jueves, 11 de diciembre de 2014

Códigos, apuntes y el testimonio de lo que hemos sido


            Estos días he estado haciendo limpieza y poniendo orden en mis papeles para tratar de aprovechar de la mejor manera posible el espacio disponible después de trasladar la librería al salón, dado que además de los libros que había en las dos estanterías, que ahora están en los cuartos de las niñas, teníamos que buscarles sitio a nuestros apuntes, libros de texto y, en mi caso, repertorios varios de legislación. Así que, como el espacio de nuestra casa es finito, no ha habido más remedio que deshacerse de algunos manuales y además, de una tacada, las normas más señeras del ordenamiento jurídico español han aterrizado en el contenedor de papel, incluyendo un código civil, el código penal, la ley hipotecaria, el código de comercio y las leyes de enjuiciamiento civil y criminal.
            Es curioso lo que nos cuesta, a veces, deshacernos de las cosas; especialmente cuando una parte importante de nuestra vida está ligada a ellas. Recuerdo que, durante años, tuve guardado en el altillo de un armario el temario de la oposición a la carrera judicial; incluso cuando ya había abandonado la idea de volver a presentarme a los exámenes y, a medida que pasaba el tiempo, los temas iban quedándose desfasados, al ritmo que se iban publicando en el boletín oficial del Estado nuevas normas o se reformaban, sin cesar, las que seguían en vigor. Durante algún tiempo, guarde también los apuntes de la carrera de algunas asignaturas que me gustaron particularmente o tomados de la clase de profesores que influyeron de manera especial en mi formación jurídica.

            Y a todo lo anterior, todavía podría sumar resoluciones, informes, instrucciones, ponencias, apuntes de clase (esta vez como profesor) e incluso la copia del expediente de nulidad de un contrato administrativo que instruí de cabo a rabo, incluyendo un dictamen del Consejo de Estado y la cuantificación de la indemnización por enriquecimiento injusto que hubo que satisfacer a la empresa adjudicataria del mismo.
            Y es que, al desprenderme de todo ese material, tengo la vaga sensación de que un trocito de mi experiencia vital, como estudiante, opositor o empleado público, pasa a la historia definitivamente. No es que se pierda, perdurará en mi memoria, al menos mientras no desarrolle Alzheimer, pero deja de existir como testimonio escrito de lo que he sido y de lo que he hecho. Y, aunque supongo que es inevitable y que, de no poner orden de vez en cuando en ese acervo documental, corro el riesgo de ser devorado por la letra impresa y de no dejar espacio suficiente para la experiencia presente y la que está por venir, ese acto voluntario de desprendimiento no deja de despertar en mí ese sentimiento.

            Supongo que lo que me da un poco de miedo es que, de ahora en adelante, mi experiencia no sea tan variada ni tan enriquecedora. A fin de cuentas, uno ya no está por la labor de dedicar tanto tiempo al estudio, ni sabe si tendrá ocasión en el futuro de poner en práctica sus conocimientos, o si será capaz de hacerlo con la mismo entusiasmo y determinación.
            Bueno, por lo menos, explorar entre esos papeles para decidir lo poco que quería conservar y aquello de lo que debía desprenderme definitivamente, me ha servido para llevar a cabo una retrospectiva que aviva ese recuerdo y que, de otra manera, no habría tenido ocasión, ni probablemente ganas, de realizar. Además, siempre hay cosas que llevaré en la memoria y también otros testimonios que conservo conmigo, como fotografías, películas caseras, cartas o escritos de juventud, dibujos y un par de cómics inconclusos, algunos cuentos y una novela que tampoco acabé. Todo eso sigue estando ahí y, sorprendentemente, ocupa mucho menos sitio que lo otro, aunque sin duda es mucho más relevante y dice más de mí que cualquier otra cosa. Y, lo que es más interesante, es un patrimonio que puedo, si quiero, seguir atesorando y enriqueciendo.