domingo, 8 de noviembre de 2020

El bosque prohibido

 

            El otro día el parque estaba cerrado y, después de colarme por un hueco entre dos postes de la empalizada que lo rodea, pude recorrerlo durante una hora sin encontrarme con nadie, salvo un jardinero que se afanaba aquí y allí colocando aspersores o podando las ramas de algún arbusto y otro corredor que también debía haber encontrado alguna entrada secreta. Al cruzarnos compartimos la fugaz mirada cómplice de los fugitivos o los desertores y huimos en direcciones opuestas, saboreando por separado nuestra libertad recién conquistada. Pero muchos días ir a correr al parque se vuelve tedioso, porque el paisaje resulta demasiado previsible y siempre hay demasiada gente paseando, a veces ocupando todo el camino, con sus perros diminutos cruzándose de un lado a otro, parloteando despreocupadamente entre ellos o hablando con un interlocutor invisible al que sólo ellos escuchan a través de sus auriculares inalámbricos.

            Por esa razón me gusta aventurarme por caminos desconocidos, alejándome de casa siguiendo una ruta diferente, sin estar muy seguro de dónde me conducirá. Muchas veces el destino resulta decepcionante y acabo topándose con una carretera que me corta súbitamente el paso, el camino se vuelve intransitable o el paisaje inhóspito y desolador. Pero el fin de semana pasado, Isabel y yo nos aventuramos en una zona arbolada algo más alejada de nuestra casa que el ayuntamiento quiere unir con nuestro parque mediante un corredor verde que conecte el barrio con otro algo más humilde, lastrado históricamente por la delincuencia y el tráfico de drogas.

            Las obras de acondicionamiento y el saneamiento del arbolado han transformado el aspecto de abandono que probablemente debió tener hasta hace poco tiempo, pero adentrándose en los bosquecillos que crecen alrededor del camino es posible encontrar algunas zonas umbrías en las que, cuando ha llovido, florece la vegetación. Allí, correr entre los árboles obliga a agachar la cabeza para no chocar con las ramas más bajas y el terreno se vuelve irregular y quebradizo. De vez en cuando, es posible encontrarse con los restos de una hoguera y en algunos claros se alzan montículos de piedras colocadas con esmero que parecen pequeños túmulos funerarios.

            El otro día, transitando por uno de estos bosquecillos, nos topamos con un árbol en un hueco de cuya corteza alguien había colocado cuidadosamente una virgencita sobre la que estaba clavado un rosario. Pero lo más llamativo era que, en dos de las ramas más bajas, había dos recién nacidos con sendas coronas doradas. Seguimos caminando entre la floresta y, a los pocos metros, vimos otro árbol cuyo tronco estaba todo tapizado de flores cenicientas que cubrían la corteza dándole un aspecto mágico y siniestro al mismo tiempo.

            Hoy he vuelto a ese parque lejano, buscando el bosquecillo que hace tiempo alguien decidió convertir en un santuario, pero sólo encontré el árbol tapizado de flores grises. Cuando me alejaba, al volver la vista atrás, las redondeadas piedras blancas que se amontonaban alrededor del tronco me parecieron calaveras blanqueadas por el sol que se hubieran depositado allí en el transcurso de una ceremonia macabra o un ritual santero. Subí por el terraplén que se asoma sobre un pequeño arroyo oculto por un espeso cañaveral, al otro lado del cual se sostiene penosamente una casucha a la que una plancha metálica sirve de tejado y, al poco, unos ladridos delataron mi presencia. Seguí corriendo, salí del bosquecillo y al cabo de unos cientos de metros vi que se abría un hueco entre los arbustos. Al otro lado me encontré con un canal por el que discurría una corriente de agua cenagosa y llegué hasta una doble compuerta que se encontraba levantada. Escuche voces a mi izquierda y, al volverme, vi a dos niños que empujaban una bicicleta por un sendero perpendicular al canal en dirección a la esclusa. Estuve hablando con ellos un rato y el más charlatán me dijo que él había visto el canal lleno de agua. El otro corroboró que ese día las compuertas también estaban abiertas. Me despedí de ellos y volví sobre mis pasos mientras me imaginaba el agua atravesando con ímpetu las compuertas y un aguacero anegando el bosquecillo, apagando los rescoldos de las hogueras, a los perros ocultándose asustados de los truenos bajo el techo metálico sobre el que repiquetearían furiosamente las gotas de agua, los túmulos de piedra reverberando con cada relámpago y la lluvia limpiando de polvo las flores cenicientas.