martes, 25 de marzo de 2014

Una cuestión de justicia.


         He estado leyendo el auto dictado el pasado día 17 de marzo por el juez Santiago Pedraz, titular del Juzgado Central de Instrucción número UNO, por el que dispone inaplicar los apartados 4.a) y 5 del artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Disposición Transitoria Única de la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, a la causa seguida en dicho juzgado, por un delito contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, en relación a la muerte del periodista español José Couso por efecto de la metralla procedente del estallido de un proyectil de 120 mm, disparado por un carro de combate estadounidense contra la planta quince del Hotel Palestina en Bagdad, durante la ocupación militar de Irak.

         Siguiendo un razonamiento impecable, el Juez concluye que, en la medida en que la reforma operada supone una vulneración de lo establecido en la IV Convención de Ginebra, relativa a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra, firmada, ratificada y publicada en España y por ello mismo parte integrante de nuestro ordenamiento jurídico, no puede aplicarse, dado que, en virtud de ese tratado, el Estado Español se comprometió a perseguir tales delitos, a buscar a las personas acusadas de haberlos cometido y a hacerlas comparecer ante sus propios tribunales, sin requisito alguno de perseguibilidad y fuera cual fuese su nacionalidad; y atendiendo a la primacía del Derecho Internacional sobre el Derecho interno, máxime en materia de Derecho Internacional Humanitario; dado, además, que, en Estados Unidos no se han iniciado acciones judiciales contra los responsables y porque, aún tras la reforma, el propio artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial sigue reconociendo la competencia de la jurisdicción española para conocer de cualquier otro delito cuya persecución se imponga con carácter obligatorio por un Tratado vigente para España.

         Y, después de haber leído esa solida argumentación, basada en el principio, que recoge el propio auto, de que el Estado de Derecho exige la existencia de órganos independientes que velen por los derechos y libertades de los ciudadanos, aplicando imparcialmente las normas que expresan la voluntad popular y controlando la actuación de los poderes públicos, me complace que este Juez haya sido capaz de salir al paso de una reforma llevada a cabo de mala manera, a toda prisa y a hurtadillas, cediendo a presiones políticas internacionales de países que procuran no ratificar convenios que pudieran sacar a relucir sus miserias y que suelen escabullirse a la acción de los tribunales internacionales.

         Y es que de lo que se trata no es tanto de que los autores materiales y los ideólogos de crímenes tan graves como el genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado lleguen a sentarse ante un tribunal de justicia, lo que resulta difícil o, a veces, del todo imposible, sino de que las víctimas puedan acudir a un juez en demanda de justicia y de que su pretensión encuentre un cauce a través del cual expresarse públicamente. Negarles esa posibilidad no solo provoca vergüenza, sino que nos deja a todos un poco más indefensos frente a la barbarie y a los que, desde la impunidad, hacen de la brutalidad un argumento.