domingo, 12 de septiembre de 2021

Juristas de salón

 

            Hace unas semanas, el Tribunal Constitucional ha dictaminado que el confinamiento adoptado durante la vigencia del primer estado de alarma fue contrario a la Constitución y que, para restringir los derechos fundamentales afectados por una medida de tanta gravedad, debería haberse declarado el estado de excepción, que sólo puede aplicarse previa autorización del Congreso de los Diputados, prorrogarse una sola vez y durar un máximo de 60 días.

            Rápidamente, determinados partidos, medios de comunicación y numerosos leguleyos y otros tantos legos en derecho han venido a hacerse eco del dictamen adoptado, con un muy estrecho margen, por tan alto tribunal para lanzar toda clase de diatribas sobre la vulneración de derechos fundamentales y la desmesura de la acción gubernamental, y ello a pesar de que la medida adoptada contó inicialmente con el apoyo unánime de todos los grupos parlamentarios, fue prorrogado en varias ocasiones, también con el apoyo explícito del Congreso de los Diputados y de que algunos de los que ahora hablan de desmesura se rasgaron las vestiduras ante el levantamiento de ese mismo estado de alarma del que ahora abominan con todas sus energías.

            He de reconocer que, en su momento, me pareció una ocurrencia eso de dejar en manos de los Tribunales Superiores de Justicia el aval a las medidas restrictivas de derechos y libertades que, una vez levantado el estado de alarma, pretendieran adoptar las comunidades autónomas para prevenir o contrarrestar los efectos de la pandemia, así como un mal disimulado intento de eludir la responsabilidad inherente a la adopción de determinadas decisiones que, a mi juicio, corresponden exclusivamente a la autoridad gubernamental, que goza para ello de todas las prerrogativas necesarias y tiene a su disposición una gigantesca maquinaria administrativa; pero, visto lo visto, ahora mismo ya no me parece tan descabellado.

            He reflexionado sobre todo esto últimamente y me parece que, salvando las distancias, este pronunciamiento viene a poner de manifiesto la tendencia de los jueces y tribunales de justicia a buscar cobijo en la interpretación literal de las normas que tienen que aplicar. Y no es que yo no esté de acuerdo con que las leyes hayan de interpretarse primeramente conforme al significado que puede extraerse de su dicción literal (in claris non fit interpretatio). Así lo prescribe el artículo 3 del Código Civil, de conformidad con el cual las normas han de interpretase según el sentido propio de sus palabras, pero también en relación con el contexto y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente a su espíritu y finalidad.

            A pesar de la sensatez de este precepto decimonónico, el órgano encargado de interpretar una constitución redactada en 1978 y la Ley Orgánica que la desarrolla de 1981, en un momento en el que el constituyente difícilmente podía tener en la cabeza la necesidad de confinar a toda la población en sus domicilios durante más de tres meses, ha preferido acogerse a una interpretación estrictamente literal de la norma, sin atender al hecho de que la adopción del estado de excepción obedece a situaciones cuya excepcionalidad radica no tanto en la restricción de determinados derechos como en el hecho de afectar al normal funcionamiento de las instituciones democráticas y de los servicios públicos esenciales, así como por suponer una grave alteración del orden público que no pueda restablecerse con el ejercicio ordinario de las potestades públicas.

            En la primera redacción de su voto particular discrepante, uno de los magistrados del alto tribunal calificó a los que apoyaron el fallo de la sentencia como ‘legos en derecho’ y ‘juristas de salón’, lo que escoció mucho a sus compañeros que exigieron una rápida rectificación, que no tardó en producirse, aunque probablemente Cándido Conde-Pumpido sigue pensando lo mismo, que es, por otro lado, lo mismo que pienso yo. Pero el problema persiste y los legos siguen desempeñando sus altas magistraturas, con más que dudosa legitimidad dicho sea de paso, así que corremos el riesgo de que sigan ejerciendo su función de garantes de la Constitución con parecido criterio.

            Con todo, como digo, la cosa no me sorprende demasiado, porque con frecuencia soy testigo de esa manera indolente de aplicar las normas, tratando de dirimir cualquier conflicto sin hacer el menor alarde interpretativo, en sentencias que, cuanto más extensas menos razonan en derecho, limitándose a copiar y pegar el pronunciamiento de cualquier otro docto tribunal, sin separarse ni una coma de sus postulados, obviando cualquier detalle que pueda obligar a replantearse los términos del debate y aunque ese pronunciamiento al que se aferran para no tener que devanarse la sesera proceda de un órgano jurisdiccional compuesto de magistrados igualmente ajenos a la realidad social del tiempo en que han de ejercer su función de intérpretes de las leyes.