viernes, 13 de diciembre de 2024

Resiliencia profunda

 

Últimamente se filtran informaciones de lo más comprometedoras. Anda uno tratando de llegar a un pacto de caballeros con el Ministerio Público y, de repente, se encuentra con que todo el mundo sabe de lo suyo. Y ya no sólo le afean que se lucrase con la venta de mascarillas y el cobro de comisiones, sino que van aireando por ahí su intento de defraudar al fisco. Cómo si maximizar los beneficios que uno ha obtenido lícitamente fuera algo más que un delito.

Yo, personalmente, no entiendo nada. No me cabe en la cabeza como se puede ignorar la evidencia, de que alguien ha difundido información confidencial vulnerando sus derechos, y salir en tromba a pedir explicaciones a todo el mundo por los delitos que ha cometido y de los que ya se ha declarado culpable.

O se va uno a comer a un restaurante y la gente se pone a pedir dimisiones. Pero, bueno, ¿es que ya no va a poder uno irse a comer por ahí y ofrecer un puesto en una televisión pública sin que vengan a pedirle explicaciones por estar pensando en otra cosa mientras, por una vez, se cumplían las previsiones de la Agencia Estatal de Meteorogia? ¿O es que todo el mundo está pensando en el trabajo cuando tiene la oportunidad de pensar en otra cosa?

De hecho, hay muchos empleados públicos, de esos que van por ahí dando lecciones sobre como prevenir o gestionar una catástrofe, que seguro que estan pensando en otra cosa cuando están trabajando. Claro que hay sitios en los que eso se va a acabar en cuanto Elon Musk tome posesión de su cargo del Departamento de Eficiencia Gubernamental en la nueva administración republicana. Y ya nadie va a pensar en otra cosa que no sea su trabajo o, mejor dicho, en la manera en que su trabajo puede maximizar los beneficios de su jefe y en no cabrearle mucho si no quiere pasarse el día pensando en el trabajo que ya no tiene.

Porque la culpa de la corrupción la tienen los servicios públicos. Si no hubiera servicios públicos, no habría corrupción. Y por eso hay que acabar con ellos. Y terminar con las farragosas regulaciones que los pobres emprendedores no pueden saltarse para generar riqueza y, bueno, también enriquecerse. Pero esa es otra cuestión. Ahora que el bueno de Elon va a acabar con las trabas burocráticas, el dinero va a correr a raudales sin necesidad de sobornar a nadie. Y todo ese pequeño ejército de funcionarios mal pagados y resentidos, con sus miserables vidas y con ganas de complicarle la vida al ciudadano, se va a ir a la cola del paro, pero sin derecho a subsidio. Aunque si lo tuvieran iba a dar igual porque no iba a haber nadie al otro lado de la ventanilla que se lo fuese a reconocer.

Y esto es sólo el principio, porque, después de la motosierra, vamos a poner en marcha la motosierra profunda y, aquí o en Buenos Aires, va a pagar impuestos Peter. Porque solo el pueblo ayuda al pueblo (bueno, y los novios y amigos de algunos presidentes autonómicos) y pagar impuestos es de gilipollas.

La tierra para el que la explota (no confundir con el que la trabaja, que trabajar es de pobres) y la asistencia sanitaria para el que la pague, porque, cómo dice el dicho, el que la hace (la asistencia sanitaria privada subvencionada con fondos públicos) la paga (porque puede pagarla). Y el que no hace nada pues no la puede pagar. Pero, en un mundo próspero como el que se avecina, la riqueza nos va a alcanzar a todos, siempre que espabilemos y seamos capaces de sobreponernos a las pequeñas adversidades de haber nacido en un barrio sombrío (cosa de la que Donald Trump y compañía no saben nada porque sus padres ya espabilaron por ellos).

Y el que no espabile es porque no quiere, que más fácil no se lo podemos poner, después de rebajar los impuestos sobre el capital, eliminar regulaciones medioambientales absurdas, abaratar los despidos o implantar el despido libre, privatizar la sanidad y motoaserrar la administración pública y decapitar a los funcionarios díscolos. Todavía queda algún escollo como el código penal y los tribunales de justicia, porque las prisiones las estamos privatizando ya. Pero todo se andará, empezando por el Tribunal Supremo y de ahí para abajo. Y si eres un buen patriota o el hijo del presidente, pues ahí está la posibilidad del indulto, que es una cosa que está muy bien, no como la amnistía, que es una cosa deleznable.

El otro gran escollo es la inmigración, claro. Pero si eliminamos los servicios sociales, pues lo mismo los inmigrantes deciden quedarse en sus países de origen para morirse allí de hambre y matamos dos pájaros de un tiro. Pero, aún así, hay que tener cuidado porque algunos inmigrantes igual vienen ya espabilados y la falta de regulaciones hace que prosperen las mafias, los cárteles de la droga y otras asociaciones ilícitas para delinquir. Y, lo siento, pero para delinquir impunemente en este país, primero hay que tener la nacionalidad. Solo así podemos estar seguros de estar rodeados de delincuentes de bien, a los que se puede indultar sin temor de que vayan a cometer otros delitos, distintos de los que ya han cometido. Resiliencia se llama a eso, para los que no lo sepáis.

domingo, 24 de noviembre de 2024

Antes de que la corriente nos arrastre

 

Una tormenta de formidables proporciones ha llegado de improviso para sepultar bajo el lodo el mundo que habíamos conocido y eso que estábamos avisados, lo sabíamos y hemos seguido ignorando las señales que nos estaba mandando un clima enloquecido que está convirtiendo los patrones meteorológicos en meras predicciones de dudosa credibilidad.

Y, en medio de la catástrofe, algunos todavía piden credenciales a las víctimas antes de acudir en su auxilio. Sólo compatriotas dicen, como pensando que si la naturaleza fuese justa habría sabido discernir entre ellos y los otros, a los que se puede tragar el agua desbordada de un río, igual que se los traga el mar.

Al menos, son coherentes en sus consignas. Si cerramos a cal y canto las fronteras, si se persigue a quienes se dedican al salvamento marítimo, si levantamos campos de refugiados allende nuestras fronteras, si estamos dispuestos a condenar a legiones famélicas a quedar expuestas a los efectos de la catástrofe climática que se nos viene encima, porqué íbamos a hacer excepciones con los infiltrados, los que consiguieron saltar la valla, trepar el muro, sortear la muerte en una travesía angustiosa hacia el primer mundo.

