sábado, 9 de marzo de 2019

Púgiles en el estrado


            De todas las técnicas del ejercicio profesional de la abogacía, para mí, una de las más difíciles, o tal vez la más difícil, es el interrogatorio. Los conocimientos que se requieren para plantear correctamente una demanda, formalizar un recurso o articular un discurso ordenado y convincente durante una vista oral, se pueden adquirir con el estudio y la práctica. Con mayor o menor brillantez, cualquier letrado, con una mínima voluntad y una capacidad media puede hacerlo de manera solvente. Luego, los pleitos se ganan o se pierden igualmente, porque en el resultado de la contienda influyen otros factores que no siempre dependen de la habilidad del abogado que defiende una causa.
            Pero el interrogatorio es otra cosa. Recurrir a él implica ya, de por sí, un riesgo, con independencia de que la prueba haya sido propuesta por cualquiera de las partes en litigio. Y ese riesgo radica en la imprevisibilidad de las respuestas. Naturalmente, quien propone una prueba testifical tiene una ventaja, y es que puede, y debería, preparar al testigo, para que sus respuestas se acomoden al relato de los hechos que pretende llevar a la sentencia, y en el que habrá de basarse el fallo. Pero, aun así, los testigos pueden incurrir en contradicciones, exponer los hechos de forma escasamente convincente o su declaración puede resultar poco verosímil no solo por lo que se dice sino por la forma en que se expone ante el tribunal. Y, además, está el riesgo del contrainterrogatorio, en el que lo que se persigue es, precisamente, desacreditar al testigo, provocar dudas en el tribunal sobre su versión de los hechos y suscitar la desconfianza.
            Existe, además, cierta desconfianza natural respecto de la prueba testifical y el interrogatorio de parte. En primer lugar porque quien declara lo hace, no en base a lo que realmente ocurrió, sino conforme lo recuerda o lo percibió en su momento, con lo cual, al margen de subjetividad del testimonio hay que sumar el tiempo transcurrido entre el acaecer de los acontecimientos y el momento en que se lleva a cabo la declaración. No es que el testigo mienta deliberadamente, pero no narra lo que ocurrió sino lo que recuerda que ocurrió.
            Pero el problema principal está en el hecho de que, muchas veces, los testigos, y no digamos las partes enfrentadas en un litigio, mienten conscientemente, y ello a pesar de la advertencia que, a los primeros, se les hace, antes de comenzar el interrogatorio, sobre las consecuencias del delito de falso testimonio. Además, las personas faltan a la verdad con una cierta naturalidad. Pueden afirmar que han trabajado, sin haberlo hecho, para percibir las prestaciones por desempleo; o jurar que se les adeudan salarios, horas extraordinarias, vacaciones y finiquitos o que fueron objeto de un despido sin causa para obtener contrapartidas económicas injustificadas o superiores a las que, realmente, les corresponderían. Por eso, conducir el interrogatorio, sobre todo ante un testigo hostil, es particularmente difícil.
El otro día leía en la prensa una noticia titulada algo así como ‘un púgil en el estrado’, que elogiaba la habilidad de uno de los letrados de la defensa en el juicio del procés, para conducir el interrogatorio como un combate de boxeo en el que, en lugar de buscar en nokout, el abogado iba acorralando al testigo (en este caso, la exvicepresidenta del Gobierno que, hasta ese momento, se había mostrado desenvuelta respondiendo a las preguntas del resto de abogados defensores) hasta ponerla contra las cuerdas, después de propinarle una serie ininterrumpida de golpes que la hicieron dudar, por primera vez, y mostrarse imprecisa o evasiva en sus respuestas.
En otras sesiones, sin embargo, se han visto interrogatorios en los que el aplomo de los testigos, que respondían a las preguntas devolviendo respuestas como dardos envenenados, con su declaración mesurada y convincente, ha puesto en aprietos a esas mismas defensas. Lo cual demuestra que, ante la posibilidad de una respuesta que pueda invalidar la tesis de la defensa, es mejor no preguntar. Esa lección cualquier abogado ha podido aprenderla en el ejercicio de su oficio, pero yo la aprendí de Paul Newman en Veredicto final.
Y es que las películas de juicios pueden ser bastante aleccionadoras respecto de la práctica de un interrogatorio. Yo, personalmente, me quedaría con dos: ¿Vencedores o vencidos?, en la que el brillante abogado de la defensa, interpretado por un no menos brillante Maximilian Schell, consigue desacreditar el testimonio de uno de los testigos de cargo, con un interrogatorio implacable; y Testigo de cargo, con un magnífico Charles Laughton desmontando el interrogatorio del fiscal sin formular una sola pregunta.
Yo no me considero particularmente hábil en la práctica del interrogatorio. De hecho, muchas veces, prefiero no preguntar, bien porque no albergo dudas respecto de la veracidad del testimonio o, precisamente, para evitar que mis preguntas corroboren la tesis de la otra parte que no comparto. A veces, es mejor dejar que tu contendiente pregunte y, como Charles Laughton, cuestionar la pertinencia de las preguntas, o esperar al trámite de conclusiones para poner de manifiesto la insuficiencia de las respuestas que, normalmente, denota la insuficiencia de las preguntas.
Otras veces, sin embargo, no he podido resistirme a la tentación de poner de manifiesto algo que resultaba evidente para mí, pero sobre lo que el juez albergaba dudas o que, incluso, no quería saber. Y recuerdo un caso en el que un colectivo numeroso de trabajadores, que formaban parte de una agrupación profesional, trataba de hacer pasar por una actividad laboral por cuenta ajena que les permitiera cobrar las prestaciones por desempleo, lo que, a todas luces, no era más que una actividad profesional por cuenta propia. Eran, en su mayor parte, albañiles que realizaban reformas en casas de particulares, como alicatar un cuarto de baño, y los supuestos empresarios que los contrataban, no eran más que cabezas de familia. Y ante la frecuencia con que los jueces estimaban sus demandas (en un caso, a pesar de que la magistrada había tenido a trabajadores de dicha agrupación realizando una obra en su propio domicilio) y condenaban a la administración a pagarles las prestaciones por desempleo, empecé a proponer como prueba la declaración de los supuestos empleadores a los que, en primer lugar, sorprendía al preguntarles por su condición de empresarios de la construcción, para luego encadenar una serie de preguntas relativas al centro de trabajo, a la jornada laboral, al pago del salario o la adopción de medidas de prevención de riesgos laborales, con el consiguiente desconcierto por parte de los testigos y para desesperación de los abogados de la parte contraria.
Y es que, no siempre puede uno subirse al estrado como el que se sube a un ring, pero la verdad es que a mí también me gusta el boxeo.