La
otra noche estuvimos viendo por televisión una película de Sandra Bullock
titulada Bird box (A ciegas, en la versión española) en la
que una epidemia se propagaba por el mundo infectando a toda la humanidad a una
velocidad vertiginosa. Efectivamente, podría ser también el telediario o un
reportaje sobre el coronavirus, pero los síntomas eran diferentes. La gente no
tosía, ni tenía fiebre o había que ingresarla con una deficiencia respiratoria
grave. Sencillamente, mientras conducía su automóvil o hablaba por teléfono, después
de ver por un instante algo que la entristecía terriblemente y parecía
provocarle una angustia infinita, decidía suicidarse.
Hace
tiempo vi una película de Shyamalan, El Incidente,
en la que sucedía algo parecido, pero en este caso el origen de la epidemia se
encontraba en una especie de venganza del mundo vegetal que expandía por el
aire una toxina capaz de producir el mismo efecto en los seres humanos, el de
tomar la decisión de quitarse de en medio por la vía rápida, ya que estos se
habían convertido en una seria amenaza para la vida en la tierra. O sea, cómo
un ataque masivo de los ents a Isengard, la fortaleza de Saruman, pero sin épica.
Contra
la amenaza de la historia de Shyamalan no hay antídoto posible, así que en
cuanto se levanta un viento sospechoso que arrastra las hojas de los árboles
por el suelo, sabes que los miembros del grupo de humanos que transita por las
inmediaciones de ese bosquecillo y que no corran lo bastante rápido terminarán
clavándose unas tijeras en un ojo, arrojándose por el precipicio más próximo o
golpeándose la cabeza contra un muro hasta no sentir dolor alguno.
En
la película de la otra noche, sin embargo, la amenaza puede combatirse de
manera eficaz poniéndose una venda en los ojos, que impide tener esas visiones
sobrecogedoras y, además, cualesquiera otras. Con lo cual, el grupo de
supervivientes, después de encerrarse en una casa, echar las persianas y acabar
con todas las provisiones, se las ve y se las desea para hacer cosas tan
triviales como ir de compras al supermercado, algo que consiguen subiéndose en
un coche y usando el GPS, vamos, lo mismo que, por otra parte, todos hacemos
cuando no sabemos ir a algún sitio, aunque estemos en plena posesión de
nuestros cinco sentidos.
El
problema es que hay un sector de la población al que el virus no afecta en
absoluto. O sea que las visiones no les hacen mella o al menos no les inducen
al suicidio. Y eso no sería un problema si no fuera porque para que el virus no
te afecte tienes que estar como una cabra y porque, además, a los locos esas
visiones les parecen maravillosas, tanto que quieren compartirlas con los
cuerdos, a los que invitan a quitarse las vendas de los ojos, y si no aceptan
esa invitación, se las quitan por la fuerza. En serio, llevan un palo con un
gancho y, aprovechando que los cuerdos no ven nada, intentan arrancarles la
venda de los ojos por sorpresa.
A
estas alturas del relato, creo que nadie puede dejar de apreciar las
similitudes con la crisis del coronavirus. Me explico, la amenaza mortal que
representa la pandemia; los cuerdos, que son la mayoría de la población; las
vendas en los ojos, que son como las mascarillas con las que nos tapamos la
nariz y la boca; y, por último, los locos, que representan en su versión más
siniestra a los negacionistas. Claro que, desde el punto de vista de estos
últimos, los cuerdos están ciegos o han decidido ponerse una venda en los ojos
para no ver nada y, al mismo tiempo, tildan de locos a los que no sólo defienden
su libertad, sino que quieren que todos los demás nos liberemos de esa opresión
aceptada voluntariamente. Además, la trama también puede interpretarse en el
sentido de que los que llevamos mascarilla creemos que quitárnosla puede equipararse
a un intento de suicidio o, por lo menos, equivale a jugar a la ruleta rusa.
Lo
que no explica la película es el origen de la epidemia, que, eso sí, empieza a
propagarse por Europa antes de llegar a los Estados Unidos. En todo caso,
parece que la venganza de la naturaleza está descartada, aunque no del todo
alguna especie de ajuste de cuentas con las fuerzas del más allá.
Puestos a elegir, yo prefiero
habérmelas con las fuerzas de la naturaleza, aunque sólo sea porque con ellas
tal vez todavía podamos negociar algún tipo de armisticio, cómo detener la
destrucción de la selva amazónica o un incremento de temperaturas a cambio de
no vernos obligados, por ejemplo, a convivir también con las enfermedades
tropicales en estas latitudes.
Y, además, me
congratula cuando, muy de vez en cuando, después de que el ser humano organice
alguna zapatiesta, la naturaleza recupera parte del espacio que le hemos
arrebatado. Hace poco, he leído que las plantas han invadido una urbanización
en la ciudad china de Chengdu, concebida como un ‘bosque vertical’ por la
abundante vegetación que decoraba los balcones de sus ocho imponentes edificios,
y que ahora ha desbordado las galerías, recubriendo las fachadas, expulsando a
los inquilinos y debe estar invadiendo las viviendas, transformándose en una
verdadera selva. Aunque mayor asombro me produjo la historia de los caballos
salvajes de Przewalski, cuyo aspecto primitivo recuerda los de las pinturas
rupestres, que campan a sus anchas en la zona de exclusión que rodea la central
de Chernóbil, entre otras muchas especies amenazadas que a día de hoy tienen
allí su refugio, tan sólo 34 años después del mayor accidente de la historia en
una instalación nuclear.