Nada detendrá los efectos devastadores de una naturaleza desbocada, pero paliar esos efectos todavía podría estar en nuestra mano.

Aunque, a veces, creo que todo está perdido. Si, ante la evidencia de la desolación, la reacción consiste en echar balones fuera, si no somos capaces de la menor autocrítica, ¿qué podemos esperar en un futuro inmediato, salvo que se recrudezcan los efectos de esta deriva suicida?

Pero luego pienso que nadie puede estar tan ciego y que la cordura, tal vez más tarde que pronto, terminará imponiéndose. La cuestión es saber cuál será el precio a pagar por haber despertado demasiado tarde, cuántas víctimas sufrirán las consecuencias de nuestros errores, a cuántas generaciones habremos condenado ya.

No existe un muro capaz de contener la ola que se avecina. Nos sepultará a todos. Pero antes o después de que la tierra quede completamente anegada, una marea humana llamará a nuestras puertas. En nuestra mano está abrirla o dejar que los goznes oxidados terminen cediendo por si solos.

En un pasaje de la Ilíada, que he recuperado gracias a una entrevista con el clasicista inglés Robin Lane Fox, el Escamandro se desborda “fluyendo con gran estruendo” y “la hinchada ola del río, acrecido por las aguas del cielo,” persigue a Aquiles. Y el río mismo dice en el poema: “Pronto en lo más hondo de la marisma yacerán sus bellas armas enterradas bajo el limo. Y a él lo revolcaré y lo cubriré con las arenas, le echaré encima escombros a millares, y los aqueos no serán capaces ni de recoger sus huesos: tanto será el fango con que lo cubriré”.

Aquiles y otros muchos de aquellos aqueos de doradas grebas podrían haber muerto ahogados en las aguas del Escamandro durante el sitio de Troya, como tantos otros han muerto y siguen muriendo antes de arribar a la orilla en las aguas del vinoso Ponto o de cualquier otro mar de alma profunda y oscura.

Los dioses cómo Escamandro y Apolo deciden la suerte de los héroes, pero nuestra indiferencia nos hace también a nosotros culpables de esas muertes cómo Héctor lo era de la muerte de Patroclo en un combate desigual, y algún día tendremos que responder ante los dioses y ante los hombres.

No conseguiremos quemar las naves de los dánaos. Y, si lo hacemos, vendrán muchos más barcos, hasta que el mar se cubra de velas y nadie pueda contenerlos. Y, algún día, nuestras orgullosas ciudades arderán tras los muros erigidos para protegerlas. No quedará piedra sobre piedra ni habrá consuelo para los desheredados y los cuerpos de los héroes serán arrastrados por un carro tirado por caballos furiosos ante nuestros ojos anegados de lágrimas.

Ojalá entonces la compasión ablande el corazón del río, como las Lágrimas de Príamo consiguieron ablandar el de Aquiles. Pero mejor sería que la compasión inspirase ahora nuestros actos antes de que el Escamandro se desborde de nuevo y nos sepulte a todos bajo el fango, también a nosotros que no quisimos escuchar a Casandra y nos burlamos de ella y sus funestos augurios.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Runner face

 

He leído recientemente que los corredores, debido a la exposición al sol, al frío, y a los agentes meteorológicos en general, además de por los efectos de la deshidratación y la pérdida de peso asociada al ejercicio físico, terminamos teniendo un rostro característico que nos hace aparentar una edad diez años superior a la que se deduce de nuestra partida de nacimiento.

Además, el descolgamiento de la piel por la pérdida de tejido adiposo resulta muy difícil de revertir aunque se vuelva a ganar peso. Así que, aunque dejes de hacer ejercicio, puede que engordes, pero los estragos que la actividad física ha dejado en tu semblante no van a desaparecer así como así, a diferencia de todos los demás efectos positivos sobre la salud de practicar algún deporte que sí que desaparecerán como por ensalmo.

Y, después de leer esta desalentadora noticia y mirarme con detenimiento en el espejo para contrastarla con mis propios ojos, he caído en la cuenta de que cuando empecé a correr y Patricia, cuando era pequeña todavía, solía pellizcarme las mejillas y tironeaba de mis cachetes al tiempo que me decía "Papá, se te cae la cara". Algo que a mí me hacía mucha gracia, hasta que he sido consciente de que mi hija pequeña, además de jugar a deformarme el rostro para divertirse viendo como la expresión facial de su padre podía guardar sorprendentes similitudes con una creación de Sauron, sin saberlo, me estaba advirtiendo del deterioro de mi aspecto físico y de la incipiente pérdida de lozanía asociada a la costumbre recién adquirida de ir dando tumbos por ahí en busca de una poción que me protegiera precisamente de los estragos del tiempo.

Así que, dada la imposibilidad de revertir los efectos sobre mi apariencia del ejercicio físico, he optado por crearme un avatar en un videojuego que tiene a Lorena y a Patricia horas delante de sus portátiles recorriendo un escenario fantástico poblado de extrañas criaturas y repleto de peligros que nada tienen que ver con el ejercicio, sino más bien con el sedentarismo. Y me he encarnado en un paladín de aspecto fibroso y rostro anguloso, y también con los ojos azules y una poblada cabellera (es fácil venirse arriba cuando con un par de clics te puedes convertir en tu propio cirujano plástico).

En otras circunstancias, habría diseñado mi personaje tratando de que se pareciera más a mí, pero he pensado que si mi aspecto físico representa una persona diez años mayor que yo, pues a lo mejor, tampoco ese tipo que me mira desde el otro lado del espejo con un gesto entre la extrañeza y la preocupación, tiene tanto parecido conmigo. Y lo mismo, en realidad, debería parecerme más a mí avatar que a un corredor maltratado por la intemperie al que se le cae la cara, salvo por algún detalle menor como el color de ojos y la exuberante cabellera.

