sábado, 12 de diciembre de 2020

Exploradores

 

            Estoy leyendo la biografía de Humboldt y no puedo dejar de sentirme intimidado por la capacidad del explorador prusiano para adquirir un conocimiento enciclopédico del mundo al tiempo que desarrollaba una actividad febril que le permitía caminar continentes, explorar selvas, escalar volcanes, recabar miles de datos, hacer mediciones en las condiciones más adversas, llenar decenas de cuadernos con sus anotaciones, dibujar mapas, clasificar centenares de especies, hacer experimentos, dar conferencias, mantener una abundante correspondencia y conocer personalmente a muchos de sus contemporáneos más ilustres. Todo ello además en una época en la que las comunicaciones y los viajes se encontraban mediatizados por la guerra y la rivalidad entre las potencias coloniales, y en la que la posibilidad de perecer víctima de una enfermedad, un naufragio o un accidente fortuito estaba presente por doquier.

            Así que, después de escalar el Chimborazo en compañía de Bonpland, Montúfar y el bueno de José de la Cruz, en medio de una ventisca despiadada, con los instrumentos metálicos y los dedos de las manos al borde de la congelación y los pies heridos resbalando al borde de precipicios vertiginosos, cuando cierro el libro y me tapo los míos con mi mantita, me siento como el indigno descendiente de una raza de gigantes venida a menos.

            Para no sucumbir al desánimo, trato de buscar alguna justificación a mi hasta ahora escasa aportación al género humano, y pienso que después de todo yo no he heredado una fortuna de mi madre y que Alexander puso tanto empeño en la tarea que se había propuesto que nos dejó poco terreno que explorar a los que nacimos dos siglos después, que si no llega a ser por eso, igual me da a mí por escalar el Cotopaxi y la corriente de Humboldt lo mismo no se llamaba así.

            Además, yo he tenido dos hijas perfectamente capaces, gracias al ejemplo de su progenitor, de explorar otros planetas, siempre que no haya que subir muchas cuestas ni haga demasiado calor y los móviles tengan cobertura. Así que todavía está por ver quien ha contribuido más al desarrollo de la humanidad. Por lo demás, estudié una carrera universitaria que me ha permitido contribuir con mi esfuerzo al funcionamiento armonioso de la maquinaria administrativa, litigar ante los tribunales de justicia defendiendo los derechos del común de la ciudadanía sin incurrir en temeridad, al menos de forma manifiesta, e impartir clases sin que la mayoría de mis alumnos abandonaran el estado de vigilia.

            También he llegado hasta los pies del Vesubio viajando en los vagones atestados de viajeros de la línea ferroviaria Cirumvesuviana, lo cual, aunque no lo parezca, también tiene su mérito; he escalado la cumbre del Valdecebollas sin llegar a deshidratarme del todo; me he bañado en el Mediterráneo, el Atlántico, el Cantábrico, el Egeo y últimamente en el Tirreno, aunque confieso que siempre haciendo pie, salvo en el Tirreno, pero era demasiado tarde para echarse atrás, además estaba iniciando a mis hijas en la exploración marina y no era cuestión de quedar como un gallina; y tengo varias caracolas en casa de cuya procedencia estoy casi seguro.

            Y por si todo esto no fuera suficiente, os informo de que, aunque vivimos tiempos de paz, hace meses que convivo con una pandemia que ha obligado a clausurar restaurantes y locales de ocio en mi ciudad, a imponer el toque de queda a partir de las diez de la noche y a decretar un confinamiento perimetral que de facto me ha impedido continuar con mis exploraciones, justo ahora que tenía previsto volver a viajar.