domingo, 1 de diciembre de 2019

Indumentarias


            Todos nos arreglamos cuando vamos a cenar a un sitio elegante o hemos comprado entradas para el teatro, pero eso, en realidad, no tiene nada de particular. Para mí lo interesante es analizar la indumentaria con la que salimos al escenario cada día cuando no hay acontecimientos especiales que celebrar ni se trata de aprovechar la ocasión para deslumbrar a la concurrencia con un atuendo que nos haga brillar.
            Yo, por ejemplo, cuando tengo que ir al juzgado, sí el magistrado que va a presidir el juicio no despierta mis simpatías y, además, el litigio que me traigo entre manos tampoco me interesa demasiado, suelo elegir corbatas anodinas y chaquetas a juego, no me afeito ni pongo mucho entusiasmo en lustrar mi calzado, salvo que la media barba unida a las salpicaduras de barro de los zapatos me haga parecer un mendigo al que el guardia civil de la puerta pudiera mirar con recelo al verme pasar por el arco de seguridad reservado a los letrados en ejercicio. Sin embargo, si me he implicado en el asunto y también quien preside la vista me inspira respeto, trato de acicalarme, me gusta ir rasurado y combino con cuidado camisa y corbata. Así, aunque pierda el caso, procuro al menos presentar en debida forma mis credenciales.
            También es posible que sus señorías, cuando me vean acercarme al estrado, saquen sus propias conclusiones. Pero, probablemente, ellos también elijan el color de sus corbatas pensando en los letrados con los que van a tener que lidiar en la sala. De manera que, a través de ese lenguaje secreto, vamos transmitiendo nuestro estado de ánimo y la animadversión o simpatía que despertamos unos en los otros; hasta que un día, cuando la sala de vistas parezca un comedor social en tiempos de recesión económica, a la salida del juzgado alguien, conmovido por nuestro aspecto desaliñado, nos dé una limosna y terminemos en una esquina compartiendo unos tragos para quitarnos el frío.
            Hay un ritual en la forma en que nos presentamos ante los demás y, tal vez, también una declaración de intenciones. En las películas del oeste, los pistoleros visten de negro y su irrupción en escena presagia el silbido de las balas o una cabalgada a lomos de la muerte.  Los políticos tradicionales suelen usar trajes de chaqueta, supongo que  con intención de transmitir una imagen de respetabilidad y honestidad, aunque ahora, después de la experiencia vivida, ese aspecto atildado puede hacernos pensar exactamente en lo contrario. Y la indumentaria militar se asocia con la guerra y, fuera de ese contexto salvo que estemos asistiendo a un desfile, altera la percepción de la paz ciudadana. También es fácil encontrarse por la calle con individuos vestidos con la equipación deportiva de su club de fútbol que caminan con naturalidad un día cualquiera de la semana, acompañando a sus hijos al colegio o yendo a comprar el pan, y a esto sí que me resulta más difícil atribuirle un significado racional.
            Steve Jobs usó durante años la misma indumentaria, pantalones vaqueros, zapatillas de color blanco y un jersey negro de cuello alto, y convirtió esa vestimenta en su sello personal. Tal vez, si todos hiciéramos lo mismo, eso nos obligaría a decidirnos por una ropa determinada que pondría de manifiesto, no nuestro estado de ánimo sino, más bien, nuestra manera de ser y de sentir. Sería posible distinguir así más fácilmente a los pistoleros, a los tahúres y a los soldados, pero también correríamos el riesgo de quedar recluidos en nuestro club particular, adscritos a una tribu urbana, aún a nuestro pesar. Hace tiempo, precisamente a la salida del juzgado, se me acerco un señor mayor ofreciéndome un panfleto de Vox. Está claro que ese día me había afeitado convenientemente y cepillado los zapatos a conciencia.
            Pero sí yo tuviera que elegir una indumentaria con la que transitar por la vida, supongo que me decidiría por unos pantalones de corte vaquero, unos zapatos cómodos, camisa, chaqueta y corbata. Por otra parte, esa es la ropa que uso habitualmente y me permite subir al estrado, pasear por la calle y montar en bicicleta. Y, por lo visto, también me convierte en un votante potencial de determinados partidos políticos. Lo que espero es que, vestido de esa guisa y aunque no me haya afeitado, no deje de parecer una persona honrada aunque capaz de compartir una botella si la ocasión lo requiere y, llegado el caso, me permita montar a caballo para escapar de las balas, vengan de donde vengan.