viernes, 19 de septiembre de 2025

Estoicos

            En un momento histórico marcado por la inestabilidad política y la crisis de la sociedad, en la que otra vez resuenan con fuerza los tambores de la guerra, el estoicismo ha vuelto y, si amigos, parece que ha vuelto para quedarse.

Y es que viste mucho eso de ser un estoico y aceptar los embates del destino con la templanza de un filósofo, de vuelta de las pasiones, el miedo y la frustración, resiliente como un junco y capaz de sobreponerse a cualquier revés de la fortuna.

Pero, ¿de verdad es estoicismo todo lo que reluce? me pregunto yo cuando escucho a esa hornada de estoicos recién salida del microondas, con la apariencia de un grupo de machotes con la piel bien dura, poseedores de un entendimiento superior al del común de los mortales, incapaces de dejarse llevar por los instintos, tolerantes a la frustración, con una voluntad forjada en los Montes del Destino por un dios expulsado del Olimpo precisamente por estoico y andar por ahí dando la tabarra con eso de la necesidad de domeñar las pasiones, mientras otros se dedicaban a secuestrar doncellas transmutados en toros blancos.

A mí, personalmente, me encantaría ser un estoico e ir por ahí exudando estoicismo, reconocer mis debilidades y aceptarme tal como soy. Pero, qué le vamos a hacer. Soy un estoico hasta que suena el despertador, pierdo el autobús, se me derrama el café o se me enfría la tostada, y hasta que, en cualquier otro momento, me surge la posibilidad de ser un hedonista que persigue a toda costa el placer y huye desordenadamente ante la amenaza del dolor más soportable.

Lo único que me hace intentar parecerme más a Marco Aurelio es no quedar mal ante mis amigos, colegas y conocidos, y que me consideren un quejica y un pusilánime, porque ver cómo se deteriora mi imagen y perder la consideración y el respeto de los que todavía no saben cómo soy en realidad, me ocasionaría un gran dolor, y ya se sabe que los hedonistas le tememos más al dolor que a una vara verde.

Aunque, bien pensado, no hay nada más resiliente que una vara verde, que permite azotar a todo el que se resista a doblar el lomo, sin perder su flexibilidad ni correr el riesgo de quebrarse.

No obstante, ¿de qué sirve tanta resiliencia? Al final, si te vuelves resiliente vas a seguir doblando el lomo toda tu vida y llegará un momento en el que ya no haga falta una vara verde para que lo hagas, porque serás capaz de hacerlo por propia voluntad. Y, con un poco de esfuerzo, tú mismo te habrás convertido en una vara verde y podrás ir por ahí dando lecciones de estoicismo, fustigando a tus semejantes y ayudándoles a convertirse a su vez en otros estoicos con aspecto de varas verdes y así in saecula saeculorum. Amén.

A pesar de todo, hay que reconocer que si todos fuéramos estoicos la vida sería mucho más aburrida. A nadie le importaría ganar o perder, nadie criticaría a los árbitros, (de hecho, la liga de fútbol se convertiría en un torneo amistoso y los niños ya no querrían ser futbolistas, sino camareros o pinches de cocina), los pobres seguirían siendo pobres, eso sí, pero a cambio no habría que sofocar revoluciones sangrientas por la fuerza, la tasa de divorcios descendería enormemente, no sería necesario un sistema de recursos y desaparecería la segunda instancia judicial, el Tribunal Supremo sería un órgano meramente consultivo, los jueces se dedicarían solo a poner sentencias y podrían mandar a la cárcel a la gente o absolverla libremente sin ocupar titulares al día siguiente en los periódicos, no habría aborto ni políticas de género, pero tampoco discriminación por razón de sexo u orientación sexual, y la oposición respetaría el resultado de las elecciones sin cuestionarse todos los días la legitimidad del Gobierno, que deportaría a los inmigrantes (con o sin papeles), podría congelar el salario mínimo o subir los impuestos a voluntad, reforzar el sistema público de salud o desmantelarlo, y, lo que es más importante, la paz reinaría en el mundo, porque se acabarían las guerras y la gente abandonaría sus casas o sus ciudades y territorios pacíficamente y sin oponer resistencia.

            Así que, después de pensarlo un poco, creo que estamos de enhorabuena, porque nada malo puede salir de todo esto y, aunque fuera de otra manera, nos iba a dar igual, que es de lo que se trata.

viernes, 22 de agosto de 2025

Menesterosos descalzos

 

No sé qué tienen los pobres, que le dan repelús a todos los que no lo son o incluso a quienes, siéndolo, no sé consideran tales. De ahí la necesidad de volverlos invisibles. Y es que es maravilloso vivir en una sociedad en la que todo el mundo va adecuadamente vestido y calzado. Y no porque impere el buen gusto y la elegancia, sino porque cada cual puede cubrir su desnudez sin llamar la atención y nadie va descalzo. Salvo en la playa, que es un lugar en el que la piel bronceada a conciencia ya no identifica a los que trabajan a pleno sol o duermen a la intemperie y, con sacudirse la arena, la planta de los pies luce otra vez lustrosa.

Pero, ay, de vez en cuando, afortunadamente no muy a menudo, algunos pobres irrumpen en las playas o hacen acto de presencia en una calle repleta de tiendas y cafeterías, o, de noche, intentan conciliar el sueño en el zaguán iluminado de una entidad financiera, a los pies de un cajero automático.

Y no sé puede evitar tropezar con ellos, con sus ropas andrajosas, los dedos negros de sus pies sujetando unas chanclas hechas girones, envueltos en una manta mugrosa, acurrucados en un soportal sobre un lecho de cartones, o empujando trabajosamente un carro de supermercado cargado hasta los topes de bolsas de plástico con todas sus tristes pertenencias rezumando miseria.

A propósito de esto, he leído la confesión de una periodista, progresista y defensora del estado del bienestar, que había dejado de coger el metro para no encontrarse con esos mendigos que proliferan en el transporte público. Y es verdad que no he visto a ningún pordiosero bajarse de un Uber y también que, en mi ciudad, a juzgar por el aspecto de sus usuarios, algunas líneas de autobús podrían tener su última parada en una favela de Río de Janeiro.

Lo malo es que para viajar a según que destinos no se puede coger un Uber o este no te lleva más allá de la terminal del aeropuerto. Y, últimamente, algunos aeropuertos se han llenado de indigentes. Esos mismos que, no hace tanto tiempo deambulaban, y todavía hoy deambulan, por los alrededores de las estaciones, en busca de una oportunidad para subirse a un tren o tratando de reunir el dinero suficiente para un billete de autobús que les permita emigrar a otro destino.

Y es que no es lo mismo viajar a Nueva Delhi para ver con nuestros propios ojos las miserias exóticas de otros y tomar conciencia de las desigualdades de este mundo material, que ver la pobreza acampando en el área de facturación del aeropuerto de tu ciudad antes incluso de hacer el check-in.

Aunque siempre se puede recluir a esa chusma en una planta poco transitada y así el problema, aunque no se soluciona, se vuelve menos visible y las compañías aéreas y los pobres pasajeros dejan de sentirse incomodados por los pobres de verdad y sus problemas personales de salud, higiene e integración, que también son problemas, pero no son nuestros problemas y, si sabemos mantenerlos a la distancia adecuada, no lo serán nunca.

