viernes, 22 de febrero de 2019

Las tumbas de los reyes


         El año pasado, alguien consiguió burlar los controles de seguridad en el Valle de los Caídos para pintar de rojo la tumba de Franco, cuyos restos pueden ser exhumados antes de que termine la legislatura. Supongo que como represalia, hace un par de semanas, otro u otros sujetos profanaron las tumbas de Pablo Iglesias y la Pasionaria, que aparecieron cubiertas de pintura blanca, aunque esta vez no hubo que saltarse ningún control porque nadie custodiaba los sepulcros profanados.
Sobre la relevancia que pueden tener los lugares vinculados a ciertos personajes, hace algún tiempo leí en el periódico que el gobierno austriaco se proponía demoler la casa natal de Adolfo Hitler, con el fin de evitar que se convirtiera en un lugar de encuentro de neonazis. Por parecidas razones, el cuerpo de Bin Laden fue arrojado al mar y reposa en el fondo del océano, con objeto de impedir que su tumba terminara siendo un centro de peregrinación de extremistas islámicos.
         Tal vez una forma de prevenir una cosa y la otra, que determinados lugares se conviertan en símbolos dignos de ser reverenciados para unos y en una dolorosa ofensa  para otros, sería incinerar a los muertos y esparcir sus cenizas al viento. Pero, probablemente, desenterrar a los que ya están enterrados para incinerarlos no dejaría de considerarse otro acto de profanación.
         Al margen de ello, no entiendo qué clase de ofensa puede haber impulsado a alguien, por ejemplo, a profanar la tumba de un político que lleva casi cien años muerto. Cómo tampoco entiendo que el cementerio judío de Quatzenheim, apareciera esta semana cubierto de esvásticas y eslóganes antisemitas, coincidiendo con las marchas y actos programados en toda Francia, precisamente, contra el antisemitismo.
         Los campos de Europa están sembrados de cruces blancas. Debajo de cada una de ellas, yace un soldado que murió víctima de un conflicto que no le concernía personalmente. Su ejecutor puede que repose bajo esa misma tierra a no demasiada distancia. Pero los artífices de esos conflictos no siempre saldaron cuentas con la historia. Es posible que algunos incluso reposen, bajo losas de mármol, en panteones ilustres o mausoleos en los que ángeles de piedra sostienen coronas de laurel sobre sus cabezas.
         Y en otros muchos lugares del mundo, a lo largo de la historia, los huesos de los muertos sin nombre han abonado la tierra sobre la que marcharon los ejércitos de los imperios que devastaron esa misma tierra y cuyos reyes fueron enterrados en tumbas que todavía hoy visitamos.
         Pero, cuando todavía no ha pasado el tiempo necesario para que se pierda la memoria de las guerras libradas por nuestros antepasados, cuando solo un par de generaciones separan a los muertos de los vivos, es difícil que las tumbas se hayan enfriado lo suficiente como para olvidar a los que yacen bajo la tierra. Sí, aunque los supervivientes siguieran viviendo bajo el mismo cielo, los vencidos no han podido reposar bajo la misma tierra que los vencedores, es que algo queda todavía por hacer antes de dar por terminada definitivamente la contienda. Es necesario llegar a un acuerdo para poner paz de una vez en la tierra devastada. Y, de la misma manera que las treguas sirven para retirar los cadáveres del campo de batalla y darles sepultura en un lugar alejado de las llamas, ahora es legítimo buscar los cuerpos que reposan bajo el polvo anónimo para llevarlos a otro lugar y clavar una cruz sobre la tierra o, al menos, ponerle un nombre a sus tumbas. Pero también es necesario borrar para siempre otros nombres de los mausoleos, de los panteones ilustres, antes de que pase más tiempo, y olvidemos el origen de nuestro odio pero seamos incapaces de dejar de odiarnos.

domingo, 17 de febrero de 2019

De la traición y los traidores


            Hay un calificativo que se ha vuelto viral estos días. Se lo ha adjudicado el jefe de la oposición al Presidente del Gobierno, al que ha tildado de felón. El diccionario equipara la felonía a la traición y también a la deslealtad, y es una acusación grave que implica poner en entredicho la integridad y la honorabilidad de alguien, con independencia del lugar que ocupe en la sociedad, de su mayor o menor visibilidad.
            Un traidor nunca se redime. Puede obtener una recompensa de quien sobornó su voluntad, prebendas o privilegios de aquellos que se valieron de su felonía para usurpar el poder, encarcelar al jefe de un clan mafioso, provocar un motín, conquistar una ciudad o envenenar a un enemigo al que no podían abatir por otros medios menos abyectos. Pero, aún estos es posible que, en su fuero interno, desprecien al que, con su actuación, decantó la balanza de su lado.
            La traición se comete desde una posición privilegiada, lo cual quiere decir que no todo el mundo está en condiciones de ser un traidor. Para eso es necesario que se le haya hecho depositario de la confianza necesaria, que se le haya permitido acceder a determinada información, se le haya encomendado un secreto o se le haya hecho custodio de un tesoro o de un bien especialmente preciado. Con lo cual lo que se traiciona es precisamente la confianza depositada. Por eso también la traición puede ser especialmente dolorosa, sobre todo sí quien asesta el golpe  es el amigo, el confidente, el amante o el hermano.
En la ficción, sin embargo, el traidor aparece, a veces, investido de una aureola que puede convertirle en un héroe o, por lo menos, en una víctima de aquellos a los que traicionó. Puede ser alguien que está solo y al que atormenta la iniquidad de quienes le rodean o siente que necesita hacer algo para evitar un mal mayor, remediar una injusticia o compensar el daño causado, del que se siente corresponsable, aunque sea por omisión. En esos casos, el felón necesita hacer acopio de todo su valor para romper el círculo de voluntades en el que se encuentra preso.
Se me vienen a la memoria algunos célebres traidores que la literatura o el cine se han encargado de inmortalizar, como Fletcher Christian, primer oficial del Bounty; Terry Malloy, el protagonista de La ley del silencio (ambos magistralmente interpretados por Marlon Brando); Cómodo, el ambicioso hijo y asesino del emperador Marco Aurelio en la película Gadiator (también interpretado por un magistral Joaquín Phoenix); o, finalmente, Louis de Pointe du Lac, el vampiro a su pesar de la novela de Anne Rice, Confesiones de un vampiro. Cada uno de ellos tiene sus propias motivaciones, algunas muy poderosas, para actuar como lo hace.
Pero en la vida real, los traidores suelen tener otras, menos elevadas o directamente mezquinas. Y, por otra parte, la traición no es siempre un acto que cometa un individuo aislado contra otro o contra un grupo o comunidad. A veces, la traición se consuma por parte de un colectivo y el traicionado puede ser un solo individuo. Pero, con independencia de ello, al final, el o los traidores serán tratados como héroes o como villanos dependiendo de quién cuente su historia.
Con todo, lo más difícil es sobrevivir a una traición. Ser capaz de desclavar el puñal y no morir desangrado. Naturalmente, esto es más difícil todavía cuando son varias las heridas inciso-contusas y la turba se arremolina alrededor del traicionado. Pero, con todo, lo peor son las heridas invisibles, esas que llenan de costurones el corazón y vuelven a las personas retraídas y desconfiadas. Por eso, la mejor manera de vengarse de un traidor es sobrevivir a la traición, levantarse y seguir caminando, mirar alrededor y reconocer a los que permanecieron fieles, a los que nos tendieron la mano en el momento más oscuro.