domingo, 22 de mayo de 2022

Jardines remotos

Hoy he estado leyendo dos noticias en el periódico sobre lugares remotos, parajes naturales ocultos en regiones del planeta poco exploradas y al alcance tan sólo de intrépidos aventureros o de nativos alejados de la civilización.

Uno de ellos se encuentra en Bolivia, en el parque nacional Noel Kempff Mercado y es una catarata de hasta dieciocho metros de altura y más de setenta metros de ancho que se precipita sobre un remanso de agua esmeralda en mitad del cual se ha formado una isla y que se conoce como la catarata perdida. Para llegar hasta ella es necesario caminar durante kilómetros por pistas de tierra que la lluvia convierte en barrizales difíciles de transitar, alquilar una barca, vadear el río Verde y completar una ruta azarosa entre tótems rituales de piedra.

El otro es un bosque poblado por árboles de hasta cuarenta metros de altura y arbustos que cubrirían a un hombre adulto hasta los hombros oculto en un socavón provocado por el hundimiento del techo de un sistema de cuevas de rocas kársticas de doscientos metros de profundidad, que se encuentra en la región china de Guangxi Zhuang, en cuyo interior se especula con que puedan habitar especies desconocidas.

Cada vez resulta más difícil descubrir parajes como estos porque hoy en día cualquier dron puede sobrevolar el cráter de un volcán para ofrecernos una visión vertiginosa del verdadero aspecto del mundo perdido. Pero de vez en cuando todavía es posible hacer algún hallazgo asombroso.

A veces, cuando paseo por alguna calle que no suelo frecuentar o salgo a correr y me adentro por una zona que he transitado otras veces distraídamente, me da por atisbar sobre los muros de las casas antiguas y, de vez en cuando, descubro entre la tupida vegetación de algún jardín secreto, un remanso umbrío en el que imagino que crecen flores exóticas y que sobrevuelan pájaros exhibiendo plumajes irisados. Entonces me dan ganas de trepar el muro y encaramarse al otro lado, pero temo que alguna especie de cánido no catalogado aún por los biólogos me salga al paso y frustre de golpe mis pretensiones de explorador urbano.

Otras veces sueño con algún día en el que yo también pueda viajar a un lugar recóndito en el que la lluvia haya terminado de erosionar el techo de una cueva excavada durante años por un curso de agua subterránea y una ruta jalonada de tótems sagrados me conduzca por un bosque recóndito hasta una catarata olvidada en lo profundo de la espesura.

Y mientras tanto me conformo con atisbar de vez en cuando entre las piedras resquebrajadas de los muros perfumados de esos jardines donde el tiempo parece haberse detenido hace tiempo y el rumor de un estanque invisible evoca otros cursos de agua más impredecibles en los que canoas construidas con maderas exóticas se deslizan silenciosamente bajo las copas de árboles centenarios de cuyas copas frondosas descienden sonidos ancestrales y, de vez en cuando, se desprenden flores de aromas salvajes y colores imposibles.