Y es que, cuando alguien deja de ser pobre, empieza a incomodarle la pobreza que creía haber dejado atrás, pero que, si mira con atención, todavía puede reconocer asomándose por alguna esquina. Los que hemos sido pobres en el pasado tenemos la necesidad imperiosa de renegar de nuestra miserable historia familiar y apartar de nosotros a quienes no han conseguido escapar de la mugre y la fealdad que, como sabemos por propia experiencia, caracterizan la pobreza, o tratan de alcanzar esta tierra de promisión.

Será por eso que alguna gente, cuando va a la playa y se encuentra tranquilamente tomando el sol, si ve llegar una lancha cargada de menesterosos desembarcando a plena luz del día, salta como un resorte y corre a su encuentro, no para darles una manta y ofrecerles un trago de agua fresca, sino para tirarlos al suelo e inmovilizarlos antes de que se refugien en algún barrio miserable (que podría ser el suyo) o se atrincheren en la sala de espera de un aeropuerto.

Aunque, probablemente, la desesperación dibujada en el rostro de quien no tiene nada y corre para salvar su vida les hace temer por su propia suerte y encontrarse a esa gente en su propia playa también les hace conscientes de que, en realidad, siguen siendo unos pobres, porque, de lo contrario, estarían en otra playa a la que no arribarían embarcaciones de desesperados y, si llegara alguna, alguien a sueldo inmovilizaría a esa hueste famélica sin que ellos tuvieran que mover un dedo.

Y otro tanto sucede con la sanidad pública. Basta con pasar un par de horas en la sala de urgencias de un hospital para ser consciente de lo pobre que es uno. Solo hace falta mirar en derredor para identificar a todos esos viejos conocidos, miembros de la clase social a la que seguimos perteneciendo, hacinados unos junto a otros a la espera de ser atendidos en unas consultas minúsculas, o penando tumbados en unas camillas que ofrecen un aspecto calamitoso, rodeados de inmigrantes, respirando el mismo aire viciado, presas de la misma incertidumbre.

Será por eso que a la gente le ha dado por hacerse un seguro privado. Para fabricarse una ficción en la que clínicas privadas les abren sus puertas de par en par y esbeltas enfermeras y médicos de ojos azules les extirpan el páncreas entre sonrisas y gestos cariñosos, capaces de mitigar el dolor más agudo, mientras los pobres de verdad agonizan en la sanidad pública y se mueren en una residencia de ancianos porque para ellos no había sitio en los hospitales privados.

Debe de ser maravilloso no ser pobre, viajar en avión privado hasta playas desiertas donde sirvientes con sonrisa de marfil te rinden pleitesía sin pedir nada a cambio, y alojarse en hoteles de cinco estrellas en los que el aire acondicionado refresca las noches tropicales más sofocantes, vivir en un barrio opulento y comer en restaurantes de cuatro tenedores, tener un seguro privado que te garantice un trasplante de cualquier órgano sin listas de espera y poder viajar de vez en cuando al espacio para ver lo hermoso que es este planeta.

Pero ser pobre tampoco está tan mal. Puedes viajar en transporte público sin que nadie te mire raro, dormir en un aeropuerto porque tu vuelo ha sido cancelado o porque no tienes donde pasar la noche y así conocer a otros pobres como tú. Engrosar las listas de espera de la sanidad pública o pagar una póliza que te garantice que no vas a encontrarte con otros más pobres que tú, hasta que te deriven al sistema público de salud si la cosa se pone seria o tu póliza no da más de sí. Y veranear en playas en las que puedes ayudar a otros pobres a llegar cuanto antes a un centro de internamiento.

jueves, 7 de agosto de 2025

Por los caminos del Norte

 

La semana pasada regresamos de nuestras vacaciones por la Cornisa Cantábrica, a la que habíamos peregrinado huyendo del calor sofocante que hace en nuestro lugar de residencia, aquí en el Sur de la península, donde el astro rey personifica una monarquía absoluta que gobierna el territorio con mano de hierro, especialmente durante el cada vez más largo periodo veraniego.

Y, cómo soy un nostálgico, y también un fanático del soporte papel, me he comprado una guía de viajes. Bueno, por eso y porque me cae mal esa legión de youtubers y tiktokers sabiondos que andan por ahí dándoselas de conocer las mejores vistas y los mejores restaurantes del mundo mundial y porque me parece una inmoralidad que ponerle los dientes largos a la plebe les permita a algunos desocupados ganarse la vida holgadamente a costa de saturar cualquier rincón del planeta de gente que sin su inestimable ayuda jamás de los jamases habría descubierto una miserable playa o el bosque más raquítico del mundo, y que solo visitaría si se le garantiza la posibilidad de hacerse un selfie y subirlo a sus redes sociales para darle envidia a otros cretinos igualmente hambrientos de notoriedad.

Lo de agenciarte una guía de viaje te coloca en una situación comprometida, porque te otorga la labor de proponer el destino de las excursiones de los que viajan contigo. Aunque, en esta ocasión, Lorena y yo nos hemos repartido ese cometido, si bien, mientras yo me dejaba aconsejar por mi guía de viaje, a pesar de que está un poco desfasada (cada vez quedan menos nostálgicos como yo) ella seguía su intuición tomando como referencia las recomendaciones de los vídeos de tik tok, que reconozco que ofrece un formato más amable. Y es verdad que algunas guías son un verdadero tostonazo y un batiburrillo de nombres, fechas y datos irrelevantes que se me olvidan a los cinco segundos de haberlos leído.

No obstante, con mi libro debajo del brazo, y con el paso de los días, examinando los mapas, los planos y las recreaciones de iglesias, claustros y abadías antes de ponernos en ruta, viendo los dibujos de la fauna y la flora autóctonas, al tiempo que recorríamos desfiladeros y gargantas, trepábamos hasta cumbres azotadas por un viento helado en busca de un remoto salto de agua al que el estío había diezmado hasta convertirlo en un hilillo invisible, y caminábamos entre secuoyas, tomando conocimiento de las leyendas locales, de las tradiciones y la historia de enclaves recónditos, sin darme cuenta, se fue apoderando de mí el espíritu de un viajero fascinado por el entorno al que, al final de la jornada, aguardaba un puerto en el que pequeñas embarcaciones flotaban en la luz dorada del atardecer.

En el transcurso de nuestro viaje, hemos sido advertidos, de forma reiterada, de la presencia de animales en las vías que recorríamos diariamente. Incluso, en cierta ocasión, un macho cabrío con una espectacular cornamenta salió a nuestro encuentro mientras transitábamos por una carretera secundaria y se nos quedó mirando de forma aviesa al paso del vehículo, haciéndonos pensar en aquelarres a la luz de la luna estival en los claros del bosque umbrío cercano a la aldea en la que nos detuvimos para comer.

Además, la guía describía otros animales colosales de los que algún ejemplar conservado en toneladas de formol, o su esqueleto desnudo, se exponía en los museos de la región, como calamares gigantes de los que transitan por las profundidades abisales y que, desgraciadamente, no pudimos ver. Pero en uno de los antaño puertos balleneros que visitamos durante nuestro periplo, dos huesos de ballena de proporciones formidables coronaban un mirador, en el que, a pocos metros de distancia, la punta de un arpón asomaba por la boca de un cañón ballenero al acecho del leviatán.

