Esta
semana me ha sorprendido una reseña publicada en el periódico sobre el premio
que la MTV habría concedido al actor que
interpreta en la ficción a Kylo Ren, en
la última entrega de Star Wars, como mejor villano del año. Y he de confesar que para mí el personaje en cuestión supuso una de las
varias decepciones que me deparó El
Despertar de la Fuerza, aunque no la única, desde luego.
En
mi opinión, este supervillano no solo no merecería tal galardón, sino
que ni siquiera llega a la categoría de malo de opereta. Porque los malos de
opereta, a veces, tienen su gracia y, por lo menos, no engañan a nadie. Son lo
que son. Malos sin remedio cuya iniquidad apenas consigue superar su
estulticia, hasta resultar cómicos en sus planteamientos y grotescos en su
manera de fracasar, después de tratar denodadamente de convencer a la audiencia
de que son malos porque sí, aunque carezcan de motivos para serlo o sus
motivaciones resulten inconsistentes.
En
este sentido, el Doctor Heinz
Doofenshmirtz, el villano de la serie de dibujos animados Phineas y Ferb, además de tener sus
motivaciones últimas en una infancia desgraciada, a diferencia de Kylo (alguien me puede explicar que le
paso a ese niño para haberse convertido en un adultescente propenso a las
rabietas), es un malo entrañable, torpe y desaliñado a partes iguales y, con
frecuencia, víctima de sus propias invenciones para dominar el mundo. Incapaz
de redimirse pero si de despertar la empatía de su archienemigo Perry el Onitorrinco, que, más de una
vez, lo ha salvado de sucumbir a las consecuencias imprevistas de sus
maquinaciones.
Y
es que, en la categoría de villanos, todos guardamos el recuerdo de personajes
memorables que han conseguido seducirnos, sin renunciar a sus instintos
perversos ni desprenderse de su aura negra.
Aún sin ánimo de ser exhaustivo y en el ámbito de la ciencia ficción, se me vienen
a la cabeza ejemplos como el del propio abuelo de Kylo Ren y padre de Luke
Skywalker, capaz de dejar paralizados a los espectadores en sus butacas sin
pronunciar una palabra, solo con su porte, su capa negra y una máscara que,
lejos de ser un mero truco de atrezzo, oculta al monstruo deforme y tullido que,
cual fantasma de la ópera, sobrevive a su destino cruel y, al final, es redimido,
como tantos otros, por el amor, en este caso, hacía su hijo.
O,
Roy, el replicante de Blade Runner, un asesino despiadado propenso a la violencia e inclinado a matar cruelmente a cualquiera que se interponga en su búsqueda
desesperada de respuestas a la razón de ser de su existencia, pero también capaz de
apiadarse de su implacable perseguidor.
Fuera
del ámbito de la ciencia ficción, los ejemplos son también numerosos, desde Lex Luthor hasta Hannibal Lecter, pasando por, también uno de mis favoritos, Lestat el vampiro.
Desde
mi punto de vista, lo que distingue a un villano memorable es, precisamente, su
humanidad, el hecho de que pueda ser reconocible como ser humano, aún en su
propia iniquidad. Ni siquiera es necesario que esconda en su interior a alguien que pueda redimirse, con un gesto y en el último momento, de una trayectoria
criminal intachable. Puede no sentir remordimientos, pero no carecer de
conciencia; ser valiente, o cobarde pero capaz de reconocer, a su pesar, el valor que anida en el corazón de otros (como Cómodo, el emperador romano
interpretado por Joaquin Phoenix en Gladiator); cruel con sus enemigos, pero
en algún momento compasivo; desdeñoso con aquellos a quienes desprecia, pero al
mismo tiempo respetuoso con aquellos a los que respeta (como el personaje de John Malkovich en la película En la Línea de Fuego), hacer gala de su
sentido del humor, simpatizar con una buena causa o traicionar a sus
correligionarios, pero ser leal a sí mismo y actuar en consecuencia.