Hay una excusa infalible con la que se
puede justificar casi cualquier proceder o el hecho de no haber actuado cuando
habría estado en nuestra mano hacerlo, para evitar un desatino, poner fin a una
injusticia, impedir o mitigar un daño o, incluso, evitar un crimen o una
catástrofe. Cualquier acusación que guarda relación con el comportamiento de
otros, pero de cuyo proceder podríamos ser testigos y, eventualmente,
cómplices, se puede esquivar alegando ignorancia. No lo sabía, no tenía ni
idea, no me lo podía imaginar, soy el primer sorprendido, me considero
estafado, soy una víctima más, inocente como un niño.
Sin embargo, una cosa es no saber y otra
distinta no querer saber. Ponerse una venda delante de los ojos e ignorar el
peligro. Todos lo hemos hecho alguna vez. Por amor, por lealtad, pero también por
utilidad, por conveniencia, por desidia, por miedo, por cobardía, por no
buscarnos problemas, por no crearnos enemigos, por no ser capaces de hacer lo
que habría que haber hecho.
Pero llega un momento en que la venda se
nos cae de los ojos o alguien nos la arranca y nos obliga a mirar y, entonces, el
sentimiento de culpa, la vergüenza, los remordimientos, el horror, pueden volverse
insoportables.
Estos días anda muy atribulado el
Presidente del Gobierno y Secretario General del partido mayoritario de ese
gobierno. Pide perdón pero, acto seguido, dice haber sido engañado, traicionado
por sus hombres de confianza, aquellos que le respaldaron como adalid de la
lucha contra la corrupción de los otros, pero que llevaban la corrupción grabada
en su propio ADN y sólo estaban esperando una oportunidad para inocularla en el
sistema de adjudicaciones de obra pública desde el ministerio presidido por uno
de ellos.
Aún con una venda sobre los ojos, es
imposible no percibir, aunque sólo sea de vez en cuando, un tufillo que, a
fuerza de olerlo, termina saturando la pituitaria. El problema de no saber que
uno guarda un muerto en el armario es que, cuando alguien abre ese armario, el
hedor resulta ya insoportable.
Con el genocidio perpetrado por Israel
ante los ojos del mundo, pasa algo parecido. Es mejor no saber, no ver lo que
está pasando, que te lo cuente otro, creer a pies juntillas las palabras del
aliado estratégico, del líder de turno o la propaganda gubernamental. Cerrar
los ojos y rezar ante un muro para que todo termine cuanto antes y dejen de
caer las bombas y ya no se escuche más el llanto de los niños. Para que los
escombros lo sepulten todo y podamos olvidar los nombres de los muertos y algún
día ya nadie los recuerde.
Pero, mientras tanto, el horror se
expande por doquier y el ruido ensordecedor de las detonaciones nos deja
sordos, igual que el tufo de la corrupción satura nuestro olfato.
He leído que el presidente de Estados
Unidos le ha declarado la guerra a Barrio
Sésamo, por promover la formación de los niños dentro de ideas radicales de
izquierda. Y, al hilo de esta noticia, me he acordado de la película Dentro del laberinto, de Jim Henson. Y
recuerdo que, entre otros escenarios de fantasía, en la trama aparece un lugar
llamado la laguna del hedor eterno.
Se trata de una ciénaga nauseabunda cuyas emanaciones en forma de flatulencia
inflaman el aire al tiempo que su superficie borbotea. Y la piel de aquellos
que entran en contacto con sus aguas fétidas se ve impregnada de un olor del
que ya no podrá desprenderse por mucho que se laven y que los acompañará toda
su vida.
Pues algo así sucede con las tierras
pantanosas por las que transitan algunos de los personajes que pueblan las
noticias de los telediarios. Se han arrojado a una fosa de cuya pestilencia no
podrán escapar jamás. Ese hálito los perseguirá toda su vida y perseguirá
también a todos aquellos que, con los ojos cerrados y conteniendo la
respiración, sin darse cuenta metieron los pies en esa charca inmunda.
Hay otro lugar en la película de Jim
Henson que también recuerdo y que puede traerse a colación para ilustrar los
tiempos que nos ha tocado vivir. Es lo que se conoce como olvidadero. Un
olvidadero es una mazmorra en la que el Rey de los Goblins, magistralmente
interpretado por David Bowie, encierra a la gente que le incomoda para
olvidarse de que existe.
Algo parecido a lo que hace el rey de la
primera potencia mundial con aquellos que le incomodan. Aunque este
autoproclamado monarca, a diferencia del Rey de los Goblins, ha preferido
instalarlos en una mazmorra alejada de su castillo, en un país remoto, y ello a
pesar de que otros olvidaderos, como los excavados en Abu Ghraib o Guantánamo,
no pudieron cumplir con su finalidad.
Para algunos desventurados, esas
lúgubres prisiones situadas en lugares remotos, lejos del alcance de la
justicia y de las cámaras de televisión, bien podrían convertirse en un triste
reflejo del castillo de irás y no volverás. Pero, aunque así fuera y alguien
consiguiera llevar una luz a los confines más profundos de esas mazmorras,
¿quién querría ver en la oscuridad y no preferiría que lo que está oculto
permanezca oculto para poder justificar sus acciones, para que el olor de la
podredumbre y los monstruos que habitan en esa oscuridad no se muestren ante
nuestros ojos a plena luz del día?
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