Durante todo este tiempo, las gaviotas se han convertido en nuestras infatigables compañeras de viaje. Y hemos sido testigos privilegiados de la crianza de un polluelo en el tejado de una casa que distaba tan solo unos metros de nuestra ventana, abierta día y noche sobre una luminosa ensenada, transitada por barcos mercantes, balandros y ferrys con destino a puertos remotos allende los mares, como los ingleses de Plymouth y Portsmouth. Su graznido y la algarabía constante a las horas más intempestivas nos ha acompañado como una banda sonora a ratos destemplada y hemos podido observar cómo distintos ejemplares de gran envergadura acechaban las viandas de los veraneantes en terrazas y veladores, en una secuencia de instantáneas de la vida salvaje irrumpiendo en el paisaje urbano.

Los faros también han marcado nuestro recorrido por una costa escarpada en la que las olas golpean sin cesar rompientes y escolleras, llenando la noche de un estrépito sordo que, desde tiempo inmemorial acuna el sueño de marineros y pescadores, llenando sus horas de vigilia con quebrantos y suspiros traídos y llevados por las mareas.

Y hemos tenido noticias de la celebración de un campeonato del mundo de bateo de oro, en una localidad conocida como el Valle del Oro, en el que cientos de participantes de hasta 24 países distintos compiten entre sí tratando de extraer el preciado metal de un cubo de arena de entre 10 y 20 kilos, en el que ha sido introducido un número variable de pepitas de oro, con la sola ayuda de una batea para lavar arena y grava del río y separar los materiales ligeros de los pesados, en busca de alguna pequeña semilla dorada.

También hemos conocido que los vaqueiros eran un pueblo de ganaderos trashumantes despreciado y perseguido por su origen, que nunca bautizaba a sus vástagos con el nombre de Diego, para no mancillar su estirpe con el apelativo del desalmado que fue su mayor azote en el pasado; que los gremios de mareantes y navegantes se reunían en torno a una mesa al aire libre en un lugar destacado del pueblo para debatir y acordar sobre las cuestiones que afectaban a su comunidad, y que una cofradía de mareantes acordó no tener ningún trato con los de un pueblo vecino, por una cuestión de privilegios otorgados por la corona para faenar hasta cuatro leguas mar adentro.

Además, existe en la región una iglesia levantada en mitad de la montaña al pie de la cual crecen un olivo y un tejo, en memoria de los nobles que sufragaron su construcción, a los que un santo cegó temporalmente porque se resistía a que sus restos reposaran en aquel templo, que no consideraba digno de ser depositario de sus huesos. El olivo en homenaje al origen meridional de la dama y el tejo en recuerdo del caballero. Aunque al tejo lo doblegó una tormenta y, en su lugar, ha arraigado un esqueje del árbol mágico de la vida y de la muerte entre los antiguos pobladores de la zona.

Pero, entre las leyendas locales, la que más me ha gustado ha sido la del hombre pez, al que un día desafortunado las aguas arrastraron mar adentro y que, después de mucho tiempo, volvió a su aldea con el cuerpo cubierto de escamas y al que crecieron membranas entre sus dedos, que, vagando por el océano, olvidó su lengua materna, pero terminó regresando a su tierra natal, dónde las escamas se le fueron desprendiendo de la piel al tiempo que las palabras volvían a brotar de su garganta, pero que pasó el resto de sus días mirando ensimismado el agua del río que un día lo atrapó en su corriente turbulenta y quiso que se quedara con ella para siempre, hasta que desapareció nuevamente sin dejar rastro y no se le volvió a ver nunca más.

Y también nos han acechado peligros, como las pitucsias, hechiceras venidas del mar que, por las noches, trepan los acantilados y acechan a los viajeros al borde de los caminos y en los recodos de los ríos, transmutadas en anguilas, lechuzas y también en cabras de pelaje negro y ojos amarillos. Y que, según cuentan las leyendas, pueden seducir a los incautos, adueñarse de su voluntad y llevárselos con ellas hasta las aguas profundas, dónde moran el kraken y el rocual, y los cuerpos de los marineros se cubren de escamas y los mareantes olvidan sus nombres y terminan muriendo de añoranza.

viernes, 4 de julio de 2025

Los jueces de la ley

 

Anda revuelto el mundo de la judicatura estos días, como demuestra el paro convocado por la mayoría de asociaciones de jueces y fiscales los tres primeros días de julio, con las consabidas suspensiones de juicios y vistas orales.

Y, por mi experiencia, se puede hablar de seguimiento masivo. Al margen de datos oficiales, si es que llega a haberlos, porque aquí nadie sabe nada, y además saber cuántos jueces y fiscales han secundado el paro se ha vuelto una misión imposible, ya que ni el Consejo General del Poder Judicial ni la Fiscalía General del Estado son capaces de proporcionar datos oficiales de su seguimiento, lo que, al menos de momento, impide al Ministerio de Justicia descontar el sueldo a quienes lo hayan secundado

Además, según el comunicado emitido por los convocantes, los miembros de la carrera judicial y fiscal que vayan a ir a la huelga “no tienen deber” de informar a las instancias superiores, esto es, Fiscalía General del Estado y Consejo General del Poder Judicial.

Todo lo cual es, al mismo tiempo, sorprendente y extraordinario, dado que el derecho de huelga únicamente puede reconocerse por ley (o eso dice el artículo 28 de la Constitución Española), lo cual ha motivado que el Consejo General del Poder Judicial acuerde, por unanimidad,  no reconocer la convocatoria, dado que, en este caso, la huelga no tiene sustento legal.

Pero, también en este caso, por lo visto y a la luz de las cinco huelgas anteriores, se da la paradoja de que el hecho de que los jueces no tengan reconocido el derecho de huelga, de facto, les permite no ir a trabajar sin merma económica alguna y sin obligación de informar a nadie ni dar explicaciones de ninguna clase. Es más, los propios convocantes han definido unilateralmente lo que consideran servicios esenciales de la comunidad., sin negociación previa ni nada que se le parezca, definiendo unilateralmente los bienes e intereses esenciales que hay que salvaguardar, que, en teoría, son aquellos que afectan a los derechos fundamentales y libertades públicas, entre los cuales se encuentra, si no recuerdo mal, el derecho a la tutela judicial efectiva.

No obstante, sus señoritas, tan fieles a la letra de la ley cuando no son sus intereses los que están en juego, haciendo una interpretación creativa de la norma constitucional, consideran que el hecho de que no exista una ley que regule su derecho de ir a la huelga no deja de ser una formalidad y no significa que no lo tengan. Así que lo tienen, tan solo a expensas de que una ley lo reconozca. Y, mientras tanto, pueden ejercerlo con toda normalidad, previa convocatoria (que su órgano de gobierno no reconoce), fijando unilateralmente los servicios mínimos, sin pérdida de retribuciones y sin tener que dar cuentas a nadie.

En qué mala hora, nos reconocieron a los funcionarios el derecho de huelga, cosa que, en nuestro caso, si hizo la Disposición Adicional décimo segunda de la Ley 30/1984 y posteriormente el artículo 15 del Estatuto Básico del Empleado Público.

