jueves, 9 de abril de 2015

Víctimas de la indiferencia


                Hace dos semanas, un avión de pasajeros, con ciento cincuenta personas a bordo, se estrellaba sobre la cordillera de los Alpes. La conmoción posterior no la ha producido, sin embargo, la catástrofe aérea, sino la información extraída de las cajas negras, al revelar la deliberada acción del tripulante, que, tras encerrarse en la cabina, habría manipulado el piloto automático para provocar un descenso precipitado y mortal sobre un lugar recóndito e inaccesible de las montañas, arrastrando en su deliberada decisión de quitarse la vida a otros ciento cuarenta y nueve tripulantes y pasajeros, algunos de ellos niños o adolescentes, que tuvieron la mala suerte de encontrarse con el suicida para acompañarle inconsciente e involuntariamente hasta esa cita con la muerte.

                Ante el estupor general, el mundo no puede dejar de preguntarse en que negro lugar habitaba el alma de ese hombre para actuar de semejante modo, no imprudente o desesperado, sino despiadado, ajeno al dolor y a la desesperación de quienes le acompañaban en ese momento o de sus familias; buscando una explicación a un comportamiento cuya justificación se pierde en el difuso concepto de la depresión. Y esa pregunta se repite, con insistencia, cada vez que alguien, aparentemente normal, protagoniza un acto execrable; pero no es tan frecuente cuando la acción está protagonizada por otro a quien se le presupone un móvil, se considere o no legítimo, ya se trate de un general, de un asesino o de un terrorista dispuesto a matar por un ideal o a inmolarse en nombre de la fe.

                Sin embargo, desde mi punto de vista, la explicación a tales comportamientos puede no diferir tanto en unos y otros supuestos como pudiera parecer a primera vista. En cualquiera de los casos, el daño producido tiene su origen en la falta de identificación con aquel o aquellos contra los que se dirige el ataque o la acción despiadada. El terrorista suicida no tiene ninguna empatía con las personas a las que mata o mutila, el asesino no siente compasión por su víctima y, desde luego, el piloto no reconoce en los pasajeros del avión a sus semejantes. Y algo parecido sucede cuanto quien dirige el avión hacia su objetivo no es el comandante de unas líneas aéreas diagnosticado de depresión, sino el piloto de un avión de combate en el transcurso de una ‘incursión aérea’ sobre una población cualquiera, consciente de los daños ‘colaterales’ que producirán los misiles o las bombas lanzadas desde el cielo. De otra manera, no pulsaría el detonador, no clavaría el cuchillo ni dejaría caer el avión o la carga del avión sobre las montañas o las ciudades.

                La única diferencia radica en el hecho de que, en un caso, esa indiferencia ante el dolor ajeno puede ser fruto de una patología, y entonces de lo que se trata es de diagnosticarla a tiempo y tratarla para evitar que el que la padece pueda causarse daño a sí mismo o causar daño a otros. En la casa del piloto suicida se encontró un parte de baja hecho pedazos, pero nadie se acordó de poner en conocimiento de la compañía aérea para la que trabajaba que padecía una dolencia potencialmente peligrosa. Y la solución puede radicar en algo tan sencillo como eso, más que en redactar protocolos que garanticen que nadie pueda quedarse solo en la cabina, más que nada porque no se trata de ponerles pañales a los pilotos y porque, pienso yo, al enfermo podría darle por dejar inconsciente a su compañero y luego estrellar el avión.

                En el otro caso, la solución preventiva no requiere de la intervención de ningún facultativo, en la medida en que el sujeto en cuestión no está enfermo y no se le puede diagnosticar, y porque, como es sabido, el pensamiento no delinque y los sospechosos, aunque sean habituales, son solo eso mientras no se demuestre lo contrario. Pero lo que, desde mi punto de vista, está suficientemente claro es que la desigualdad, el trato discriminatorio, la indiferencia de la sociedad ante la pobreza, la violencia (en la medida en que no nos afecta personalmente) y el dolor ajenos, produce o puede producir un efecto rebote que se nos devuelve también en forma de indiferencia, la que nuestros asesinos sienten frente a nosotros cuando atentan contra nuestras libertades o ejecutan a quienes profesan nuestra misma fe o hacen estallar bombas en el corazón de nuestras ciudades.