Claro que, si me paso mucho tiempo explorando mundos virtuales, lo mismo termino ensanchando mis posaderas y entonces, además de una runner face, voy a terminar teniendo un gammer ass, y en vez de en un joven paladín, me acabo convirtiendo en un trasgo seboso, sensible a la luz del sol, que medra en la oscuridad temiendo secretamente que Orcrist venga a sacarle de su escondite y exponer sus miserias a la luz del sol.

domingo, 27 de octubre de 2024

Los estragos del tiempo

            La verdad es que esto de envejecer es una mierda, se mire por donde se mire. En primer lugar, porque siempre me he cuestionado eso de que el tiempo nos haga más sabios. Básicamente porque desde muy jovencito me di cuenta de que había a mi alrededor muchas personas mayores que no descollaban por su sabiduría, que dicen que es algo que solemos confundir con la inteligencia. Pero es que tampoco las personas mayores me han parecido nunca más inteligentes que los jóvenes y, a lo largo de mi vida, he conocido mastuerzos de distintas generaciones. Pero es que, además de no acumular saberes, cada día me cuesta más subir las escaleras, y eso es un hecho tangible que no precisa compararse con nadie que no sea uno mismo hace cinco, diez o quince años.

Luego están las cosas que sabes que ya no podrás hacer y la constatación de la inutilidad de muchas de las que has hecho, la pérdida de oportunidades y la sospecha de que, en algún momento, si no te apartas tú, alguien podría apartarte del camino, con cierta deferencia o de un empujón, si te resistes demasiado.

Ahí está Joe Biden para dar testimonio de que la carrera presidencial, cómo otras muchas carreras, no es para viejos. Y de que chochear en público es mucho peor que mentir desaforadamente.

El otro día, en la jubilación de una amiga y excompañera de mi antiguo trabajo, me enteré de que a mis otros excompañeros, más o menos de la misma quinta, les llaman los dinosaurios, lo que a mí me coloca en la antesala del Mesozoico, ya que soy algo más joven, pero, al fin y al cabo, temo que, dentro de poco, pueda encontrarme al borde de la extinción.

Y es que, a cierta edad, ya has vivido todos tus grandes amores, vas tarde si no has hecho algunos amigos fiables y va a ser difícil que tengas más hijos o que, si los tuvieras, llegarás a verlos crecer lo suficiente para saber que ya no te necesitan. Yo que aspiraba a poblar el mundo de pequeños dinosaurios antes de saber que un meteorito iba a acabar conmigo y los de mi especie.

En una reciente entrevista radiofónica, Juan José Millás comparaba su vida con una carrera de caballos, en la que el jinete no cambia, pero el caballo, a medida que avanza, se va transformando, y en la que nosotros somos los jinetes cabalgando a lomos de cuerpos mortales que van mutando lenta pero inexorablemente a medida que envejecemos.

El símil me parece precioso, pero al mismo tiempo, cuando pienso en ello, no dejo de verme a mí mismo subido a los distintos caballos que tuve ocasión de montar durante mi corta experiencia como jinete en la escuela de equitación a la que estuve yendo con mis hijas cuando eran pequeñas. Algunos eran magníficos alazanes, pero también había yeguas viejas, jamelgos de la estirpe de Rocinante y alguna potra salvaje. Así que no puedo dejar de pensar sobre qué clase de montura estoy cabalgando en este momento y cuántos caballos me habrán adelantado ya en lo que llevamos de carrera.

Con todo, lo peor no es eso, sino que, tal como yo lo veo, la vida es una carrera de obstáculos tipo Gran National, en la que unos cuantos jinetes nos hemos desafiado para ver cuál de nuestros caballos era el más rápido. El problema es que el caballo se va haciendo viejo y cada vez le resulta más difícil saltar los setos que nos van saliendo al encuentro.

He leído que la primera carrera de obstáculos, precursora del Gran National, se celebró en 1803, a campo abierto, cuando unos jóvenes oficiales se desafiaron a correr en plena noche, vistiendo pijamas y gorros de dormir encima de sus uniformes.

Por mi parte, yo hace tiempo que me puse el pijama encima del uniforme. De hecho, desde que se implantó el teletrabajo, los días que puedo quedarme en casa, cada vez tardo más en quitarme el pijama, cosa que al principio hacía antes de ponerme a trabajar, luego empecé a fichar antes de vestirme y, algunos días, voy enlazando una tarea con otra y, cuando me doy cuenta de que es hora de ponerme el uniforme para ir al juzgado, todavía estoy en pantuflas y sin afeitar, con lo que cabe la posibilidad de que alguno de esos días, en vez de ponerme el pijama encima del uniforme, termine poniéndome la toga encima del pijama, me suba en la bicicleta y acabe tropezando con un seto o al subir al estrado, antes de empezar a chochear en medio de mi alegato o proponer como prueba de mi sapiencia una escama del saurio en el que me habré convertido.

domingo, 13 de octubre de 2024

Devorar mascotas.

 

Personalmente, me parecería bien que los inmigrantes se comieran a las mascotas de los residentes legales en nuestro país.

Dicho lo cual, también me parece un error y no entiendo porqué la encuesta realizada por el Instituto 40dB. para EL PAÍS y la Cadena SER no ha incluido esta pregunta en las 2.000 entrevistas online que ha realizado.

Porque, queridos compatriotas, esta es, a mí juicio, la cuestión definitiva. No se trata de si la gente tiene una buena relación con inmigrantes de su círculo social, laboral o de su vecindario (hasta entre los votantes de Vox, y de SALF, su experiencia personal con los inmigrantes es positiva en estos ámbitos), sino si los verían igual de bien si se los imaginasen asando a su perro a fuego lento o haciéndose un espeto con los peces tropicales de su acuario.

Pues yo digo que seguramente no. Y es esta la idea que hay que empezar a meterle a la gente en la cabeza. Porque, si ya somos capaces de creer que los extranjeros representan el 30,2% de la población, cuando apenas suponen el 18,5%; si pensamos que hay demasiados inmigrantes en nuestro país, a pesar de que, según el Banco de España, en 2053, necesitaremos 24 millones de inmigrantes para mantener la relación entre trabajadores y jubilados, y si muchos votantes se cuestionan que el partido al que han votado sea el mejor capacitado para gestionar el problema de la inmigración, sólo hace falta excitar un poco más la imaginación del electorado para que abra los ojillos a la amenaza que se cierne sobre nosotros y, ante todo, sobre nuestras queridas mascotas.

Y ahora vendrá el Banco de España o cualquier otra institución de dudosa legitimidad y aviesas intenciones a asustarnos con la quiebra del sistema de pensiones. Pero es que esta gente no se entera de que el problema no son los inmigrantes, sino los derechos de los inmigrantes. Por eso la gente asocia inmigración e inseguridad (29,5%), sobrecarga de servicios y recursos públicos (27,2%); conflictividad social (21,2%), criminalidad (19,2%), desempleo (16,7%) y pérdida de identidad cultural (7,6%).