Y yo, que soy un poco lerdo en estas cuestiones, me pregunto: si los jueces no tienen reconocido el derecho de huelga y, aun así, no van a trabajar, ¿cómo puede calificarse tal comportamiento omisivo?

Pista, el artículo 419.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial califica como falta leve la ausencia injustificada y continuada por más de un día natural y menos de cuatro de la sede del órgano judicial en que el juez o magistrado se halle destinado. Si te pasas de tres días entonces hablamos de falta grave, y si son siete o más de siete, entonces se trata de una falta muy grave.

Luego están los motivos. Y esta vez no se trata de una subida salarial, sino, entre otras cosas, del acceso a la carrera judicial, dado que el Gobierno pretende abrirles la puerta de atrás a los jueces sustitutos, con lo que se “va a rebajar la excelencia de conocimientos”, ante lo que muchos jueces se preguntan qué va a pasar con los principios de mérito y capacidad. Pues, bueno, me temo que lo mismo que ha venido pasando en los procesos de estabilización, consolidación y funcionarización en el resto de administraciones públicas, sin que los miembros de la judicatura se hayan rasgado las vestiduras, hasta que son sus propias togas las que se rasgan ahora que han tomado conciencia de lo injusto de tales procedimientos.

Salvo que pensemos que el mérito y la capacidad deben reservarse exclusivamente para el acceso a las carreras judicial y fiscal, y que el resto de cuerpos al servicio de las administraciones públicas no requiere los mismos méritos y capacidades, por mucho que el artículo 103.3 de la Constitución los proclame abiertamente como principios rectores del acceso a la función pública.

Al respecto, algunas sentencias han dicho cosas tan sensatas como que un puesto de trabajo que viene siendo ocupado por una persona que accedió al mismo con una temporalidad, pero por la negligencia de la Administración Pública lleva ya, 15 o 20 años en el mismo, no debería de ser ofertado para acceder a través de pruebas selectivas, pues tal como dice el Tribunal Constitucional, estos trabajadores ya han demostrado que tienen la suficiente capacidad para desempeñar el puesto de trabajo, ya que de no haber sido así, la Administración podría haber prescindido de ellos. Dicho lo cual, tal vez sea un poco tarde para ponerse estupendo.

Pero una de las medidas que suscita más rechazo entre sus señorías es la que tiene que ver con el sistema de acceso a las carreras judicial y fiscal y, en concreto, la decisión de introducir en la oposición de acceso a ambas carreras una prueba escrita y de garantizar el anonimato de los aspirantes, y que el Gobierno defiende por la conveniencia de valorar, además de la capacidad memorística, la habilidad para expresar razonamientos jurídicos. Pero que las asociaciones más representativas consideran que supondría “un incremento de la subjetividad en la evaluación de los jueces y fiscales”.

Cómo opositor que he sido a la carrera judicial y fiscal he de reconocer que no entiendo nada. Primero porque, cuando yo me preparaba, ya había un ejercicio escrito. Eso sí, para llegar a esa fase del proceso selectivo antes había que superar dos ejercicios, uno que se leía ante el tribunal y otro oral, ambos de carácter teórico. 

Y en ambos el tribunal conocía la identidad del opositor, lo que, desde luego, no garantizaba el anonimato. Pero lo que no entiendo es porque el anonimato incrementa la subjetividad en la evaluación de los aspirantes.

Lo que sí sé es que, cuando me examinaba, tras "largos años de esfuerzo callado en busca de la excelencia y la entrada al servicio público desde los principios de mérito, capacidad e igualdad", los miembros del tribunal que me examinó sabían quién era, pero también sabían perfectamente quién no era.

No lo conseguí, pero, honestamente, creo que estuve cerca. Y recuerdo que la primera vez que me presenté y fui a leer mi examen, el  tribunal, que llevaba seis meses oyendo opositores leer sus ejercicios, esa tarde invito a todos los aspirantes, menos a dos, a que se retirarán después de concluir la lectura del primer tema (práctica habitual por otra parte). Entre esos dos aspirantes, que fuimos los dos últimos en someternos al juicio del tribunal, me encontraba yo, que, además, fui el que clausuró la sesión de lectura, después de que mi antecesor culminase la de sus cinco temas sin ser interrumpido; y que, cuando termine de leer el primer tema, me detuve, a la espera del veredicto fatal, hasta que el tribunal me instó a que prosiguiera con la lectura. Después de abandonar la sala, ese mismo tribunal estuvo deliberado un rato y luego sacó una lista en la que sólo aparecía un nombre, que no era el mío.

Después de concurrir a una segunda convocatoria en la que conseguí superar el primer ejercicio, y tras cuatro años de preparación, dejé las oposiciones a juez y me despedí de mis preparadores, ambos magistrados de la Audiencia Provincial. Y, mucho tiempo después, he sabido que el hijo de uno y la hija del otro en la actualidad son juez y fiscal respectivamente.

Mi compañera de oposición todavía siguió preparándose un año más, pero también terminó dejando las oposiciones. Cuando le pregunté el motivo, me dijo que la última vez que se examinó, antes del ejercicio oral, huyendo de la tensión que se respiraba en el ambiente, se fue a tomar una tisana a una cafetería alejada de la sede del tribunal. Y que allí, en otra mesa había sentado un joven que resultó ser uno de los aspirantes que se examinaban con ella ese día, junto con otras personas mayores que charlaban tranquilamente. Cuando llegó su turno, entre los miembros del tribunal pudo reconocer a uno de los adultos que acompañaban al joven aspirante.

viernes, 20 de junio de 2025

La laguna del hedor eterno

 

Hay una excusa infalible con la que se puede justificar casi cualquier proceder o el hecho de no haber actuado cuando habría estado en nuestra mano hacerlo, para evitar un desatino, poner fin a una injusticia, impedir o mitigar un daño o, incluso, evitar un crimen o una catástrofe. Cualquier acusación que guarda relación con el comportamiento de otros, pero de cuyo proceder podríamos ser testigos y, eventualmente, cómplices, se puede esquivar alegando ignorancia. No lo sabía, no tenía ni idea, no me lo podía imaginar, soy el primer sorprendido, me considero estafado, soy una víctima más, inocente como un niño.

Sin embargo, una cosa es no saber y otra distinta no querer saber. Ponerse una venda delante de los ojos e ignorar el peligro. Todos lo hemos hecho alguna vez. Por amor, por lealtad, pero también por utilidad, por conveniencia, por desidia, por miedo, por cobardía, por no buscarnos problemas, por no crearnos enemigos, por no ser capaces de hacer lo que habría que haber hecho.

Pero llega un momento en que la venda se nos cae de los ojos o alguien nos la arranca y nos obliga a mirar y, entonces, el sentimiento de culpa, la vergüenza, los remordimientos, el horror, pueden volverse insoportables.

Estos días anda muy atribulado el Presidente del Gobierno y Secretario General del partido mayoritario de ese gobierno. Pide perdón pero, acto seguido, dice haber sido engañado, traicionado por sus hombres de confianza, aquellos que le respaldaron como adalid de la lucha contra la corrupción de los otros, pero que llevaban la corrupción grabada en su propio ADN y sólo estaban esperando una oportunidad para inocularla en el sistema de adjudicaciones de obra pública desde el ministerio presidido por uno de ellos.

