viernes, 4 de julio de 2025

Los jueces de la ley

 

Anda revuelto el mundo de la judicatura estos días, como demuestra el paro convocado por la mayoría de asociaciones de jueces y fiscales los tres primeros días de julio, con las consabidas suspensiones de juicios y vistas orales.

Y, por mi experiencia, se puede hablar de seguimiento masivo. Al margen de datos oficiales, si es que llega a haberlos, porque aquí nadie sabe nada, y además saber cuántos jueces y fiscales han secundado el paro se ha vuelto una misión imposible, ya que ni el Consejo General del Poder Judicial ni la Fiscalía General del Estado son capaces de proporcionar datos oficiales de su seguimiento, lo que, al menos de momento, impide al Ministerio de Justicia descontar el sueldo a quienes lo hayan secundado

Además, según el comunicado emitido por los convocantes, los miembros de la carrera judicial y fiscal que vayan a ir a la huelga “no tienen deber” de informar a las instancias superiores, esto es, Fiscalía General del Estado y Consejo General del Poder Judicial.

Todo lo cual es, al mismo tiempo, sorprendente y extraordinario, dado que el derecho de huelga únicamente puede reconocerse por ley (o eso dice el artículo 28 de la Constitución Española), lo cual ha motivado que el Consejo General del Poder Judicial acuerde, por unanimidad,  no reconocer la convocatoria, dado que, en este caso, la huelga no tiene sustento legal.

Pero, también en este caso, por lo visto y a la luz de las cinco huelgas anteriores, se da la paradoja de que el hecho de que los jueces no tengan reconocido el derecho de huelga, de facto, les permite no ir a trabajar sin merma económica alguna y sin obligación de informar a nadie ni dar explicaciones de ninguna clase. Es más, los propios convocantes han definido unilateralmente lo que consideran servicios esenciales de la comunidad., sin negociación previa ni nada que se le parezca, definiendo unilateralmente los bienes e intereses esenciales que hay que salvaguardar, que, en teoría, son aquellos que afectan a los derechos fundamentales y libertades públicas, entre los cuales se encuentra, si no recuerdo mal, el derecho a la tutela judicial efectiva.

No obstante, sus señoritas, tan fieles a la letra de la ley cuando no son sus intereses los que están en juego, haciendo una interpretación creativa de la norma constitucional, consideran que el hecho de que no exista una ley que regule su derecho de ir a la huelga no deja de ser una formalidad y no significa que no lo tengan. Así que lo tienen, tan solo a expensas de que una ley lo reconozca. Y, mientras tanto, pueden ejercerlo con toda normalidad, previa convocatoria (que su órgano de gobierno no reconoce), fijando unilateralmente los servicios mínimos, sin pérdida de retribuciones y sin tener que dar cuentas a nadie.

En qué mala hora, nos reconocieron a los funcionarios el derecho de huelga, cosa que, en nuestro caso, si hizo la Disposición Adicional décimo segunda de la Ley 30/1984 y posteriormente el artículo 15 del Estatuto Básico del Empleado Público.

Y yo, que soy un poco lerdo en estas cuestiones, me pregunto: si los jueces no tienen reconocido el derecho de huelga y, aun así, no van a trabajar, ¿cómo puede calificarse tal comportamiento omisivo?

Pista, el artículo 419.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial califica como falta leve la ausencia injustificada y continuada por más de un día natural y menos de cuatro de la sede del órgano judicial en que el juez o magistrado se halle destinado. Si te pasas de tres días entonces hablamos de falta grave, y si son siete o más de siete, entonces se trata de una falta muy grave.

Luego están los motivos. Y esta vez no se trata de una subida salarial, sino, entre otras cosas, del acceso a la carrera judicial, dado que el Gobierno pretende abrirles la puerta de atrás a los jueces sustitutos, con lo que se “va a rebajar la excelencia de conocimientos”, ante lo que muchos jueces se preguntan qué va a pasar con los principios de mérito y capacidad. Pues, bueno, me temo que lo mismo que ha venido pasando en los procesos de estabilización, consolidación y funcionarización en el resto de administraciones públicas, sin que los miembros de la judicatura se hayan rasgado las vestiduras, hasta que son sus propias togas las que se rasgan ahora que han tomado conciencia de lo injusto de tales procedimientos.

