jueves, 13 de octubre de 2016

Bajo un techo protector

            La necesidad de disponer de más espacio en casa para guardar ropa, zapatos, juguetes, maletas, alfombras y otros enseres domésticos, nos ha decidido a encargar el diseño e instalación de un armario empotrado más grande para nuestro cuarto, y este fin de semana está previsto que, después de desmantelar el viejo, vengan a instalarlo definitivamente.


            Todo este ajetreo nos ha obligado a desalojar altillos, estantes, cajoneras y percheros, y depositar todo su contenido entre el salón y el comedor de nuestra casa, que, de esta suerte, se ha convertido en una especie de rastrillo, en el que se acumulan pantalones, camisas, vestidos y cajones llenos de camisetas, jerséis y calcetines, junto con lámparas, radiadores de aceite, mochilas, bolsos de viaje, ventiladores y cajas de cartón con adornos navideños, cortineros, alfombras, toallas y juegos de cama, entre otras pertenencias.

            De manera que cualquiera que visite nuestro domicilio en estos días, podría tener la sensación de que súbitamente hemos sido víctimas del síndrome de Diógenes o, de no ser así, que hemos decidido completar nuestros ingresos, dedicándonos al comercio ambulante o a la compraventa de artículos de segunda mano, y que guardamos en casa la mercancía restante que ofrecemos al público en el mercadillo que se instala cerca de casa todos los domingos.

            Y, en medio de este desorden, más propio del almacén de un buhonero que del hogar de una familia de clase media, todavía tenemos que hacer sitio para un colchón de matrimonio que, durante el día, permanece apoyado en la pared, y, por la noche, extendemos en el suelo, entre el televisor y el sofá, para ver alguna serie de televisión, sin dejar de admirar, al mismo tiempo, esta especie de campamento gitano en el que se ha convertido nuestra casa.

            Así que, cuando llego de la oficina o del juzgado, me desvisto en el comedor y dejo camisa y corbata colgados de la manilla de la puerta, los zapatos al lado de una butaca y el pantalón sobre el respaldo de una silla que esté desocupado, y me dedico durante un rato a buscar entre los montones de ropa de estar por casa, una bermuda y una camiseta; en algún otro sitio dejo el cinturón y el reloj en un rincón en el que no me cueste mucho trabajo localizarlo al día siguiente. Luego, antes de ir a dormir (bueno, en realidad, no vamos a ninguna parte, ya que dormimos en el salón), deambulo entre los cajones llenos de ropa y las perchas colgadas de las puertas y los tiradores de los muebles, buscando una chaqueta y otra corbata, o inspecciono los cajones en busca de unos calcetines; hago equilibrios, entre las cajas para bajar las persianas y subo el volumen del radio-despertador, que ahora queda un poco retirado de mi almohada y siempre temo no escuchar por la mañana.
         
           Y la verdad es que supongo que uno podría acostumbrarse a vivir de esta manera, con todas sus pertenencias al alcance de la mano, sin obsesionarse con el orden y la pulcritud, y, también, encendiendo una hoguera para calentarse por la noche y rebuscando entre sus cosas sólo cuando fuera estrictamente necesario, durmiendo en un carromato y levantando el campamento por la mañana para ponerse en marcha rumbo a otro lugar, en el que ganarse buenamente la vida.

            Aunque, también estoy convencido de que yo ya no soy capaz de hacerlo. Necesito saber que mi casa está en orden, que por la noche no me despertara una gotera, que no necesitaré encender una hoguera para calentarme el próximo invierno y que mi familia está a salvo de las alimañas y de los ladrones (al menos, de algunos de ellos). Pero, estos días, bajo un techo protector, me siento un poco como un zíngaro y disfruto extrañamente de este desorden cotidiano y de la posibilidad de despreocuparme durante unos días de la disciplina que requiere un hogar ordenado en el que sentirse a salvo del caos, de la intemperie y del desorden del mundo que está ahí afuera.