Aún con una venda sobre los ojos, es imposible no percibir, aunque sólo sea de vez en cuando, un tufillo que, a fuerza de olerlo, termina saturando la pituitaria. El problema de no saber que uno guarda un muerto en el armario es que, cuando alguien abre ese armario, el hedor resulta ya insoportable.

Con el genocidio perpetrado por Israel ante los ojos del mundo, pasa algo parecido. Es mejor no saber, no ver lo que está pasando, que te lo cuente otro, creer a pies juntillas las palabras del aliado estratégico, del líder de turno o la propaganda gubernamental. Cerrar los ojos y rezar ante un muro para que todo termine cuanto antes y dejen de caer las bombas y ya no se escuche más el llanto de los niños. Para que los escombros lo sepulten todo y podamos olvidar los nombres de los muertos y algún día ya nadie los recuerde.

Pero, mientras tanto, el horror se expande por doquier y el ruido ensordecedor de las detonaciones nos deja sordos, igual que el tufo de la corrupción satura nuestro olfato.

He leído que el presidente de Estados Unidos le ha declarado la guerra a Barrio Sésamo, por promover la formación de los niños dentro de ideas radicales de izquierda. Y, al hilo de esta noticia, me he acordado de la película Dentro del laberinto, de Jim Henson. Y recuerdo que, entre otros escenarios de fantasía, en la trama aparece un lugar llamado la laguna del hedor eterno. Se trata de una ciénaga nauseabunda cuyas emanaciones en forma de flatulencia inflaman el aire al tiempo que su superficie borbotea. Y la piel de aquellos que entran en contacto con sus aguas fétidas se ve impregnada de un olor del que ya no podrá desprenderse por mucho que se laven y que los acompañará toda su vida.

Pues algo así sucede con las tierras pantanosas por las que transitan algunos de los personajes que pueblan las noticias de los telediarios. Se han arrojado a una fosa de cuya pestilencia no podrán escapar jamás. Ese hálito los perseguirá toda su vida y perseguirá también a todos aquellos que, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración, sin darse cuenta metieron los pies en esa charca inmunda.

Hay otro lugar en la película de Jim Henson que también recuerdo y que puede traerse a colación para ilustrar los tiempos que nos ha tocado vivir. Es lo que se conoce como olvidadero. Un olvidadero es una mazmorra en la que el Rey de los Goblins, magistralmente interpretado por David Bowie, encierra a la gente que le incomoda para olvidarse de que existe.

Algo parecido a lo que hace el rey de la primera potencia mundial con aquellos que le incomodan. Aunque este autoproclamado monarca, a diferencia del Rey de los Goblins, ha preferido instalarlos en una mazmorra alejada de su castillo, en un país remoto, y ello a pesar de que otros olvidaderos, como los excavados en Abu Ghraib o Guantánamo, no pudieron cumplir con su finalidad.

Para algunos desventurados, esas lúgubres prisiones situadas en lugares remotos, lejos del alcance de la justicia y de las cámaras de televisión, bien podrían convertirse en un triste reflejo del castillo de irás y no volverás. Pero, aunque así fuera y alguien consiguiera llevar una luz a los confines más profundos de esas mazmorras, ¿quién querría ver en la oscuridad y no preferiría que lo que está oculto permanezca oculto para poder justificar sus acciones, para que el olor de la podredumbre y los monstruos que habitan en esa oscuridad no se muestren ante nuestros ojos a plena luz del día?

jueves, 29 de mayo de 2025

Axolot

 

La semana pasada me hice el chequeo anual patrocinado por el servicio de prevención de mi organismo. Y los resultados dicen que mi estado de salud me sigue haciendo apto para el trabajo. Y ello a pesar de que veo mal de lejos y cada vez peor de cerca, estoy perdiendo audición por mi oído izquierdo, parece ser que tengo sobrepeso y la analítica revela que sufro de hipercolesterolemia. Lo que también dice, para quien sepa leer entre líneas, el resultado del chequeo es que esta pérdida de facultades denota que me estoy haciendo viejo, aunque no lo suficiente para no poder desarrollar mi trabajo (al menos de momento) ni tampoco para poder jubilarme en pleno uso de las facultades que todavía conservo.

Hace tiempo que se está investigando sobre el proceso de envejecimiento y las posibilidades de ralentizarlo o, incluso, revertirlo, dado que aunque el envejecimiento no puede considerarse una enfermedad en sentido estricto, si te hace propenso a contraer enfermedades asociadas a ese proceso. Al menos a la mayoría.

Claro que también hay gente con una genética privilegiada que, a pesar de sus malos hábitos, puede vivir más de cien años. Es el caso de una anciana centenaria a la que hasta tres médicos distintos le habían recomendado encarecidamente que dejara de fumar, aunque los tres habrían fallecido antes de ver cumplidas sus recomendaciones, mientras su paciente sigue viva y coleando sin dejar de encenderse un cigarrillo cada vez que se acuerda de los buenos doctores que ahora se encuentran criando malvas.

A mí me parece que en realidad no hemos calibrado adecuadamente las consecuencias de revertir el envejecimiento, porque si, en un país que puede presumir de la longevidad de su población, el sistema de pensiones amenaza con reventar por cualquiera de sus costuras, no hace falta ser un lince para imaginarse dónde podría situarse la edad de jubilación con una tropa de ancianos en pleno uso de sus facultades, inmunes a los procesos inflamatorios y con una experiencia más que acreditada para seguir desempeñando las profesiones y oficios que la inteligencia artificial general no tendría ningún inconveniente en asignarnos a los pobrecitos humanos a los que nos iba a hacer la vida más fácil.

Personalmente creo que estamos avanzando en la dirección equivocada. No hay que revertir el proceso de envejecimiento sino acelerarlo, prodigarse en los malos hábitos y fiarlo todo a nuestra herencia genética. De esta forma, cuando el sistema de seguridad social nos vea aparecer por la puerta, orondos pero arrugados como pasas, tosiendo compulsivamente y empujando un andador a trompicones, no le va a quedar más remedio que concedernos una pensión y mandarnos al especialista para que nos convenza de que dejemos de fumar, de beber y de vivir.

Aunque, mientras tanto, también sería necesario financiar, aunque sea de manera irregular y desde luego al margen del sistema sanitario, la investigación de métodos que eviten que nos muramos de un patatús todos aquellos a los que la genética no nos ha favorecido en el reparto de boletos para la longevidad.

Y puede ser que la madre naturaleza tenga la respuesta a todos nuestros problemas. Porque me he enterado de que existe una criatura, al borde de la extinción, que podría albergar el secreto de la eterna juventud. Se trata del ambystoma mexicanum, más conocido como ajolote o axolot. Es una salamanquesa con una capacidad de regeneración asombrosa, que le permite regenerar completamente extremidades amputadas hasta cinco veces consecutivas sin formar cicatrices, restaurando su estructura original con funcionalidad completa. Pero la cosa no queda ahí, sino que también es capaz de regenerar su corazón, la médula espinal o incluso su propio cerebro. Además, su capacidad regenerativa no disminuye con la edad.