Salvo que pensemos que el mérito y la capacidad deben reservarse exclusivamente para el acceso a las carreras judicial y fiscal, y que el resto de cuerpos al servicio de las administraciones públicas no requiere los mismos méritos y capacidades, por mucho que el artículo 103.3 de la Constitución los proclame abiertamente como principios rectores del acceso a la función pública.

Al respecto, algunas sentencias han dicho cosas tan sensatas como que un puesto de trabajo que viene siendo ocupado por una persona que accedió al mismo con una temporalidad, pero por la negligencia de la Administración Pública lleva ya, 15 o 20 años en el mismo, no debería de ser ofertado para acceder a través de pruebas selectivas, pues tal como dice el Tribunal Constitucional, estos trabajadores ya han demostrado que tienen la suficiente capacidad para desempeñar el puesto de trabajo, ya que de no haber sido así, la Administración podría haber prescindido de ellos. Dicho lo cual, tal vez sea un poco tarde para ponerse estupendo.

Pero una de las medidas que suscita más rechazo entre sus señorías es la que tiene que ver con el sistema de acceso a las carreras judicial y fiscal y, en concreto, la decisión de introducir en la oposición de acceso a ambas carreras una prueba escrita y de garantizar el anonimato de los aspirantes, y que el Gobierno defiende por la conveniencia de valorar, además de la capacidad memorística, la habilidad para expresar razonamientos jurídicos. Pero que las asociaciones más representativas consideran que supondría “un incremento de la subjetividad en la evaluación de los jueces y fiscales”.

Cómo opositor que he sido a la carrera judicial y fiscal he de reconocer que no entiendo nada. Primero porque, cuando yo me preparaba, ya había un ejercicio escrito. Eso sí, para llegar a esa fase del proceso selectivo antes había que superar dos ejercicios, uno que se leía ante el tribunal y otro oral, ambos de carácter teórico. 

Y en ambos el tribunal conocía la identidad del opositor, lo que, desde luego, no garantizaba el anonimato. Pero lo que no entiendo es porque el anonimato incrementa la subjetividad en la evaluación de los aspirantes.

Lo que sí sé es que, cuando me examinaba, tras "largos años de esfuerzo callado en busca de la excelencia y la entrada al servicio público desde los principios de mérito, capacidad e igualdad", los miembros del tribunal que me examinó sabían quién era, pero también sabían perfectamente quién no era.

No lo conseguí, pero, honestamente, creo que estuve cerca. Y recuerdo que la primera vez que me presenté y fui a leer mi examen, el  tribunal, que llevaba seis meses oyendo opositores leer sus ejercicios, esa tarde invito a todos los aspirantes, menos a dos, a que se retirarán después de concluir la lectura del primer tema (práctica habitual por otra parte). Entre esos dos aspirantes, que fuimos los dos últimos en someternos al juicio del tribunal, me encontraba yo, que, además, fui el que clausuró la sesión de lectura, después de que mi antecesor culminase la de sus cinco temas sin ser interrumpido; y que, cuando termine de leer el primer tema, me detuve, a la espera del veredicto fatal, hasta que el tribunal me instó a que prosiguiera con la lectura. Después de abandonar la sala, ese mismo tribunal estuvo deliberado un rato y luego sacó una lista en la que sólo aparecía un nombre, que no era el mío.

Después de concurrir a una segunda convocatoria en la que conseguí superar el primer ejercicio, y tras cuatro años de preparación, dejé las oposiciones a juez y me despedí de mis preparadores, ambos magistrados de la Audiencia Provincial. Y, mucho tiempo después, he sabido que el hijo de uno y la hija del otro en la actualidad son juez y fiscal respectivamente.

Mi compañera de oposición todavía siguió preparándose un año más, pero también terminó dejando las oposiciones. Cuando le pregunté el motivo, me dijo que la última vez que se examinó, antes del ejercicio oral, huyendo de la tensión que se respiraba en el ambiente, se fue a tomar una tisana a una cafetería alejada de la sede del tribunal. Y que allí, en otra mesa había sentado un joven que resultó ser uno de los aspirantes que se examinaban con ella ese día, junto con otras personas mayores que charlaban tranquilamente. Cuando llegó su turno, entre los miembros del tribunal pudo reconocer a uno de los adultos que acompañaban al joven aspirante.

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