciones de reggaeton que resuenan en su cuarto de baño cada vez
que alguno de sus hijos decide darse una ducha, he empezado a entender el
origen del problema.
Por nuestra parte, hemos tratado de
minimizar las molestias, acotando el horario en el que Patricia se pone a tocar,
instalando un silenciador cuando practica fuera de esa franja horaria y,
últimamente, mandándola a su cuarto para que practique con un teclado eléctrico
(al que se le puede regular el volumen), cuando los ejercicios son reiterativos
y no requieren que escuche el sonido del piano.
Lamentablemente, nada de esto ha
producido el efecto deseado. Da igual que toque por la mañana o por la tarde,
en días laborables o el fin de semana. Siempre hay algún problema: el niño que
ha tenido un mal comienzo en el instituto o que ha empezado a estudiar derecho
y no se concentra, la niña, que está preparando oposiciones, el marido, que se
ha hecho una vasectomía o que ahora teletrabaja, que es domingo y es día de
descanso, que mi hija lleva muchos días seguidos tocando, que no son horas
(aunque Patricia no empieza a tocar nunca antes de las once de la mañana ni más
allá de las ocho y media de la tarde, no más de dos horas y tampoco entre las
dos y las seis). En definitiva, la solución, que yo debo buscar, pasa por que mi
hija deje de tocar en absoluto o que insonorice mi casa para que no se escape
ni una sola nota.
Pero bueno, si la cosa no hubiese ido
más allá, pues vaya, es como el que tiene un grano en el culo. Te aguantas y
procuras dejar de montar en bicicleta una temporada. La dificultad estriba en
la forma en que mis vecinos me hacen llegar sus desacuerdos. Y ello porque,
quitando las dos primeras visitas a mi domicilio, en las que el tono fue templado.
El resto del tiempo, las quejas se transmiten por WhatsApp, con mensajes
desabridos en los que al tono faltón y las amenazas de denunciarme por lo
civil, lo penal y llevarme ante la Corte Penal Internacional por delitos de
lesa humanidad, se han sumado las descalificaciones, que, de momento, nos
tildan, además de transgresores reincidentes de las ordenanzas municipales
sobre contaminación acústica (que me adjunta a los mensajes de WhatsApp
subrayadas en verde fosforito en la parte que le interesa), de delincuentes
habituales, de sinvergüenzas y personas carentes de la más mínima educación.
Por otro lado, aunque parece que a
ninguno de los miembros de la familia le gusta la música clásica y aborrecen
especialmente el sonido del piano, a lo largo de estos años, hemos constatado
su gran afición por la percusión, ya que, además del atún con pan, exhiben una
variedad infinita de registros y son capaces de emplear cualquier objeto
doméstico para percutir contra el suelo e iniciar una secuencia de golpes de
intensidad creciente, siguiendo un patrón rítmico que todavía no he conseguido
descifrar.
Además, la tercera y última visita a
nuestro domicilio tuvo otro cariz, cuando, a media mañana del martes pasado, el
padre de familia (que debía de andar teletrabajando o se encontraba en pleno
postoperatorio) después de golpear el suelo con una energía desaforada, bajo
hasta el rellano y empezó a aporrear la puerta de mi casa, mientras intimaba a
mis hijas a que abrieran la puerta (ni su madre ni yo estábamos en casa). Ignoro
si su insistencia se debía a su deseo de acompasar la percusión al ritmo del
piano o pretendía hacer una exhibición de la danza tribal que llevaba un rato
practicando en su domicilio. Y al no recibir respuesta, se marchó por donde
había venido dando voces y no sin dejar de demostrar que también era capaz de
hacer música con los pies con la sola ayuda de la puerta de mi morada.
Total, que después de reflexionar detenidamente sobre el problema de mis entrañables vecinos, se me ha ocurrido una solución que creo que puede ser satisfactoria para todas las partes en conflicto. Y he comprado cuatro pares de tapones para los oídos (lo que es asombrosamente más barato que insonorizar un piso de noventa metros cuadrados), he reservado un sitio en la biblioteca de la facultad de derecho durante los próximos ocho años (por si al muchacho se le atraganta alguna asignatura), he pagado la matrícula para un curso de meditación y otro de taichí, ambos en el Tíbet, donde sólo se escucha el sonido armonioso de los cuencos tibetanos, y he matriculado a mí vecino en un taller de gestión de la ira y
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