Pues bueno, imaginaos las posibilidades de un sistema de regeneración similar en seres humanos. Puedes cortarte un brazo o una pierna o seccionarte parte del lóbulo frontal de tu cerebro, conseguir una pensión suculenta de la Seguridad Social, ingresar en una residencia y, en unas semanas, salir por la puerta saltando a la pata coja sobre tu nueva pierna, haciendo cortes de mangas con tu tierno brazo adolescente y, con la parte de tu cerebro regenerado, reservar un billete de avión para las Bahamas u optar por seguir defraudando al sistema desde las Antillas. Y a ver qué iban a hacer Elon Musk y compañía, si son incapaces de encontrar a las decenas de miles de muertos que andan por ahí cobrando pensiones. Imagínate para dar con unos tullidos regenerados por obra y gracia de una variante de la proteína mTOR, responsable del proceso de regeneración.

Así que yo lo tengo claro, quiero ser un axolot. Y me da igual que me salgan branquias externas y una aleta dorsal, que además facilitaría mi nueva vida acuática. Así que, a partir de mañana, voy a ir todos los días a ver al guardián de los secretos del agua en el acuario de mi ciudad, pegaré mi cara al cristal del tanque de agua dulce en el que se pasa las horas regenerándose sin parar y me miraré en sus ojos hasta que yo también sea capaz de regenerar mi propio corazón.

lunes, 19 de mayo de 2025

Pifias náuticas

 

Hay por ahí un portaaviones de la flota estadounidense que anda avergonzando a la US NAVY a causa de los incidentes que viene protagonizando últimamente, que incluyen desde el derribo de uno de sus aviones por fuego amigo de un barco del mismo grupo de combate hasta una colisión con un barco mercante en las inmediaciones del Canal de Suez, pasando por la pérdida de otras dos aeronaves que se cayeron por la borda durante una operación de aterrizaje y como consecuencia de un desafortunado y brusco golpe de timón para esquivar misiles lanzados desde tierra por insurgentes hutíes.

La cuestión es que, aparte del menoscabo reputacional, un F-18 cuesta la friolera de 60 millones de dólares. Así que se puede decir que bajo las aguas del Mar Pojo yace, entre otros pecios por explorar, un tesoro valorado en 180 millones. Y es que a cualquiera se le puede hundir un barco con toda la carga o el pasaje cenando tranquilamente mientras la orquesta ameniza una velada inolvidable. Y no siempre hace falta que los elementos se alíen en contra de uno, pues la historia de la navegación está llena de accidentes que, con cierto grado de pericia, podrían haberse evitado. Pero una cosa es pifiarla en el curso de una singladura dramática, chocando con un iceberg (caso del Titanic), embarrancando a cien metros de la costa por empeñarse en saludar desde la cubierta a unos amigos de una isla cercana (Costa Concordia) o por culpa de un diseño inestable unido a una ráfaga de viento inoportuna durante su viaje inaugural y cuando apenas había recorrido un kilómetro (caso del Vasa, buque insignia y símbolo del poderío del Imperio sueco y considerado por algunos el barco más bello del mundo), que tiene su punto de dramatismo, épica y hasta cierto tono de comedia, y otra muy distinta que se te vayan cayendo los cazabombarderos por la borda en el curso de maniobras rutinarias de navegación. Además de que tus enemigos no tienen ni que apuntar con sus misiles tierra-aire, que tú ya te encargas de abatirlos con tu propia munición o tirarlos al mar sin necesidad de que lleguen a despegar, ordenando virar bruscamente todo a babor o a estribor, que eso es lo de menos.

Y es que, convendremos todos, hay formas y formas de hacer el ridículo. Por ejemplo, eres el rey de Suecia y, además de haber invadido con éxito Pomerania, tienes un barco muy fardón y estás deseando enseñárselo a tus enemigos de la República de las Dos Naciones. Pues haces lo que haría cualquiera, botarlo a la primera oportunidad. Que luego la carga no estaba bien estibada y se desplazó a un lado del buque, haciéndolo zozobrar, pues se siente, y a lo mejor hay que subirle el sueldo a los estibadores o, en su caso, investigar a las mafias que pudieran estar operando en el puerto de Estocolmo y acabar de paso con la ley del silencio.

Pero, bueno, también puedes reflotar el barco hundido y hacer un museo en tierra firme, que es lo que han hecho los suecos, aunque hayan tardado más de 300 años. Pero ahora todo el mundo, sin correr el riesgo de implosionar, puede admirar las esculturas de su orgulloso castillo de popa, entre las que, por cierto, aparecen varias caras humanas representando diversas emociones: la primera cara expresa risa; la segunda, ira; la tercera, perplejidad; y la última el miedo. Es decir, las cuatro expresiones faciales que debieron reflejarse en las caras de los tripulantes y el pasaje antes de que el Vasa se sumergiera bajo las aguas a la altura de la isla de Södermalm.

Y quién va a tener interés en visitar los restos humeantes de un F-18. Probablemente sólo algún miembro de la tribu hutí para hacerse un selfie. Y sacar del fondo del mar un avión de combate, pues lo mismo es menos rentable que construir uno nuevo. Y con tres aviones, pues tampoco vas a montar un museo o, por lo menos, un museo que alguien quiera visitar.

Además, me temo que la tribulaciones del USS Harry S. Truman y su inefable capitán Dave Snowden no dan para una superproducción hollywoodiense con Leonardo DiCaprio en el papel de marinero protagonista, sino como mucho para una secuela de aterriza como puedas o de agárralo como puedas 3 y un cuarto.

Pues ahí está el Truman, haciendo de las suyas y convertido en el hazmerreír de la armada estadounidense muy a su pesar. Deseando que un conflicto bélico digno de consideración (sin desmerecer en nada a la insurgencia hutí) le permita demostrar todas sus capacidades.

Aunque, por otra parte, el nombre de un barco también puede sellar su destino o adelantarse a los acontecimientos futuros, vaticinando su dramática singladura en una especie de profecía autocumplida. Sin duda, este es el caso del Terror, buque de la expedición perdida de Sir John Franklin, en su infructuosa búsqueda del Paso del Noroeste, en una crónica en la que no faltan el envenenamiento por plomo de las latas de conservas y serías sospechas de canibalismo, documentadas a partir del testimonio de miembros del pueblo inuit.

El Terror contaba con una tecnología realmente avanzada para la época, diseñada para su uso en un entorno polar implacable, con motores de vapor para impulsar las hélices helicoidales del barco cuando no navegaba, un sistema de calefacción interna alimentado por calderas a bordo, una proa reforzada y timón y hélices retráctiles que ayudaban a evitar los daños causados por el hielo compacto. Pero, a pesar de todo, terminó atrapado por el hielo en mitad de la nada.

