jueves, 24 de noviembre de 2016

Los muertos

            Hace algunas semanas, escribía sobre la fugacidad de la fama y la facilidad con que algunos personajes públicos transitan del encumbramiento al ostracismo. A veces, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar los veinte mil. Y ayer, nos enterábamos de la muerte de la exalcaldesa de Valencia, después de haber sido imputada (o estar siendo investigada) por determinados hechos acaecidos durante su mandato al frente del ayuntamiento de esa ciudad.

            Después del suceso, la opinión pública y los políticos se han dividido entre los que, tal vez movidos por el remordimiento, sienten la necesidad de hacerle algún tipo de reconocimiento, aunque sea en forma de minuto de silencio, y quienes entienden que la ignominia que recaería sobre su persona como consecuencia de sus manejos y los de su partido en la Comunidad Valenciana, impide cualquier reconocimiento y obliga a tomar distancia con el personaje aún después de muerto y enterrado.

            Hay personajes que nunca se recuperan del juicio de la historia. Hace poco me enteré de que las autoridades austriacas habrían decidido derribar la casa de Hitler para evitar que se convierta en un santuario nazi. Por parecidas razones, el cadáver de Osama Bin Laden reposa en algún lugar de la inmensidad del océano, donde no se pueden plantar cruces ni identificar tumbas de ninguna otra manera.

            Pero, en otras ocasiones, los biógrafos nos han enterado, a veces mucho tiempo después de su muerte, de aspectos de la vida y obra de algunos personajes célebres que, de haberse conocido antes, habrían llevado a que su figura fuese cuestionada mucho antes y, en algunos casos, a revisar manuales y libros de historia para hacer una semblanza distinta y, quizás, muchos menos favorecedora. No obstante, sus tumbas, o mausoleos, siguen siendo lugares de peregrinación turística y a nadie se le ha ocurrido desmantelarlos.

            Probablemente, el curso de batallas y guerras, el éxito o el fracaso de revoluciones, han condicionado, o determinado, no solo el devenir de los acontecimientos posteriores, sino también la forma en que se nos han explicado las causas y las consecuencias de esos acontecimientos históricos que, desde la perspectiva de los vencidos o de los que fracasaron, se explicaría, probablemente, de otra manera.

            Por poner solo dos ejemplos, en un libro que me regalaron mis hermanos hace tiempo sobre la batalla de Maratón, se analiza como aquella batalla fue crucial en el desenvolvimiento posterior de la historia europea, y como una victoria persa habría cambiado radicalmente el curso de Occidente, que no se parecería en nada al Occidente que conocemos, no solo desde el punto de vista político, sino también, artístico, intelectual, social y cultural, y, desde nuestro punto de vista, para peor. Pero, sí los persas hubieran ganado, con toda seguridad, nuestra perspectiva sería completamente distinta. Y, hace algún tiempo, se publicó un libro que revisaba el motín del Bounty, reivindicando la figura de su capitán, traicionado por su tripulación y abandonado a su suerte en un bote sin apenas provisiones, tan denostada por las diversas versiones cinematográficas de este hecho que han llegado hasta nosotros.

            Afortunadamente, a pesar de la manipulación de los medios, hoy en día disponemos de información suficiente como para sacar nuestras propias conclusiones y juzgar con criterio los acontecimientos recientes y a quienes los protagonizaron.

            Pero, volviendo sobre mi reflexión inicial, es ciertamente sorprendente lo fácil que resulta marcar distancias respecto del adversario político o el propio correligionario y, en este último caso, acto seguido, reivindicar su figura o, incluso, su legado. Tristemente, al final, en un caso o en otro, me temo que, muchas veces, de lo que se trata es de ganar sufragios; bien, en el segundo supuesto, denostando la figura del camarada para evitar que la sombra de la corrupción alcance a sus compañeros de partido o, en el primero, rasgándose las vestiduras ante cualquier presunto reconocimiento de una figura que se dice que encarna las peores lacras del sistema.

            Los más correctos políticamente, hablarán de luces y sombras del personaje, pero la realidad es que, al margen del juicio de la historia, que ya hemos visto que puede decantarse, en un sentido o en otro, según quien nos la cuente, lo que se percibe ahora mismo, por encima de cualquier otra cosa, es un hipócrita sentido del deber que más bien es un sentido de la oportunidad, que sobredimensiona los gestos y obliga a hacer aspavientos, para no parecer un corrupto, o para convertirse en adalid de la lucha contra la corrupción y en azote de los corruptos, aunque se encuentren de cuerpo presente.

            El cuerpo de Mussolini fue ultrajado y el coronel Gadafi fue capturado vivo y despedazado por sus perseguidores. La turba, enfurecida, no siente conmiseración ante el enemigo muerto y se ensaña con el cadáver, pero los muertos están muertos y (como decía Rosa Montero en su columna de El País a propósito de la captura de Gadafi) antes de morir, en su fragilidad ante sus verdugos, son terriblemente humanos, singularmente parecidos a nosotros mismos, precisamente porque, además de no poder hacernos daño, están a nuestra merced. Apiadarse de ellos, sentir compasión, no es lo mismo que hacerles un homenaje ni cuestiona nuestra integridad o nuestro firme rechazo a lo que representan o han podido representar en el pasado. Su aniquilación no nos hace mejores ni más rectos en nuestro proceder y, probablemente, compromete nuestras intenciones y cuestiona nuestros gestos.