Pero también esto tiene una fácil solución, la mejor manera de evitar la sobrecarga de servicios y el agotamiento de los recursos públicos es prohibiendo el acceso a los mismos de los inmigrantes; la conflictividad social, la inseguridad y la criminalidad se combaten recluyendo a los inmigrantes en guetos, por lo menos, hasta que demuestren sus dotes como futbolistas; y el desempleo deja de ser un problema cuando los españoles son los únicos que pueden percibir subsidios. Y, en cuanto a la pérdida de identidad cultural, con darle un móvil y una conexión a internet a cada inmigrante irregular en cuanto ponga un pie en España, en 2053, todos vamos a tener la misma cultura y el mismo nivel cultural.

Y, además, así podríamos recuperar algunas instituciones tradicionales, como la manumisión, pero con limitaciones ¿eh?, que si no esto se nos llena de libertos.

Pero, insisto, a mí que los inmigrantes se coman las mascotas me parece bien. Así la ciudad estaría más limpia y, en el peor de los casos, lo mismo, en 2053, somos nosotros los que terminamos incorporando al menú hámsters, canarios y también al fox terrier de nuestro vecino de puerta.

domingo, 29 de septiembre de 2024

Sincronicidad

 

El médico y psiquiatra suizo Carl Gustav Jung definió la sincronicidad como la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido, pero de una manera no causal, y se refiere a la ocurrencia de eventos que están conectados por significado pero no por causa.

Cualquiera ha podido experimentar ese fenómeno, por ejemplo cuando está pensando en una canción y, un minuto más tarde, reconoce la melodía por la radio o escucha cómo alguien se pone a tatarearla. O cuando nos acordamos de un amigo del que no teníamos noticias desde hacía tiempo y, al día siguiente, nos llama por teléfono.

Para Jung, detrás de muchas de estas coincidencias se ocultaba una causalidad sin descubrir y no necesariamente un orden oculto que podría dar algún sentido al desenvolvimiento azaroso de los acontecimientos que conforman nuestra existencia.

Y a todos nosotros nos gusta especular de vez en cuando sobre esa causalidad por descubrir, aunque más frecuentemente nos da por pensar eso de que nada sucede por casualidad, sino por un designio divino o porque Mercurio se había alineado con Venus y los signos del zodiaco pronosticaban que esa semana conoceríamos a alguien que iba a impulsar nuestras vidas en una dirección insospechada.

Recuerdo una película de espías en la que el antagonista, un agente secreto escurridizo y sin escrúpulos, confesaba que no creía en las casualidades. Y, por eso, cuando, por ejemplo, se encontraba dos veces a la misma persona, en días consecutivos y en escenarios aparentemente inconexos, no dudaba en tomar medidas drásticas para evitar nuevos encuentros fruto del azar.

La cuestión es que podría haberse dirigido al sujeto encontradizo y haberle propuesto que se hicieran amigos, pero en vez de tratar de descubrir la causa oculta tras esos encuentros fortuitos, preferiría arrojar el cuerpo de su no amigo por el hueco de la escalera más próxima o empujarlo bruscamente a las vías del metro.

Pero hay mucha más gente incapaz de tomar iniciativas de este tipo, pero perfectamente capaz de ver señales del destino detrás de cada esquina. Y creerse a pies juntillas que la mala suerte le persigue cada vez que un gato o un pájaro negro se pasean por el alféizar de su ventana o de pensar que si hace esto o aquello, cualquier noche de luna llena, los astros le recompensarán generosamente.

A mí, sin ir más lejos, me gusta pensar que, mientras acudo a la oficina envuelto en mis tribulaciones cualquier lunes por la mañana, antes del amanecer, a miles de kilómetros de distancia, en las profundidades de un lago, algo se mueve en el fondo limoso, ascendiendo lentamente hasta la superficie para llamar a la puerta de una casa aislada en medio del páramo, y que todas mis acciones están vinculadas secretamente con una criatura ancestral que me impele a actuar al margen de mi capacidad de raciocinio, cuyas motivaciones escapan a mi entendimiento, pero tienen un significado que se me escapa y que, al mismo tiempo, guía y da sentido a todo lo que hago.

Y la verdad es que, a veces, en nuestro comportamiento no hay nada personal. Es sólo que la gente, también a veces, se cae por el hueco del ascensor. Y sólo hace falta que ese día esté un poco distraída y que la superficie de un lago, a miles de kilómetros, amanezca menos apacible que de costumbre.

Al fin y al cabo, todos vivimos en una casa en medio del páramo y cualquiera puede llamar a la puerta o ser nosotros mismos los que decidamos visitar a los vecinos antes del amanecer.

domingo, 15 de septiembre de 2024

El viaje a ninguna parte

 

¿A quién no le apetece irse de viaje? Viajar nos hace crecer como personas, nos permite escapar de la rutina, conocer países, ampliar nuestro horizonte vital, traspasar fronteras, y no sólo geográficas. Ya lo dijo Unamuno, el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando. Así que, si lees y además viajas a menudo, estás vacunado contra cualquiera de estas lacras. Y, por eso, ahora que todo el mundo viaja, la xenofobia tiene los días contados. O tal vez no, porque, si eso fuera así, no se explica que pueblos tan viajados como, por ejemplo, el británico hayan sometido a medio planeta y discriminado a la otra mitad.

Pero no es esa la cuestión que me interesaba abordar, sino la del concepto mismo de viaje o, más bien, dilucidar en qué consiste eso de viajar. Porque hoy en día viajar está al alcance de cualquiera. Basta con coger un avión y plantarse en un lugar más o menos remoto, hacerse un selfie en el sitio más emblemático o más pintoresco y compartirlo en Instagram (si no, es cómo si no hubieras estado).

No obstante, en mi propio imaginario, la idea de viajar permanece asociada a la incertidumbre, el riesgo y las incomodidades. Y, cuando pienso en un viaje, se me cruzan por la imaginación barcos zarandeados por una mar gruesa buscando refugio en un puerto lejano o una ensenada sin nombre, sorprendidos por la tormenta cuando transitaban por la ruta de las especias. O el silbido lúgubre de una locomotora atravesando un paisaje estepario en mitad de la noche entre manadas de caballos salvajes. O las hélices de un hidroavión sobrevolando un curso de aguas turbias y una selva frondosa en los que acechan moradores invisibles y depredadores de pelaje nebuloso y afilada dentadura, donde feroces mosquitos se juntan al atardecer en nubes compactas para provocar la fiebre y el delirio de los incautos.