Por eso creo que, en el caso del portaaeronaves de la US NAVY, teniendo en cuenta el rosario de desastrosas decisiones tomadas durante su corto periplo de poco más de cuatro meses por aguas del Mar Rojo, en las que la perplejidad, el miedo, la indignación y también la risa se han dibujado en las caras de medio mundo, el nombre más adecuado para tan insigne embarcación habría sido, sin duda, el de USS Donald J. Trump.

domingo, 27 de abril de 2025

Desextinción Rebelión

 

Está demostrado, irse de vacaciones es una fuente de infelicidad. Básicamente porque, más pronto o más tarde, las vacaciones se terminan y hay que volver al trabajo, a la escuela, a las tareas domésticas, a las plataformas de streaming y a levantarse a una hora razonable para ir a trabajar y, de esa manera, evitar que el estado del bienestar y la sociedad de consumo se desintegren ante nuestros ojos, mientras apuramos con indolencia una piña colada tumbados en una hamaca en una playa de las Antillas. Y, entonces, si que se iban a acabar las vacaciones pagadas, las escapadas de fin de semana, la piña colada y todo lo demás.

Pero, como si levantarse de la hamaca y abandonar la playa sin que a uno le dé tiempo ni de quitarse la arena de los pies no fuera lo bastante duro, además, es que ahora la vuelta a la normalidad se ha convertido en una sucesión de sobresaltos, de forma que no hay día en el que no se despierte uno con la sensación de que los glaciares, la selva amazónica, la biodiversidad, la democracia, la separación de poderes, el estado de derecho y el sistema de seguridad social, por este orden, están a punto de ser engullidos por un sumidero en el que nadie había reparado hasta la fecha.

Aunque, bueno, que se derritan los polos o se quemen los bosques del planeta no es tan grave, que siempre ha hecho calor y ya se sabe que esto son ciclos, y en cuanto colapse la Corriente del Golfo y haga un poco de fresco vamos a tener hielo para aburrir; y luego empieza a llover y, cuando quieres darte cuenta, te ha crecido una selva al lado de casa y empiezan a proliferar los jabalíes en los parques públicos repletos de secuoyas; y, con la subida de la temperatura del mar, pues terminas nadando entre tiburones blancos en la Playa del Sardinero y no va a hacer falta irse al Caribe para hacerte un selfie. Que queremos salvaguardar la biodiversidad pero ahora siempre nos estamos quejando de que todo son especies invasoras. Invasoras si, pero también biodiversas (alguien debería pensar un poco en eso y poner las cosas en contexto).

Bueno, especies invasoras y ratones lanudos o lobos colosales traídos de vuelta de la extinción. Y es que todo tiene arreglo, menos la muerte. Y ahora incluso la muerte, porque, aunque tu especie se haya extinguido, en el futuro, cualquier científico un poco avispado te puede traer del más allá, siempre que disponga de una secuencia genómica medio decente, o hacer que tus orejas le crezcan en la chepa a un ratón de laboratorio, lo que, para empezar, está bastante bien, si lo piensas un poco.

Pero si dicen por ahí que tal vez dentro de poco se va a poder resucitar a los neardentales. Pues, no sé porque, llegado el caso, no se va a poder resucitar a los sapiens sapiens. Y una vez resucitados, pues ya es cosa de resucitar también la democracia, la separación de poderes y el estado del bienestar.

A propósito de esto, siempre había pensado que el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria y su llamamiento a abstenerse de la reproducción para causar la extinción gradual y voluntaria de la humanidad y así poner fin a la degradación ambiental, era una ocurrencia de una panda de chalados, pero, a la vista de los últimos hallazgos de la ciencia, estoy empezando a considerar que lo de extinguirse puede ser una opción viable.

Y no sólo porque puedas renunciar a tener hijos y, en vez de eso, dedicarte a la jardinería o comprarte un perro, al que dejarle tus bienes terrenales y un jardín bien cuidado para que él y sus cachorros y los cachorros de sus cachorros puedan corretear entre las flores por toda la eternidad, y para hacer del bienestar animal una realidad palpable y visible para cualquiera, sino porque, ahora mismo, todo lo que se extingue se va a poder desextinguir dentro de poco, así que no hay necesidad de alarmarse tanto con lo de extinguir las cosas, como los incendios, o los linces o la ballena franca del Atlántico Norte y la ballena jorobada del Mar de Arabia.

Yo digo, dejemos que se quemen o se extingan ellos solos. Y luego dejemos de tener hijos, cuidemos nuestros jardines, compremos mascotas y extingámonos nosotros mismos, quedémonos tumbados en nuestra hamaca mirando la puesta de sol hasta que la muerte nos separe de este mundo en vías de extinción y descansemos en paz de una bendita vez, que la resurrección está a la vuelta de la esquina.

sábado, 12 de abril de 2025

CORLEO

 

Últimamente, en materia de robótica e inteligencia artificial, no dejan de aparecer noticias que anuncian un futuro inminente plagado de máquinas inteligentes que, no sólo van a hacer de nuestro mundo un lugar próspero, explotando recursos minerales en planetas hostiles y asaltando naves en llamas más allá de Orión, sino que también van a hacer nuestra vida más fácil.

Nos van a liberar de las tareas domésticas, aprendiendo rutinas para las que ni siquiera habían sido programadas (es como si a la rumba o a tu aspiradora le fueran a salir brazos y se pusiera a fregar los cacharros o a preparar un bacalao al pil pil, pura magia), y también nos van a hacer compañía, van a recordarnos los medicamentos que tenemos que tomar, la posología y los potenciales efectos secundarios, van a llamar a urgencias o al loquero, si sufrimos un brote de esquizofrenia, y, en cuanto lo hayan visto hacer un par de veces, van a ser capaces de ponernos sin ayuda una camisa de fuerza, o administrarnos un antidepresivo, o mandarnos al otro mundo, cuando, en el peor de los casos, los cuidados paliativos hayan dejado de producir efecto.

Y todo eso, además, con un aspecto adorable, como un conejito que he visto hace poco, en un vídeo de YouTube, que parece de verdad sino fuera porque es un poco lento y cualquier perro poco adiestrado podría sacarle las tripas cibernéticas sin esforzarse demasiado.

Pero, de todas las cosas que he visto y que vosotros no creeríais, nada supera la última creación de Kawasaki Heavy Industries. Se trata de un vehículo llamado a revolucionar el concepto de movilidad. Y seguro que todos estáis pensando en una moto voladora o un patinete de despegue vertical. Pero no, todo eso es una cutrez si lo comparas con CORLEO. 

Se trata de un robot cuadrúpedo, propulsado por una batería de hidrógeno y que sólo emite vapor de agua. Su diseño está inspirado en la biomecánica de un lobo o de una pantera y es capaz de transitar por terrenos de lo más accidentado, gracias a sus pezuñas de caucho, que le proporcionan un agarre excepcional y sus potentes extremidades traseras que le hacen capaz de saltar por encima de cualquier obstáculo. Además, según los expertos, el carenado le permitiría soportar vientos de hasta 80 kilómetros por hora. Flipante.

Y, por si fuera poco, cuenta con un asiento flotante, en el que podrían viajar cómodamente dos pasajeros, aunque convendría familiarizarse con la mecánica del vehículo, porque no tiene manillar ni cabeza (el vapor de agua lo expulsará por detrás, supongo) y solo dispone de unos estribos ajustables al tamaño del jinete y responde a los movimientos corporales del piloto. O sea, que se conduce cómo un caballo, lo cual hace aconsejable realizar un curso de equitación antes de empezar a utilizarlo, para prevenir accidentes. Aunque este caballo mecánico es capaz de analizar el entorno, detectar obstáculos, evaluar la estabilidad del terreno, elegir la ruta más segura y eficiente, ajustar sus movimientos al centro de gravedad del jinete, cuando este se mueve o cambia de postura (o pierde el equilibrio y amaga con irse al suelo), y todo ello en milisegundos, gracias al sistema de IA que lleva incorporado.

