sábado, 30 de agosto de 2014

Transitando por sendas imaginarias.


            Estas vacaciones hemos estado jugando al rol con unos amigos de mis hijas que no conocían el juego y que, desde el primer momento, se implicaron en una de esas aventuras que se inician en una bulliciosa posada situada en algún lugar de la Tierra Media y transcurren por ciudades en ruinas a través de pasadizos sombríos y con el aliento de criaturas sin nombre acechando en cada rincón.

            Cada tarde, a la hora convenida, los miembros de la compañía se daban cita para empezar la partida y luego se dejaban llevar por su imaginación para ubicarse en un escenario misterioso y poblado de fantasmas, disputándose el mérito de abatir una bestia horripilante o de hallar un tesoro perdido y tal vez maldito.

            Hacía tiempo que no asumía la responsabilidad de dirigir el juego y temía no estar a la altura de las expectativas generadas entre mis jóvenes y entusiastas personajes jugadores, pero la cosa resultó bastante bien. Supongo que se trata de tener una imagen precisa de los escenarios, saber conducir la acción anticipándose a las alternativas que puedan plantearse, ser capaz de sumar de cabeza y no hacerse un lío con las tablas.

            Con todo, lo que más me preocupaba era que la acción decayera y perdiera tensión dramática. No se trata de que los personajes crean que pueden morir en cualquier momento, pero sí de sembrar la inquietud en sus corazones y mantenerles expectantes ante la incertidumbre de lo que les aguarda más allá del dintel de una puerta o del siguiente recodo del camino.

            En realidad, creo que lo he tenido fácil, porque a estas edades resulta sencillo implicarse emocionalmente en un juego de fantasía para descubrir mundos imaginarios, embarcarse en aventuras de final incierto desafiando a personajes siniestros y poco compasivos y, al mismo tiempo, empatizar con quienes nos acompañan, aunque sean personajes no jugadores de los que quizá no volvamos a saber nada más cuando nos separemos de ellos al final del viaje. Y es que, si me apuráis, un juego de rol es como un relato de aventuras participativo que se enriquece con la aportación de cada uno, del que, en esta ocasión, he podido ser el narrador.