miércoles, 13 de enero de 2016

Condenados a entendernos

            Esta semana se ha constituido el nuevo Parlamento y, con ello, se inicia una legislatura en la que la necesidad de que las fuerzas políticas representadas lleguen a acuerdos resultará crucial para su devenir, aunque la sombra de unas elecciones anticipadas y la sensación general de que esta legislatura puede terminar mucho antes del plazo de cuatro años constitucionalmente previsto, augura un panorama plagado de incertidumbres.

            No obstante, esa realidad innegable invita a reflexionar sobre la función del Parlamento y el mensaje que el escrutinio de los votos depositados en las urnas el día de las elecciones manda a la clase política, ya sea de viejo o de nuevo cuño.

            Frecuentemente, después del escrutinio, cuando el recuento de votos arroja un resultado incuestionable, los líderes políticos suelen especular sobre el significado de ese resultado y el ‘mandato’ de la ciudadanía, que todos se apresuran a hacer suyo, bien argumentando que la mayoría (relativa) ha votado al propio partido o que la mayoría se ha decantado por el ‘cambio’, aunque esa voluntad de cambio se haya plasmado en un abanico de opciones políticas (muchas de ellas minoritarias) que no tienen en común (todas ellas) nada más que su deseo de desmarcarse (por unas u otras razones) de la opción más votada.

            Sin embargo, lo cierto es que, aunque cuando el ciudadano acude a las urnas el día de las elecciones lo hace con el deseo de que la opción por la que, finalmente, se ha decantado gane claramente y se consolide como partido de gobierno, el mensaje del escrutinio es otro y no lo lanza un ciudadano concreto ni siquiera un grupo de ciudadanos o los electores que han votado masivamente al partido vencedor de los comicios. Y ese mensaje debe extraerse del propio escrutinio y, aunque fácil de entender, puede resultar difícil de digerir; porque lo que viene a decir es que, para investir a un presidente, formar un gobierno, aprobar una ley de presupuestos o legislar sobre cualquier materia, habrá que ponerse de acuerdo con ‘los otros’, esas opciones políticas a las que, frecuentemente, se ha demonizado durante la reciente campaña electoral.

            Ahora no caben especulaciones sobre el descontento social o el mensaje de la calle, tampoco sobre las encuestas o la forma en que la ciudadanía percibe la evolución de la economía o la percepción social de la corrupción. El resultado de las elecciones ha colocado a cada uno en su sitio, y no queda más remedio que aceptarlo humildemente, lo cual significa ser conscientes de que para lograr la confianza de la cámara habrá que pactar, y para sacar adelante cualquier proyecto legislativo también. Por ello, si, en lugar de eso, quienes no han obtenido una mayoría suficiente para formar un gobierno estable, se dedican a hacer quinielas sobre el eventual resultado de unas nuevas elecciones (resultado que, por lo demás, no tendría por qué diferir mucho del anterior) con la esperanza de consolidar mayoría relativas o finiquitar opciones políticas en liza por un determinado espacio ideológico, el ‘mandato ciudadano’ (que lo es de la ciudadanía en su conjunto) se habrá visto desobedecido y la ciudadanía traicionada por quienes, con independencia de su signo político, la representan.

            Dicho lo cual, es necesario precisar que ponerse de acuerdo no consiste en investir un presidente y apoyar un gobierno sin condiciones y hasta el agotamiento del mandato parlamentario; ni que los acuerdos se fragüen entre dos o tres y que, esos dos o tres, sean siempre los mismos. La mayoría puede estar de acuerdo en reformar el sistema educativo, o reforzar el sistema sanitario público, en diseñar una determinada política migratoria o emprender una acción conjunta con otros países contra el terrorismo yihadista; pero esa mayoría no tiene por qué ser siempre la misma, ni esos acuerdos ser ratificados por los mismos grupos parlamentarios.


            Y, en este sentido, pretender imponer una determinada opción, desde una posición minoritaria, chantajeando al adversario político o condicionando otros apoyos a la adhesión incondicional a las propias tesis es, precisamente, lo contrario de la democracia.