viernes, 7 de mayo de 2021

Elecciones en tiempos de pandemia

 

            El martes de esta semana se han celebrado las elecciones en la Comunidad de Madrid y todas las predicciones han sido puestas en evidencia por los resultados, con un triunfo apabullante del Partido Popular que incluso puede prescindir de la extrema derecha para formar gobierno, ya que Vox solo puede apoyar la investidura de la candidata del ganador o alinearse con el bloque de izquierda.

            El terremoto ha sido de tal magnitud que, en las filas del PSOE, con un candidato que ha pasado de ser el más votado en las elecciones anteriores a quedar cómo tercera fuerza política, dejándose por el camino 13 escaños y cosechando el peor resultado de su historia, han tocado a rebato y anuncian primarias en distintos territorios; Ciudadanos ha desaparecido del mapa político y ha pasado de formar parte del gobierno de la Comunidad a perder su representación parlamentaria, y Unidas Podemos se queda como tercera fuerza de la izquierda y partido como menos representación en la asamblea. Así las cosas no es extraño que su candidato haya decidido abandonar la política.

            Mientras tanto, la Presidenta en funciones ha conseguido 900.000 votos más que en las elecciones de 2019, más que doblando el número de escaños y siendo su partido el más votado en todos los municipios salvo dos, superando el 50 por ciento de los votos en 36 de esos municipios. Y todo ello con una participación del 80,73 por ciento, la mayor de la historia en unos comicios autonómicos.

            Y los analistas, que fallaron estrepitosamente en sus predicciones, deben andar devanándose la sesera y preguntándose qué diablos ha pasado. Como si lo que ha pasado no tuviera una explicación sencilla y hubiera que recurrir a los arcanos para descifrar el enigma.      Pero, en realidad, esa explicación está ahí, al alcance de cualquier mente despierta. No obstante, no faltan algunos que le echan la culpa, precisamente, a la falta de inteligencia del electorado, lo que ofende mucho a otros (a nadie le gusta que lo llamen tonto o que le digan que ha sido elegido por unos tontos). Además, meterse con la gente corriente está muy feo, porque el pueblo nunca se equivoca y son sus dirigentes los que no se explican bien (y por eso pierden las elecciones) o, después de haber sido elegidos, se desvían de la voluntad popular y hacen lo que les da la gana (lo que les lleva a perder las elecciones siguientes).

            Pero vamos a ver, ¿quién en sus cabales no votaría a un candidato que, frente a tantas restricciones, toques de queda, confinamientos perimetrales, aforos limitados y uso obligatorio de mascarillas, le prometiera algo tan básico pero tan sagrado como la ‘libertad’? Es como si el alcaide de una prisión decidiera convocar elecciones y se presentara frente a otro candidato que promete que va a abrir las puertas de la cárcel de par en par, para dejar que la gente entre y salga a su antojo. La única diferencia es que, en esta ocasión, quien convoca las elecciones es el propio alcaide y que la gente que está metida en la cárcel son ciudadanos normales y corrientes, sin más delito a sus espaldas que una tendencia natural a hacer su santa voluntad, a la que un virus inoportuno ha venido a fastidiarle los fines de semana, a impedirle viajar al extranjero, a obligarle a trabajar desde casa, a prohibirle asistir a conciertos, ir al cine y salir de fiesta.

            Bueno, en realidad, quien le ha impedido hacer todo eso y le ha obligado a hacer todo lo otro es un gobierno tiránico con ganas de fastidiar a la ciudadanía, al que parece preocuparle más la salud de cuatro viejos (claro que, a lo mejor, no somos cuatro, ya que ahora hasta a los mayores de 50 años se nos considera ancianos) que la salud de la economía y la sagrada libertad individual. Y es que, cómo dijo alguien no hace mucho, hay que huir de los confinamientos como de la peste (menos mal que el coronavirus parece una broma frente a la peste que asoló Europa, sino en vez de huir de la peste estaríamos arrojándonos en sus brazos).

            La cuestión es que, a estas alturas, empiezo a creer que muchos de los que nos hemos tomado esto en serio desde el principio, aun sin tantas restricciones, tal vez habríamos sido capaces de ponernos a salvo, aun a costa de pasar por unos paranoicos y renunciar voluntariamente a muchas cosas de las que, como a todo el mundo, nos gusta hacer. Lo que me lleva a la conclusión de que las medidas obligatorias, los confinamientos, los aforos limitados, los toques de queda, a quienes han tratado de proteger es a aquellos que, por sí mismos, son incapaces de renunciar a sus derechos y libertades, y prefieren asumir ciertos riesgos, además de no ser muy conscientes de la posibilidad de poner seriamente en riesgo a sus allegados y familiares, ya no digo al resto de sus conciudadanos.

            Pero así son las cosas y hay que asumirlo. Así que todos los líderes políticos, si aspiran a revalidar mandatos o a ganar las próximas elecciones, deberían ir tomando nota y, en primer lugar, no convocar (o convocar cuanto antes) elecciones mientras el voto pueda decidirlo el grado de rechazo de la ciudadanía al uso de la mascarilla obligatoria; en segundo lugar, aligerar cuanto antes cualquier tipo de medida de carácter restrictivo (y aquí ya no caben medias tintas, que al toque de queda le quedan dos telediarios y, más pronto que tarde, habrá que retratarse) y, si algo sale mal, echarle la culpa, por ejemplo, a la gestión de las vacunas, salvo, claro está, que la mala gestión pueda achacarse a uno mismo. Y, por último aunque no menos importante, bajo ningún concepto culpabilizar a la ciudadanía de cualquier cosa que pueda pasar porque el pueblo soberano sabe lo que quiere, tiene memoria, y, más tarde o más temprano, habrá que convocar nuevas elecciones.