sábado, 6 de abril de 2019

Trazar el rumbo


            A veces existe una contradicción notable entre lo que hacemos y lo que querríamos hacer, entre aquello a lo que nos dedicamos con ahínco y lo que realmente nos apetece, y, en ocasiones y al final, entre quienes hemos llegado a ser y aquello a lo que aspirábamos, secretamente o no, en convertirnos.
            Y es que, a lo largo de la vida, se nos plantean múltiples opciones, diversas oportunidades, de las que podemos no ser siquiera conscientes. Y, constantemente, tomamos decisiones que nos impulsan en una dirección o en la contraria y que, para bien o para mal, condicionarán el resto de decisiones que tendremos que seguir tomando en el futuro.
            Otras veces, sin embargo, creemos ser plenamente conscientes de que nos encontramos ante una encrucijada, y las alternativas se muestran, en ese momento, terriblemente nítidas ante nuestros ojos. Esos son los momentos decisivos, o eso queremos creer para justificar, por ejemplo, nuestros fracasos por lo que consideramos una elección equivocada, aunque al final no lo sean tanto, o pueden no haber tenido más relevancia que la fortaleza de nuestro carácter, la capacidad de reconocer los errores cometidos y desandar el camino andado, o esa tendencia tan arraigada en algunos de nosotros a culpar de lo que nos sucede al azar, a la mala suerte o a las vueltas del camino.
            Pero saber lo que uno quiere no siempre es fácil. A veces porque lo queremos todo; otras porque no estamos dispuestos a aceptar el paquete completo que nos ofrece la vida, y queremos tomar lo bueno, lo apetecible, y prescindir de lo que nos desagrada o nos incomoda; y otras porque nos da miedo equivocarnos, porque los cambios nos producen vértigo y el temor a lo desconocido nos paraliza.
            De alguna manera, todos llevamos en el bolsillo una brújula como la de Jack Sparrow, que no señala al Norte, sino la dirección en la que se encuentra lo que más desea su dueño, ya sea un tesoro, una persona o una localización geográfica; pero que solo funciona sí esa persona sabe lo que desea verdaderamente; pero no cuando no se sabe lo que se quiere o, aun sabiéndolo, su portador teme reclamarlo como suyo.
            Así que, en realidad, sí tuviésemos claro nuestro propósito, realmente no necesitaríamos recurrir a la brújula. O solo tendríamos que hacerlo en momentos de incertidumbre, cuando la niebla o las condiciones meteorológicas en general, nos impidieran trazar el rumbo. En otro caso, si necesitamos recurrir constantemente a la brújula es porque ese rumbo no está claro, aunque la noche esté despejada y podamos ver desde la cubierta de nuestro barco el cielo tachonado de estrellas. Y, sí eso es así, la brújula nunca señalará claramente el camino, por mucho que la saquemos de nuestro bolsillo y miremos insistentemente su esfera cortada del colmillo de una morsa y el mapa de los cielos pintado en el interior de su tapa hecha de puro lapislázuli.
            Pero, aunque el cielo esté despejado cada noche, obsesionarse con un único destino, pensar que no hay más alternativa que seguirlo a toda costa o, de lo contrario, claudicar y recalar en el puerto más cercano, nos hace perder la perspectiva y olvidar que el horizonte es tan solo una línea muy fina que separa el cielo del mar, o de la tierra, que los vientos cambian constantemente como lo hacen las mareas, y que nuestro rumbo no está trazado de antemano y podemos modificarlo para navegar a favor del viento o contra corriente, según nos apetezca. Solo hace falta un brazo fuerte, capaz de gobernar el timón y una visión aguda que se atreva a mirar lejos.