viernes, 20 de junio de 2025

La laguna del hedor eterno

 

Hay una excusa infalible con la que se puede justificar casi cualquier proceder o el hecho de no haber actuado cuando habría estado en nuestra mano hacerlo, para evitar un desatino, poner fin a una injusticia, impedir o mitigar un daño o, incluso, evitar un crimen o una catástrofe. Cualquier acusación que guarda relación con el comportamiento de otros, pero de cuyo proceder podríamos ser testigos y, eventualmente, cómplices, se puede esquivar alegando ignorancia. No lo sabía, no tenía ni idea, no me lo podía imaginar, soy el primer sorprendido, me considero estafado, soy una víctima más, inocente como un niño.

Sin embargo, una cosa es no saber y otra distinta no querer saber. Ponerse una venda delante de los ojos e ignorar el peligro. Todos lo hemos hecho alguna vez. Por amor, por lealtad, pero también por utilidad, por conveniencia, por desidia, por miedo, por cobardía, por no buscarnos problemas, por no crearnos enemigos, por no ser capaces de hacer lo que habría que haber hecho.

Pero llega un momento en que la venda se nos cae de los ojos o alguien nos la arranca y nos obliga a mirar y, entonces, el sentimiento de culpa, la vergüenza, los remordimientos, el horror, pueden volverse insoportables.

Estos días anda muy atribulado el Presidente del Gobierno y Secretario General del partido mayoritario de ese gobierno. Pide perdón pero, acto seguido, dice haber sido engañado, traicionado por sus hombres de confianza, aquellos que le respaldaron como adalid de la lucha contra la corrupción de los otros, pero que llevaban la corrupción grabada en su propio ADN y sólo estaban esperando una oportunidad para inocularla en el sistema de adjudicaciones de obra pública desde el ministerio presidido por uno de ellos.

Aún con una venda sobre los ojos, es imposible no percibir, aunque sólo sea de vez en cuando, un tufillo que, a fuerza de olerlo, termina saturando la pituitaria. El problema de no saber que uno guarda un muerto en el armario es que, cuando alguien abre ese armario, el hedor resulta ya insoportable.

Con el genocidio perpetrado por Israel ante los ojos del mundo, pasa algo parecido. Es mejor no saber, no ver lo que está pasando, que te lo cuente otro, creer a pies juntillas las palabras del aliado estratégico, del líder de turno o la propaganda gubernamental. Cerrar los ojos y rezar ante un muro para que todo termine cuanto antes y dejen de caer las bombas y ya no se escuche más el llanto de los niños. Para que los escombros lo sepulten todo y podamos olvidar los nombres de los muertos y algún día ya nadie los recuerde.

Pero, mientras tanto, el horror se expande por doquier y el ruido ensordecedor de las detonaciones nos deja sordos, igual que el tufo de la corrupción satura nuestro olfato.

He leído que el presidente de Estados Unidos le ha declarado la guerra a Barrio Sésamo, por promover la formación de los niños dentro de ideas radicales de izquierda. Y, al hilo de esta noticia, me he acordado de la película Dentro del laberinto, de Jim Henson. Y recuerdo que, entre otros escenarios de fantasía, en la trama aparece un lugar llamado la laguna del hedor eterno. Se trata de una ciénaga nauseabunda cuyas emanaciones en forma de flatulencia inflaman el aire al tiempo que su superficie borbotea. Y la piel de aquellos que entran en contacto con sus aguas fétidas se ve impregnada de un olor del que ya no podrá desprenderse por mucho que se laven y que los acompañará toda su vida.

Pues algo así sucede con las tierras pantanosas por las que transitan algunos de los personajes que pueblan las noticias de los telediarios. Se han arrojado a una fosa de cuya pestilencia no podrán escapar jamás. Ese hálito los perseguirá toda su vida y perseguirá también a todos aquellos que, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración, sin darse cuenta metieron los pies en esa charca inmunda.

Hay otro lugar en la película de Jim Henson que también recuerdo y que puede traerse a colación para ilustrar los tiempos que nos ha tocado vivir. Es lo que se conoce como olvidadero. Un olvidadero es una mazmorra en la que el Rey de los Goblins, magistralmente interpretado por David Bowie, encierra a la gente que le incomoda para olvidarse de que existe.

Algo parecido a lo que hace el rey de la primera potencia mundial con aquellos que le incomodan. Aunque este autoproclamado monarca, a diferencia del Rey de los Goblins, ha preferido instalarlos en una mazmorra alejada de su castillo, en un país remoto, y ello a pesar de que otros olvidaderos, como los excavados en Abu Ghraib o Guantánamo, no pudieron cumplir con su finalidad.

Para algunos desventurados, esas lúgubres prisiones situadas en lugares remotos, lejos del alcance de la justicia y de las cámaras de televisión, bien podrían convertirse en un triste reflejo del castillo de irás y no volverás. Pero, aunque así fuera y alguien consiguiera llevar una luz a los confines más profundos de esas mazmorras, ¿quién querría ver en la oscuridad y no preferiría que lo que está oculto permanezca oculto para poder justificar sus acciones, para que el olor de la podredumbre y los monstruos que habitan en esa oscuridad no se muestren ante nuestros ojos a plena luz del día?

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