martes, 14 de marzo de 2023

Inteligencia artificial

 

La inteligencia artificial está de moda. Y es que ahora todo son algoritmos, computación cuántica y sistemas conversacionales, alguno de los cuales, por cierto, ha llegado a hacer creer a un ingeniero de Google algo pardillo, o con ganas de notoriedad, que se encontraba hablando con un ente con conciencia de sí mismo. 

Lo que yo pienso es que, una vez hayamos conseguido escapar del valle inquietante, que se define como el rechazo que provocan entre los humanos aquellos autómatas que se parecen demasiado a nosotros, podremos desenvolvernos entre máquinas avanzadas sin más temor que el de que se produzca un apagón que nos impida hacer uso de sus capacidades. Vamos, como nos pasa ahora cuando se nos va la wifi. 

En mi opinión, cualquier sistema computacional, por desarrollado que esté, lo único que sabe hacer es analizar datos y acceder a una velocidad sideral a volúmenes de información que la mente humana tardaría eones en asimilar. Eso hay que reconocerlo, pero ya está. Para que, a partir de esa información, que no conocimiento, una máquina tome cualquier decisión, por nimia que sea, hace falta que alguien haya escrito un código de programación con arreglo al cual ese sistema debería actuar, pero sin separarse un milímetro de lo que se le haya dicho que tiene que hacer. De ahí la importancia de dejárselo muy clarito, no vayamos a tener un disgusto o una guerra nuclear porque un ordenador no haya entendido correctamente la doctrina del ataque preventivo. 

Por eso, cuando veo noticias del tipo de 'se le ha pedido a una IA que dibuje como sería la evolución humana y el resultado es inquietante!', no puedo evitar que me dé la risa. O, 'una inteligencia artificial nos muestra como sería Hellraiser si la hubiera hecho Fritz Lang'. Bueno, como si le pedimos que nos muestre como sería Ciudadano Kane si la hubiera hecho Almodóvar. Y, a partir de ahí, podemos jugar a mezclar churras con merinas, a ver qué pasa, y puede ser hasta divertido, pero nada más. 

A mí, personalmente, lo que me preocupa no es lo que la inteligencia artificial pueda hacer por nosotros, sino más bien lo que nosotros decidamos hacer con la inteligencia artificial. Y no me refiero sólo a gobiernos totalitarios, multinacionales sin escrúpulos tratando de maximizar sus beneficios o programadores perturbados, que seguro que también los hay. 

Me explico, hoy en día ya hay ancianos solitarios en Japón que tratan a sus mascotas cibernéticas como si fueran animales de compañía y sacan a pasear a sus pequeños robots de carita sonriente como si se tratara de un perro. 

Otro ejemplo exagerado, o a lo mejor no tanto, de las tonterías de las que somos capaces nos lo proporciona un episodio de la serie The Big Bang Theory, en el que ‘Raj’ Koothrappali se enamora de Siri, el asistente de voz del iPhone 4S y empieza a tratarla como si fuera una mujer de carne y hueso. 

Y, por otra parte, ya se habla de la posibilidad de descargar nuestra memoria y nuestros recuerdos en un dispositivo que teóricamente permitiría a nuestros allegados seguir interaccionando con nosotros cuando hubiésemos abandonado este mundo. Posibilidad sobre la que gira algún episodio de la serie de ciencia ficción Black Mirror. 

Pero estos tres ejemplos son otras tantas muestras de la cretinez que se oculta detrás de cualquier intento de hacernos creer que puede existir una conciencia creada artificialmente. Porque la verdad es que ni un robot es una mascota, porque sino habría que sacarlo a hacer pipí a primera hora de la mañana (con el frío que hace), ni un asistente de voz es una mujer de ojos azules, para desesperación de todos los ‘Raj’ de este mundo, ni la posibilidad de replicar nuestros recuerdos o manipular nuestra dicción para que una máquina diga cosas que nosotros podríamos haber dicho si no nos hubiera atropellado un coche antes de abrir la boca, y así aconsejar a nuestros hijos que miren a ambos lados antes de cruzar la calle, nos hará inmortales ni evitará que esa frase sin pronunciar se convierta en nuestro epitafio. 

Ello no obstante, resulta fácil imaginar un mundo en el que la gente conviva con pequeños robots adorables, capaces de leer nuestra expresión facial y de ofrecernos consuelo según patrones de comportamiento aprendidos durante el proceso de programación o desarrollados a partir de la interacción con humanos. 

Y tampoco resulta descabellado pensar que pueda haber quien, en estos tiempos de introversión, prefiriera interaccionar con atractivos autómatas dispuestos a satisfacer el ego de sus propietarios que con amantes de carne y hueso, sujetos a cambios de humor y proclives a darnos una patada en el culo o en nuestro propio ego si no sabemos comportarnos como deberíamos. 

Pero, con todo, lo más peligroso es dejarse engañar por una apariencia de vida maquillada por un potente software capaz de hablar cómo un muerto cuando todavía estaba vivo (en otro caso podría resultar realmente aterrador) y de convertir en un zombie de aspecto lustroso a un fantasma que nos negásemos a dejar escapar, cargándolo de cadenas, hechas de líneas de código fuente, por toda la eternidad. 

Por eso creo que nunca deberíamos abandonar el valle inquietante. Es preferible ponerle una cabeza llena de dientes de acero a los perros de Boston Dynamics, a pesar de lo perturbadores que resultan esos cánidos aún sin cabeza, que dejarse seducir por un cachorro juguetón construido a base de fibra de carbono, programado para menear el rabo cada vez que se dé cuenta de que nos abruma la tristeza. Y es igualmente preferible una patada en el trasero que un ciborg complaciente, diseñado para aguantar todas nuestras miserias, porque la gracia de las relaciones humanas está, entre otras cosas, en la posibilidad de perder a quienes amamos y nos quieren, con todas nuestras imperfecciones, y en ser conscientes de que nuestras pasiones pueden fluctuar peligrosamente y nuestro comportamiento no siempre es racional ni previsible, lo que nos hace a la par humanos e imperfectos. 

Así que, desde mi punto de vista, creo que sería preferible también que los robots nos diesen algo de miedo o, por lo menos, despertasen nuestra desconfianza, mostrándose ante nuestros ojos como lo que son, criaturas sin alma. Porque el verdadero peligro, además de caer en manos de un programador perturbado, obviamente, radica en creer que las máquinas que seamos capaces de crear en el futuro serán como nosotros (ya me estoy imaginando un movimiento ciudadano exigiendo el reconocimiento de los derechos de los robots), cuando, en el mejor de los casos, se tratará de réplicas hechas a nuestra imagen y semejanza, pero desprovistas de pasiones o sentimientos, incapaces de guardarnos rencor, pero sin asomo de empatía, inmunes tanto al dolor como al placer, sin verdadero conocimiento ni, mucho menos, conciencia de sí mismas, pero, al mismo tiempo, capaces de imitarnos como si los tuvieran.