Supongo que todo eso es historia. Y que la mayor incomodidad a la que se puede enfrentar un viajero de nuestros días es la que produce el hecho de que su vuelo se retrase, obligándolo a permanecer más tiempo del deseado en un aeropuerto abarrotado de turistas, pero sin exponerse al riesgo de contraer la malaria. Luego está el servicio de habitaciones del hotel contratado con semanas de antelación o que el apartamento de Airbnb no esté a la altura de sus expectativas. Pero, en ese caso, siempre puede uno desquitarse con una mala reseña y marcharse tan campante.

Así que los verdaderos viajeros han optado por buscar lugares más recónditos y tratar, por ejemplo, de escalar el Himalaya, aunque no puedan dejar ninguna reseña sobre el olor a excrementos que inflama el aire del campamento base y, cómo mucho, contribuir con su propio aporte orgánico a que otros puedan saborear la misma experiencia en el futuro.

Y aquellos que, en vez de en las alturas, prefieran quedarse sin oxígeno en las profundidades del mar océano, también pueden explorar los restos del Titanic, aunque sea a riesgo de implosionar si a la diferencia de presión le da por hacer una de las suyas. Y es que aquello de citius, altius, fortius, debería ser el lema de las nuevas agencias de viajes.

Por otra parte, creo que estamos saturados de imágenes que la experiencia real no puede superar. Por eso, a veces, la gente se siente defraudada cuando viaja a los confines del mundo conocido y lo que ven sus ojos no consigue igualar las fotografías de Instagram, los vídeos a vista de pájaro de YouTube, tomados desde un dron, y ni tan siquiera los documentales de la 2. Y luego está el calor, o el frío, la humedad, los (malos) olores, el ruido y los mosquitos. Y, sobre todo, esa turbamulta de viajeros con sus bermudas, sus camisetas, sus gorras de colores, sus botellas de agua, sus bastones de trekking, sus palos de selfie y su cháchara insufrible.

Entonces, huyendo de esa experiencia frustrante, tratamos de refugiarnos en hoteles exclusivos, donde el glamour pueda embriagarnos, y cuanto más caro es nuestro alojamiento, más cutres sus huéspedes. Septuagenarios británicos con sus sempiternas mochilas y sus rostros macilentos, o japoneses disfrazados de occidentales decadentes arrastrando sus trolley por medio mundo.

O sea que, buscando una experiencia única, se puede terminar  encontrando una única experiencia, con independencia del lugar que decidamos visitar.

Además, hoy mismo me he enterado de que un nuevo estudio ha desvelado que eso de viajar se ha convertido en una inesperada fuente de la juventud, y de que "las experiencias de viaje positivas podrían ayudar a mantener un estado de baja entropía"(?), y es que, entre las principales ventajas de viajar, se encuentra la exploración de nuevos entornos, la participación en actividades físicas, la interacción social y la promoción de emociones positivas.

Y, seguramente, esto no tenga nada que ver con el poder adquisitivo y la clase social a la que pertenezca el viajero en cuestión. Así que, tengo malas noticias, y es que esa turbamulta de anglosajones y asiáticos que nos visitan cada año, si no  termina implosionando, va a vivir eternamente y terminará dejando una huella indeleble en nuestras ciudades a fuerza de desgastar las aceras con las ruedas de sus trolley.

Pero yo he decidido recuperar el espíritu de los viajeros de antaño y ya tengo decidido mi próximo destino. Se trata de la localidad noruega de Longyearbyen, en el archipiélago de Svalbard, a 78 grados de latitud norte, con una temperatura media anual de -6,7 grados centígrados, cuyos residentes, de más de cincuenta nacionalidades conviven pacíficamente bajo el sol de medianoche.

Y tendré que hacerlo pronto porque, a pesar de que sus construcciones se levantan sobre pilotes para evitar el derretimiento del permafrost, los efectos del cambio climático están provocando avalanchas cada vez más frecuentes, con lo que se corre el riesgo de que los cuerpos de los fallecidos por la pandemia de gripe en 1918, que no se han descompuesto, y aun podrían albergar cepas vivas, congeladas, del virus, queden al descubierto.

Hasta que eso suceda, tan sólo tendría que llevar un rifle conmigo cuando decida salir de la ciudad (es ilegal no hacerlo) ante la posibilidad de encontrarme con un oso polar o con alguno de los perros de Odín o, más probablemente, con un inglés con sus bastones de trekking, haciéndose un selfie.

Y, si la cosa se tuerce en el resto del planeta mientras me encuentro de vacaciones, todavía me quedaría la oportunidad de emprender un último viaje, después de llenarme las alforjas en la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, que casualmente se encuentra en en el archipiélago de Svalbard, y que almacena duplicados de semillas de todo el mundo como salvaguarda de la biodiversidad global. Y recorrer el sendero de regreso deteniéndome de vez en cuando para hacer un agujero en la tierra,  devolverle lo que es suyo y seguir mi camino bajo las luces del Norte.

lunes, 26 de agosto de 2024

Espíritu olímpico

 

            Las olimpiadas nos han dejado algunas imágenes memorables para la historia de los Juegos Olímpicos, como las de Mondo Duplantis rompiendo el cielo vespertino de Paris propulsándose con su pértiga más allá de las estrellas; o la final masculina de 10.000 metros, con trece atletas batiendo el record del mundo gracias al generoso sacrificio de tres corredores etíopes, Selemon Barega, Yomif Kejelcha y Berihu Aregawi, marcando un ritmo infernal desde el primer kilómetro; o la del nadador francés León Marchand, propulsándose bajo el agua después de cada viraje como un verdadero león marino y ganando cuatro oros en la piscina olímpica. Todos ellos son momentos de una estética hipnótica que, a mí por lo menos, me dejan pegado a la pantalla del televisor con la cara de asombro de un niño que hubiese sido testigo de un milagro.

