El
domingo pasado disputé con mi sobrino nuestro primer medio maratón. Y ha sido una
experiencia bonita, sobre todo por haber podido compartirla con alguien
cercano, que además se estrenaba en una carrera de fondo; lo que, aun a pesar
de mi corta trayectoria, me daba cierta autoridad como corredor experimentado,
aunque también corría el riesgo de que la ardorosa juventud de mi pupilo pudiera
ponerme en evidencia a las primeras de cambio.
Dudaba un poco de mi
estado de forma porque no había hecho una preparación específica y decidí
apuntarme en Navidad, con apenas un mes de antelación; pero ya en carrera me
acordé de las sensaciones de mi primer maratón, cuando aspiraba a poco más que
terminar la prueba, y eso me permitió disfrutar de la carrera desde el primer
minuto, sin estar pendiente de nada más que de no dejarme llevar demasiado
pronto por el entusiasmo y, después, mediada la distancia, pudiendo dar rienda
suelta a la alegría de correr por correr, cuando sucede que el cuerpo parece
encontrarse en estado de gracia y te lleva en volandas hasta la línea de meta.
Sólo me equivoqué en una
cosa. Aunque estoy convencido de que si persevera podrá hacer cosas meritorias
en el futuro, a mi joven discipulo todavía le falta algo de fondo. De forma que,
cuando más entusiasmado andaba yo persiguiendo a la liebre de la hora y
cincuenta minutos y estaba a punto de cazarla, me di cuenta de que empezaba a
quedarse atrás. Así que bajé el ritmo, esperando que se recuperará, pero el
peso de los kilómetros y mi progresión ambiciosa terminaron por pasarle
factura.
En ese momento tenía
dos alternativas: hacer caso a mi sobrino que me animaba a seguir adelante y,
sin volver a mirar atrás, quemar la suela de las zapatillas durante los cinco o
seis kilómetros finales; o esperarle y guiarlo hasta la línea de meta, como me
habría gustado que hubieran hecho conmigo cuando tenía su edad, si por aquel
entonces yo hubiese tenido la osadía de apuntarme a correr veintiún kilómetros
con un tío friki de las carreras, que tiene la extraña necesidad de levantarse,
y levantar a toda la familia, al amanecer un día de invierno para colgarse un
número del pecho y salir a correr por las calles como si hubiera terminado la
guerra o, más bien, como si un enemigo invisible estuviera a las puertas y
hubiera que apresurarse a detenerlo antes de que franquee las murallas.
Así que, reagrupados,
bordeamos las murallas y, camino del último puente, nos dirigimos al estadio,
donde la muchedumbre y nuestras familias nos aguardaban jaleando el paso de los
corredores, al ritmo de los soldados griegos supervivientes del llano de la
batalla, pero cansados de la refriega, y cruzamos la línea de llegada cogidos
de la mano, y en menos de dos horas, tal como teníamos previsto. Lo demás ya es
historia, pero hoy la medalla que distingue a los valientes cuelga del cuello
de mi sobrino y enorgullece a su tío, y la muralla sigue intacta porque
nuestros miedos se quedaron fuera y cuando nos vieron llegar sonrientes huyeron
como fantasmas.