Todo ello alucinante, pero, si no lo has visto galopar, no has visto nada todavía. Eso sí que mola y no ir tirado por ahí, quemando goma, en una Kawasaki de dos ruedas.

Lástima que se trate solo de un prototipo y que no está previsto que se comercialice antes de 2050. Pues vaya mierda. Yo que estaba pensando que con un plan Renove, lo mismo, entregando mi bicicleta eléctrica, me daban una subvención o algo así e ir al trabajo en mi CORLEO nuevo y llegar al juzgado piafando, o tunearlo para darle el aspecto de un huargo.

Pero, a este paso, cuando los caballos mecánicos hayan colonizado las ciudades en ruinas que nos van a dejar la guerra comercial, la guerra fría, el fuego amigo y los misiles intercontinentales y esa horda de bolcheviques que vienen cabalgando desde la frontera de Ucrania con la Unión Europea, y haya que ir a la compra saltando entre los escombros, el único robot que voy a poder permitirme con lo que me quede de pensión va a ser un conejo dispensador de pastillas y, además, con más de ochenta años, mejor no intento volver a montar a caballo, que una mala caída podría resultar fatal y no está el sistema sanitario para reparar accidentes que, con un poco de sentido común, podrían haberse evitado.

Así que, en vez de un explorador de Isengard capaz de aterrorizar a las mujeres y los niños desplazados por la guerra, si consigo ahorrar lo suficiente, prescindiendo de gastos superfluos, después de mucho esfuerzo, tal vez me pueda compar media docena de gazapos domésticos, y voy a parecer un anciano al que el abuso de los fármacos ha nublado el entendimiento y que anda por ahí cubierto de andrajos desplazándose penosamente en un carro de Mercadona sin ruedas, en el que transportar mis escasos efectos personales, tirado por esos mismos conejos.

domingo, 6 de abril de 2025

Acordes y desacuerdos

Desde que Patricia empezó a tocar el piano, tengo un contencioso permanente con los vecinos del piso de arriba, que me han instado reiteradamente a que le busque una solución al problema que les genera el hecho de que las notas se propaguen por el espacio, perturbando la tranquilidad de su hogar.

Ya la primera vez que ella vino a llamar a mi puerta, después de concluir sus pesquisas sobre la procedencia del ruido horrísono con el que un pianista descocado estaba azotando sus oídos, lo primero que me dijo es que no le gustaba la música. Lo cual, ya de entrada, me hizo presagiar que el conflicto de intereses iba a tener una solución complicada.

Siempre me ha costado trabajo entender que haya gente a la que no le guste la música. No la música clásica, el heavy metal o el flamenco, sino la música, así, en general. Claro que, después de escuchar las canciones de reggaeton que resuenan en su cuarto de baño cada vez que alguno de sus hijos decide darse una ducha, he empezado a entender el origen del problema.

Por nuestra parte, hemos tratado de minimizar las molestias, acotando el horario en el que Patricia se pone a tocar, instalando un silenciador cuando practica fuera de esa franja horaria y, últimamente, mandándola a su cuarto para que practique con un teclado eléctrico (al que se le puede regular el volumen), cuando los ejercicios son reiterativos y no requieren que escuche el sonido del piano.

Lamentablemente, nada de esto ha producido el efecto deseado. Da igual que toque por la mañana o por la tarde, en días laborables o el fin de semana. Siempre hay algún problema: el niño que ha tenido un mal comienzo en el instituto o que ha empezado a estudiar derecho y no se concentra, la niña, que está preparando oposiciones, el marido, que se ha hecho una vasectomía o que ahora teletrabaja, que es domingo y es día de descanso, que mi hija lleva muchos días seguidos tocando, que no son horas (aunque Patricia no empieza a tocar nunca antes de las once de la mañana ni más allá de las ocho y media de la tarde, no más de dos horas y tampoco entre las dos y las seis). En definitiva, la solución, que yo debo buscar, pasa por que mi hija deje de tocar en absoluto o que insonorice mi casa para que no se escape ni una sola nota.

Pero bueno, si la cosa no hubiese ido más allá, pues vaya, es como el que tiene un grano en el culo. Te aguantas y procuras dejar de montar en bicicleta una temporada. La dificultad estriba en la forma en que mis vecinos me hacen llegar sus desacuerdos. Y ello porque, quitando las dos primeras visitas a mi domicilio, en las que el tono fue templado. El resto del tiempo, las quejas se transmiten por WhatsApp, con mensajes desabridos en los que al tono faltón y las amenazas de denunciarme por lo civil, lo penal y llevarme ante la Corte Penal Internacional por delitos de lesa humanidad, se han sumado las descalificaciones, que, de momento, nos tildan, además de transgresores reincidentes de las ordenanzas municipales sobre contaminación acústica (que me adjunta a los mensajes de WhatsApp subrayadas en verde fosforito en la parte que le interesa), de delincuentes habituales, de sinvergüenzas y personas carentes de la más mínima educación.

Por otro lado, aunque parece que a ninguno de los miembros de la familia le gusta la música clásica y aborrecen especialmente el sonido del piano, a lo largo de estos años, hemos constatado su gran afición por la percusión, ya que, además del atún con pan, exhiben una variedad infinita de registros y son capaces de emplear cualquier objeto doméstico para percutir contra el suelo e iniciar una secuencia de golpes de intensidad creciente, siguiendo un patrón rítmico que todavía no he conseguido descifrar.

Además, la tercera y última visita a nuestro domicilio tuvo otro cariz, cuando, a media mañana del martes pasado, el padre de familia (que debía de andar teletrabajando o se encontraba en pleno postoperatorio) después de golpear el suelo con una energía desaforada, bajo hasta el rellano y empezó a aporrear la puerta de mi casa, mientras intimaba a mis hijas a que abrieran la puerta (ni su madre ni yo estábamos en casa). Ignoro si su insistencia se debía a su deseo de acompasar la percusión al ritmo del piano o pretendía hacer una exhibición de la danza tribal que llevaba un rato practicando en su domicilio. Y al no recibir respuesta, se marchó por donde había venido dando voces y no sin dejar de demostrar que también era capaz de hacer música con los pies con la sola ayuda de la puerta de mi morada.

            Total, que después de reflexionar detenidamente sobre el problema de mis entrañables vecinos, se me ha ocurrido una solución que creo que puede ser satisfactoria para todas las partes en conflicto. Y he comprado cuatro pares de tapones para los oídos (lo que es asombrosamente más barato que insonorizar un piso de noventa metros cuadrados), he reservado un sitio en la biblioteca de la facultad de derecho durante los próximos ocho años (por si al muchacho se le atraganta alguna asignatura), he pagado la matrícula para un curso de meditación y otro de taichí, ambos en el Tíbet, donde sólo se escucha el sonido armonioso de los cuencos tibetanos, y he matriculado a mí vecino en un taller de gestión de la ira y