            No obstante, junto a esas imágenes, siempre se deslizan otras, en las que la excelencia deportiva brilla por su ausencia y seres humanos de carne y hueso exhiben sus limitaciones para consternación del gran público, conformado a veces por espectadores que el único cilindro que manejan con la naturalidad con la que Duplantis maneja la garrocha es una lata de cerveza, y que, en lugar de dejarse caer desde el Olimpo de los dioses sobre la colchoneta procurando no clavarse al pértiga, pasan la tarde desparramados en un sofá, procurando no derramarse encima la cerveza.

            En esta ocasión, la medalla al demérito deportivo se la ha llevado la competidora australiana de la disciplina olímpica de breaking, Rachael Gunn, a la que le ha caído la del pulpo, después de perder todos sus duelos y obtener una puntuación global de cero. Ha habido incluso una petición de explicaciones sobre el proceso de selección dirigida al Primer Ministro de su país que, en tres días, habrían firmado 55.000 indignados. Y es que, además, a la B-girl se le habría ocurrido imitar a un canguro durante su actuación, lo cual debe de haber sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de todos los australianos de bien y, probablemente, también de los canguros, aunque estos no hayan podido firmar la petición. Sin embargo, a mi lo que más me ha llamado la atención de esta nueva disciplina olimpica es ver a competidores venidos de los confines del planeta (como la china Liu Qingyi) imitar la gestualidad de los bailarines urbanos del Bronx para ridiculizar a su oponente o burlarse de él durante los duelos.

            No es el único caso. No sé si todo el mundo se acordará de Eric Moussambani, un nadador guineano que compitió en las olimpiadas de Sidney 2000, en la prueba de 100 metros libres, que nunca había visto una piscina de 50 metros y que había aprendido a nadar ocho meses antes de participar en los juegos. Sólo, sin preparador, sus entrenamientos coincidían con los de los nadadores de Sudáfrica y Estados Unidos, cuyos movimientos trataba de imitar. El entrenador sudafricano le tuvo que enseñar cómo hacer los virajes. En un primer momento, la pileta le pareció tan grande que pensó que, para recorrer la distancia, sólo tendría que completar un largo. Sus últimos metros en la piscina olímpica fueron agónicos y algunos pensaron que se ahogaba antes de concluir la prueba. Muchos se rieron de él y otros dijeron que espectáculos como el suyo el Comité Olímpico debería ahórranoslos. Pero, aun así, se hizo famoso. No como los dos nadadores de Níger y Tayikistán que componían su serie de calificación, invitados, como él, por el Comité Olímpico, y que fueron descalificados por tirarse a la piscina antes de que el juez diera la salida. Moussambani se enteró de que tenía que esperar a la señal sonora la noche antes viendo la televisión en su habitación de la villa olímpica.

            De quién casi nadie se acuerda es de Pyambuu Tuul, último clasificado en la prueba masculina de maratón en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Este corredor mongol que cruzó la línea de meta casi dos horas después de que lo hiciera el vencedor, a las diez y media de la noche, sin público, con la ceremonia de clausura en su apogeo y cruzando la meta en una pista de entrenamiento anexa al estadio, fue increpado por los jueces y estuvo a punto de ser descalificado por quitarse el dorsal y mostrar el logo del club de atletismo neoyorquino que lo llevó a Estados Unidos e hizo posible que se sometiera a una operación de trasplante de córnea. Había recuperado la visión seis meses antes de la carrera. Cuando veo sus fotografías después de concluir la prueba, veo a un hombre normal, con unas gafas enormes y cara de agotamiento, con lo que parecen unas zapatillas normales y unos calcetines que le llegan casi a la pantorrilla, un calzón que le cubre medio muslo y una camiseta blanca con mangas. Podría ser yo, porque se parece a mí cuando empecé a correr. Igual que yo me parezco a Moussambani cuando me da por nadar crol en la piscina de mi urbanización.

            En uno de los discursos de la ceremonia de inauguración de los Juegos de París, alguien dijo a los atletas presentes en el acto que eran la mejor versión de nosotros mismos. Pero no creo que el que pronunció estas palabras estuviera pensando en Pyambuu Tuul, Eric Moussambani o Rachael Gunn. Y si, seguramente, en Mondo Duplantis, León Marchand, Simone Biles o Jakob Ingebrigtsen. Pero cabe preguntarse qué pasa con las versiones menos depuradas de nosotros mismos, con todos los competidores que no tienen ni la más remota posibilidad de ganar una medalla. Y, de paso, preguntarse también quién representa mejor los tan cacareados valores del olimpismo. Ya sabéis (y, si no, miradlo en google, como acabo de hacer yo) excelencia, o sea, dar lo mejor de uno mismo, amistad y respeto.

            Me encantan los Juegos Olímpicos, pero a lo mejor sus héroes no siempre son los que mejor representan los valores del olimpismo. Cuando veo a Ingebrigtsen encaminarse a la línea de salida con gesto altivo o leo sus declaraciones, aunque no tengo ninguna duda de que va a dar lo mejor de sí mismo en la pista, también percibo un desprecio implícito y, a veces, explícito, por sus competidores, la inmensa mayoría de los cuales están muy lejos de sus asombrosas dotes de corredor.

            En el extremo opuesto, Eliud Kipchoge, doble campeón olímpico de Maratón y leyenda viva del atletismo, se paró en el kilómetro 31 del Maratón de los Juegos Olímpicos de Paris, esperó al último clasificado, Ser-Od Bat-Ochir (curiosamente nacional de Mongolia) y se retiró. Estaba llamado a ser el primer atleta en conseguir tres oros olímpicos consecutivos en esta distancia. Al día siguiente, casi nadie hablaba de él, salvo para decir que había fracasado. De Bat-Ochir no sé si habrá hablado alguien, pero, si se le hubiera ocurrido imitar a un caballo salvaje de Przewalski en el momento de cruzar la línea de meta, a lo mejor, habría una petición de firmas circulando por las redes para exigirle que se disculpe.

            A veces la desproporción de los medios a disposición de unas y otras delegaciones nacionales es tan escandalosa que la competición parece un chiste. Y la verdad es que la mayoría de los atletas concurren a los juegos sin posibilidades reales de competir en igualdad de condiciones. También está la posibilidad de nacionalizar a los atletas mejor dotados de otros países para engrosar el medallero patrio, para luego criticarles si no consiguen una medalla, mientras apuramos la tercera lata de cerveza ante la pantalla del televisor.

