He estado leyendo el auto dictado el
pasado día 17 de marzo por el juez Santiago Pedraz, titular del Juzgado Central
de Instrucción número UNO, por el que dispone inaplicar los apartados 4.a) y 5 del
artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Disposición Transitoria
Única de la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, a la causa seguida en dicho
juzgado, por un delito contra las personas y bienes protegidos en caso de
conflicto armado, en relación a la muerte del periodista español José Couso por
efecto de la metralla procedente del estallido de un proyectil de 120 mm,
disparado por un carro de combate estadounidense contra la planta quince del
Hotel Palestina en Bagdad, durante la ocupación militar de Irak.
Siguiendo un razonamiento impecable, el
Juez concluye que, en la medida en que la reforma operada supone una vulneración
de lo establecido en la IV Convención de Ginebra, relativa a la protección
debida a las personas civiles en tiempo de guerra, firmada, ratificada y
publicada en España y por ello mismo parte integrante de nuestro ordenamiento
jurídico, no puede aplicarse, dado que, en virtud de ese tratado, el Estado
Español se comprometió a perseguir tales delitos, a buscar a las personas
acusadas de haberlos cometido y a hacerlas comparecer ante sus propios
tribunales, sin requisito alguno de perseguibilidad y fuera cual fuese su
nacionalidad; y atendiendo a la primacía del Derecho Internacional sobre el
Derecho interno, máxime en materia de Derecho Internacional Humanitario; dado,
además, que, en Estados Unidos no se han iniciado acciones judiciales contra
los responsables y porque, aún tras la reforma, el propio artículo 23 de la Ley
Orgánica del Poder Judicial sigue reconociendo la competencia de la
jurisdicción española para conocer de cualquier otro delito cuya persecución se
imponga con carácter obligatorio por un Tratado vigente para España.
Y, después de haber leído esa solida
argumentación, basada en el principio, que recoge el propio auto, de que el
Estado de Derecho exige la existencia de órganos independientes que velen por
los derechos y libertades de los ciudadanos, aplicando imparcialmente las
normas que expresan la voluntad popular y controlando la actuación de los
poderes públicos, me complace que este Juez haya sido capaz de salir al paso de
una reforma llevada a cabo de mala manera, a toda prisa y a hurtadillas,
cediendo a presiones políticas internacionales de países que procuran no
ratificar convenios que pudieran sacar a relucir sus miserias y que suelen
escabullirse a la acción de los tribunales internacionales.
Y es que de lo que se trata no es tanto
de que los autores materiales y los ideólogos de crímenes tan graves como el
genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso
de conflicto armado lleguen a sentarse ante un tribunal de justicia, lo que
resulta difícil o, a veces, del todo imposible, sino de que las víctimas puedan
acudir a un juez en demanda de justicia y de que su pretensión encuentre un
cauce a través del cual expresarse públicamente. Negarles esa posibilidad no
solo provoca vergüenza, sino que nos deja a todos un poco más indefensos frente
a la barbarie y a los que, desde la impunidad, hacen de la brutalidad un
argumento.