jueves, 14 de abril de 2016

Mis villanos favoritos


            Esta semana me ha sorprendido una reseña publicada en el periódico sobre el premio que la MTV habría concedido al actor que interpreta en la ficción a Kylo Ren, en la última entrega de Star Wars, como mejor villano del año. Y he de confesar que para mí el personaje en cuestión supuso una de las varias decepciones que me deparó El Despertar de la Fuerza, aunque no la única, desde luego.
            En mi opinión, este supervillano no solo no merecería tal galardón, sino que ni siquiera llega a la categoría de malo de opereta. Porque los malos de opereta, a veces, tienen su gracia y, por lo menos, no engañan a nadie. Son lo que son. Malos sin remedio cuya iniquidad apenas consigue superar su estulticia, hasta resultar cómicos en sus planteamientos y grotescos en su manera de fracasar, después de tratar denodadamente de convencer a la audiencia de que son malos porque sí, aunque carezcan de motivos para serlo o sus motivaciones resulten inconsistentes.

            En este sentido, el Doctor Heinz Doofenshmirtz, el villano de la serie de dibujos animados Phineas y Ferb, además de tener sus motivaciones últimas en una infancia desgraciada, a diferencia de Kylo (alguien me puede explicar que le paso a ese niño para haberse convertido en un adultescente propenso a las rabietas), es un malo entrañable, torpe y desaliñado a partes iguales y, con frecuencia, víctima de sus propias invenciones para dominar el mundo. Incapaz de redimirse pero si de despertar la empatía de su archienemigo Perry el Onitorrinco, que, más de una vez, lo ha salvado de sucumbir a las consecuencias imprevistas de sus maquinaciones.
            Y es que, en la categoría de villanos, todos guardamos el recuerdo de personajes memorables que han conseguido seducirnos, sin renunciar a sus instintos perversos ni desprenderse de su aura negra.

            Aún sin ánimo de ser exhaustivo y en el ámbito de la ciencia ficción, se me vienen a la cabeza ejemplos como el del propio abuelo de Kylo Ren y padre de Luke Skywalker, capaz de dejar paralizados a los espectadores en sus butacas sin pronunciar una palabra, solo con su porte, su capa negra y una máscara que, lejos de ser un mero truco de atrezzo, oculta al monstruo deforme y tullido que, cual fantasma de la ópera, sobrevive a su destino cruel y, al final, es redimido, como tantos otros, por el amor, en este caso, hacía su hijo.
            O, Roy, el replicante de Blade Runner, un asesino despiadado propenso a la violencia e inclinado a matar cruelmente a cualquiera que se interponga en su búsqueda desesperada de respuestas a la razón de ser de su existencia, pero también capaz de apiadarse de su implacable perseguidor.

            Fuera del ámbito de la ciencia ficción, los ejemplos son también numerosos, desde Lex Luthor hasta Hannibal Lecter, pasando por, también uno de mis favoritos, Lestat el vampiro.
            Desde mi punto de vista, lo que distingue a un villano memorable es, precisamente, su humanidad, el hecho de que pueda ser reconocible como ser humano, aún en su propia iniquidad. Ni siquiera es necesario que esconda en su interior a alguien que pueda redimirse, con un gesto y en el último momento, de una trayectoria criminal intachable. Puede no sentir remordimientos, pero no carecer de conciencia; ser valiente, o cobarde pero capaz de reconocer, a su pesar, el valor que anida en el corazón de otros (como Cómodo, el emperador romano interpretado por Joaquin Phoenix en Gladiator); cruel con sus enemigos, pero en algún momento compasivo; desdeñoso con aquellos a quienes desprecia, pero al mismo tiempo respetuoso con aquellos a los que respeta (como el personaje de John Malkovich en la película En la Línea de Fuego), hacer gala de su sentido del humor, simpatizar con una buena causa o traicionar a sus correligionarios, pero ser leal a sí mismo y actuar en consecuencia.