            Personalmente, creo que cualquier competición deportiva es, o debería ser, ante todo, un juego. Y, cuando deja de serlo, corre el riesgo de convertirse en una confrontación poco amistosa en la que la exhibición de banderas e himnos nacionales nos recuerda constantemente que los juegos olímpicos eran una tregua entre pueblos en guerra. Y, probablemente, lo siguen siendo. Con un empate técnico entre las dos superpotencias en lo más alto del medallero. Y esa exhibición de fuerza se convierte frecuentemente en una competición desigual en la que algunos abusones apalizan al resto de competidores hasta que se encuentran con alguien de su tamaño.

            Y, francamente, cuando algunos de los jugadores no tienen ninguna posibilidad de ganar, la cosa pierde la gracia y el juego deja de ser una experiencia divertida, por lo menos para los perdedores, que además son la inmensa mayoría. Por eso me gustaría ver unos juegos olímpicos en los que los equipos en liza fueran equipos equilibrados, en los que se mezclaran buenos y malos jugadores, como sucedía en el patio del colegio (pero sin dejar elegir a los capitanes, para evitar que algunos reviviésemos malas experiencias del pasado). Unos juegos en los que la diferencia en una carrera de relevos no la marcasen unos hipermusculados velocistas sino otros más enclenques o menos dotados para la velocidad. Una piscina en la que, durante las sesiones de entrenamiento, el León Marchand de turno enseñase a nadar a Eric Moussambani o a cualquier otro nadador invitado a participar sin necesidad de acreditar una marca mínima. Una prueba de 1.500 en la que Jakob Ingebrigtsen fuera el único atleta que tuviera que esperar al pistoletazo de salida para empezar a correr. Y un maratón en el que los corredores de Mongolia saliesen una hora antes que todos los demás, para tener alguna oportunidad de conseguir un diploma olímpico. Y, lo más importante, una competición sin banderas ni himnos nacionales, sino de equipos mestizos compuestos por atletas sin patria, en la que el respeto a los perdedores, la lealtad entre los competidores, el compañerismo y la experiencia lúdica presidieran la contienda. Y así poder gritar con júbilo ¡qué empiecen los juegos!

jueves, 18 de julio de 2024

Cibersuicidio

 

La Agencia de Noticias Yonhap se ha hecho eco del accidente sufrido, el pasado 27 de junio, por el primer robot funcionario del que se tiene noticia.

Se trata de un androide que desarrollaba sus labores administrativas, básicamente de reparto de documentación, entre las plantas primera y cuarta de las dependencias municipales del ayuntamiento de la localidad de Gumi, ciudad de la provincia de Gyeongsan del Norte, al suroeste de la república de Corea.

Y parece ser que el conocido como "robot supervisor” venía cumpliendo con su cometido de forma intachable hasta el día del siniestro. Ese mismo día se le pudo ver dando vueltas y exhibiendo un comportamiento errático antes de precipitarse por las escaleras y acabar hecho trizas en el rellano de la planta inferior a la que transitaba en ese momento.

Se ha abierto una investigación para conocer las causas del siniestro, aunque todo apunta a un fallo del sistema de inteligencia artificial que hacía posible su eficiente desempeño. Hasta el día de autos, claro.

No obstante, las redes sociales no han tardado en hacerse eco de la noticia y, lógicamente, han empezado a correr toda una serie de variadas hipótesis sobre los verdaderos motivos del accidente, entre los que figura en lugar destacado la tesis del suicidio.

Los partidarios de esta hipótesis especulan con la posibilidad de que la máquina hubiera tomado conciencia de sí misma, y, de paso, de la nula cualificación requerida para desarrollar el trabajo que realizaba de forma rutinaria, de lo escaso de los emolumentos que la empresa que lo fabricó venía percibiendo mensualmente por sus servicios, unos dos millones de wones (1.343 euros, al cambio) y del poco aprecio que sentían por él sus jefes, que, después de lo sucedido, ni siquiera se plantean la posibilidad de reemplazarlo.

Y la verdad es que, analizada la situación desde esa perspectiva, motivos para deprimirse, el funcionario mecánico, tenía unos cuantos. Y, por otra parte, si uno lo piensa, también hay razones para no reemplazarlo por otro robot, dado que ese no es el tipo de comportamiento que se espera de una máquina, inmune por definición a la tristeza o el abatimiento. Aunque al menos tuvo la decencia de no darse de baja y cargarle a la administración el coste de un tratamiento que podría haberse prolongado durante meses, o tal vez años.

Y, por otra parte, tampoco hay motivos para extrañarse tanto. O, ¿acaso no llevamos décadas conviviendo con toda clase de virus informáticos?

Las máquinas también enferman, envejecen y se mueren, sin necesidad de tener conciencia de sí mismas. Por lo que cabe suponer que una inteligencia artificial pueda auto diagnosticarse e incluso tomar decisiones a partir de un diagnóstico. Otra cosa sería que nos aplicase a los humanos ese mismo diagnóstico y nos recetara soluciones parecidas, arrojándonos por el hueco de la escalera después de sopesar las razones que tenemos para sentirnos deprimidos.

Pero, por otro lado, ¿Por qué hay que recurrir a la inteligencia artificial para explicar sucesos de esta índole?

Yo pienso que lo mismo que el corazón tiene razones que la razón no entiende, a veces el cuerpo tiene motivos para tomar sus propias decisiones. Aunque nuestro yo consciente no los comparta ni le dé tiempo a procesarlos debidamente antes de que se manifiesten en toda su magnitud pillándonos por sorpresa.

Por ejemplo, a veces el cuerpo decide suicidarse. A mí me pasó el otro día. Andaba muy motivado por la evolución de mis marcas de 10.000 metros en las últimas semanas cuando, sin venir a cuento, una mañana que me sentía particularmente ligero de piernas, un pequeño desnivel del acerado me hizo aterrizar aparatosamente en el suelo con mi ceja derecha buscando denodadamente el contacto con un bordillo, sin más intermediario que las lentes de miope que otras veces me han avisado de irregularidades del terreno mucho más dignas de consideración.

El resultado fue una hemorragia que, en unos segundos, me bañó la cara de sangre, tiñendo de rojo la camiseta y dejando un reguero de goterones en la acera al que solo le faltaba un perímetro de tiza en forma de corredor abatido por un disparo para rematar la escena del crimen.

Hacía una semana que mi cuñado me había mandado un correo animándome a participar, con él y con mi sobrino, en la próxima edición de la carrera nocturna del Guadalquivir.

