jueves, 22 de enero de 2015

El barro de las trincheras


            Estoy leyendo un libro que me trajeron los Reyes Magos sobre Maratón y, al hilo de esa lectura, me resulta interesante reflexionar sobre el paralelismo que se produce en los albores de la democracia griega entre participación ciudadana e igualdad de derechos ante la ley, por un lado, y el cumplimiento de los deberes ciudadanos por otro, y, en particular,  con la implicación de los ciudadanos en la defensa de la ciudad-estado; de forma que es ese compromiso de defender con las armas el estado propio lo que le hace al ciudadano sentirse acreedor de derechos que, hasta un momento histórico concreto, solo ostentaba una minoría aristocrática.
            De esta forma, lo primero que se democratiza es la participación del individuo en el conflicto armado, con el abandono de una estrategia militar al estilo de los héroes de la Iliada, en la que el grueso de las tropas se limita a apoyar a los líderes militares, los únicos capaces de pagarse el equipamiento militar correspondiente (coraza, yelmo, grebas, escudo y lanza, además de caballos y carros para desplazarse por el campo de batalla en busca de un oponente digno) y la aparición de la falange hoplita, basada en el apoyo mutuo y la acción solidaria de infantes equipados con anchos escudos que protegen tanto el propio cuerpo como el del infante que combate a su izquierda. Y es ese esfuerzo el que provoca la reivindicación de mayores derechos de participación en la toma de decisiones políticas de quienes están dispuestos a defender con las armas la sociedad de la que forman parte.
            Desde luego, en la Primera Guerra Mundial también tuvo lugar una participación masiva de campesinos y obreros en la defensa de los ‘intereses nacionales’, pero que hundidos en el barro de un frente de trincheras, quedaron expuestos al horror de las armas químicas; mientras los aristócratas permanecían acuartelados en castillos y casas solariegas o se reservaban para la aviación, donde observaban un estricto código de honor que les impedía disparar a los pilotos enemigos y solo les permitía apuntar a sus aeroplanos.
            Aun así, y aunque fueran pobres y no pudieran pagarse el uniforme ni la munición, su participación masiva en un conflicto armado de proporciones apocalípticas, unido a la muerte de cientos de miles de ellos en los campos de batalla de toda Europa, hizo que la clase obrera tomara conciencia de la deuda que sus Estados habían adquirido con ellos e hizo temblar a los dirigentes políticos de la época, temerosos de que una revolución social sin precedentes acabara con sus privilegios; sobre todo porque, abandonados a su suerte entre las alambradas, los combatientes de uno y otro bando corrían el riesgo de solidarizarse con los del bando contrario, terminar confraternizando con el enemigo, y rebelándose contra quienes los obligaban a disputar una contienda sangrienta que no habría de depararles ningún beneficio.
            En la actualidad, y en la sociedad desarrollada en el que vivimos, no existe ese compromiso de defender al Estado y las obligaciones militares se han sustituido por otras de carácter tributario, aunque todavía se recojan en el texto constitucional, más como una reminiscencia que otra cosa. Para cualquier ciudadano de a pie es el Estado el que asume la obligación de defenderlo frente a cualquier amenaza que venga más allá de las fronteras de la patria, en la actualidad representada por el Estado Islámico y el terrorismo internacional. El deber ciudadano se reduce a la contribución al sostenimiento de las arcas públicas mediante el pago de impuestos o la aportación al sistema de Seguridad Social. Y, en esto, el que puede se escaquea. No obstante, ese mismo ciudadano de a píe se considera a sí mismo acreedor de toda la panoplia de prestaciones sociales, subvenciones y subsidios que el Estado pueda dispensar, aunque no se haya contribuido, más que de forma anecdótica a su financiación.
            Y es precisamente esa falta de compromiso la que permite una proliferación sin precedentes de la corrupción a todos los niveles. El grado de compromiso de amplias capas de la ciudadanía es tan escaso que resulta difícil que lleguen a soliviantarse ante los atropellos de la clase dirigente. Por otra parte, la improbabilidad de participación en un conflicto armado, en el que se pueda llegar a cuestionar el ‘ideario nacionalista’, unida a la promesa de una mayor riqueza y un estatus ciudadano más elevado, hace que los brotes nacionalistas florezcan por doquier, porque es mucho más difícil identificarse con el ‘enemigo’, ese que se nos parece tanto cuando compartimos con él el barro de las trincheras.