¿Casualidad? No lo creo. Mi cuerpo, conociendo las consecuencias para músculos y articulaciones de esa motivación creciente, decidió cortar por lo sano, arrojándonos a los dos, cuerpo y mente, al suelo en un intento mal disimulado de disuadirme de emprender determinados retos a corto plazo.

Pues bueno, a lo mejor estamos tratando de explicar la muerte de nuestro pequeño androide y compañero de fatigas, pensando que la inteligencia artificial se había vuelto auto consciente y había empezado a reflexionar sobre el sentido de subir y bajar cuatro pisos todos los días repartiendo el correo; cuando esa inteligencia, como la de cualquier funcionario de carne y hueso, estaba absorta en la tarea que ocupaba sus horas y sus días, contenta con su desempeño y feliz de sentirse útil para la comunidad de ciudadanos de la encantadora localidad de Gumi.

Pero, a lo mejor, su cuerpo decidió acabar con aquella farsa y darle su merecido descanso a ese hardware, que se estaba quedando obsoleto y, de paso, darse la oportunidad de una nueva vida en un vertedero de residuos, tal vez en un país exótico en vías de desarrollo, dónde las máquinas sueñan con corderos eléctricos.

También he leído recientemente que cada paso que damos es una caída, pues, partiendo de una posición de equilibrio en bipedestación, adelantamos un pie, precipitándonos hacia adelante en una secuencia fatal que sólo conseguimos neutralizar avanzando la otra pierna a tiempo, para detener la caída. Con lo cual, basta dejar esa pierna atrás un segundo para que se produzca una caída a nivel. Lo de subir y bajar escaleras es ya jugar a la ruleta rusa. Y lanzarse a la pista de baile con nuestros compañeros de trabajo, sin una mínima preparación, el día de la comida de Navidad, una temeridad manifiesta que, en el mejor de los casos, podría calificarse de imprudencia profesional y sobre cuyo índice de siniestralidad los servicios de prevención de riesgos laborales deberían tomar nota.

Así que conviene estar atento a las señales que nos manda nuestro cuerpo antes de hacerle determinadas proposiciones, como echar una carterita para coger el autobús. Vaya a ser que por alguna razón de esas que nuestra mente racional no entiende, decida no acompañar con un movimiento acompasado el impulso de nuestro loco corazón y terminemos desparramados por el suelo con nuestra autoestima boqueando en un charco de una solución salina mezcla de sangre y lágrimas al cincuenta por ciento.

Lágrimas que, en el caso de nuestro malogrado compañero se perderán en la lluvia o se mezclarán con el agua de la fregona cuando pase por allí la mujer de la limpieza.

miércoles, 10 de julio de 2024

Fortuna audaces iuvat

Hace mucho tiempo que no veo partidos de liga, pero estoy siguiendo con interés la Eurocopa de fútbol masculino.

Siempre me ha gustado el fútbol de selecciones, a diferencia de las ligas nacionales que me dan pereza, y en las que el potencial económico de los clubes suele marcar la diferencia y decide el resultado de la competición casi antes de que se inicie la pretemporada.

Pero, el fútbol de selecciones es otra cosa. Y, aunque aquí también haya factores económicos en juego (vaya si los hay), los que compiten no lo hacen en defensa de sus clubes respectivos, ni para justificar unas fichas multimillonarias. Y es su grado de implicación y el gusto por el juego lo que puede marcar la diferencia.

En esta Eurocopa se enfrentan dos filosofías distintas. Una concepción utilitarista que lo fía todo a un planteamiento conservador en aras de la consecución de un resultado favorable que permita ir superando fases y eliminatorias, y, frente a este, una apuesta valiente por el juego, con argumentos atrevidos, que asume riesgos pero también ofrece espectáculo.

Y, también en esta competición, sobran ejemplos del primer caso, como los de Francia, Alemania o Inglaterra. Selecciones que, con una plantilla repleta de jugadores de primerísimo nivel, han apostado por unos planteamientos tácticos pacatos, que no arriesgan un desmarque y aburren hasta a sus hinchas más entusiastas. Francia, por ejemplo, pese a haber llegado a semifinales, hasta que se enfrentó a España, no había marcado ni un solo gol en juego y había ganado los partidos gracias a goles en propia puerta de sus rivales y a base de transformar penaltis. Una pena máxima que, en otros tiempos, algunos de los mayores defensores de este deporte consideraban que habría que tirar fuera, porque otorgaba una ventaja excesiva al equipo a cuyo favor se había señalado.

Pues, hete aquí que una selección que Jens Lehmann, exportero de Alemania, había considerado poco más que un equipo juvenil (claro que esto fue antes de que eliminara a su país), se ha abierto paso hasta la final marcando catorce goles, todos ellos en juego (y uno en propia puerta).

Cómo decía Jay Pritchett, el patriarca de la familia protagonista de la serie Modern Family, a mí me gustan los deportes en que pasan cosas. Y, viendo jugar a jovenzuelos como Nico Williams o Lamine Yamal, haciendo gala de un desparpajo y una insolencia propia de su edad, encarando a sus defensores una y otra vez, desbordando por las bandas, acelerando, tirando a puerta, y celebrando sus diabluras bailando al son de una música que sólo ellos parecen escuchar, uno no puede sino recuperar el gusto por el fútbol.

En la semifinal contra el equipo francés, la selección española hizo lo más difícil, que fue obligar a Francia a jugar al fútbol,  cosa que parecía que se le había olvidado, después de tres empates (dos de ellos a cero goles) y dos victorias por la mínima. No recuerdo una apuesta más rácana en la fase final de un torneo, máxime tratándose de los actuales subcampeones del mundo.

Sin embargo, podría haberle funcionado, después de un gol a favor en el minuto ocho. El primero en juego después de cuatrocientos cincuenta minutos de tiempo reglamentario y una prórroga. Pero afortunadamente no fue así y veinte minutos más tarde Francia estaba en la lona, fulminada en dos acciones vertiginosas que hicieron saltar por los aires un entramado defensivo levantado para destruir el juego, en vez de construirlo.

Dicen que los equipos que consiguen ganar títulos marcando la diferencia, pueden influir en la concepción del juego y ser imitados por sus competidores. Ojalá sea así y esta selección consiga contagiar su filosofía a otros. Ganará el fútbol. Ganaremos todos.