sábado, 19 de septiembre de 2020

A ciegas

 

            La otra noche estuvimos viendo por televisión una película de Sandra Bullock titulada Bird box (A ciegas, en la versión española) en la que una epidemia se propagaba por el mundo infectando a toda la humanidad a una velocidad vertiginosa. Efectivamente, podría ser también el telediario o un reportaje sobre el coronavirus, pero los síntomas eran diferentes. La gente no tosía, ni tenía fiebre o había que ingresarla con una deficiencia respiratoria grave. Sencillamente, mientras conducía su automóvil o hablaba por teléfono, después de ver por un instante algo que la entristecía terriblemente y parecía provocarle una angustia infinita, decidía suicidarse.

            Hace tiempo vi una película de Shyamalan, El Incidente, en la que sucedía algo parecido, pero en este caso el origen de la epidemia se encontraba en una especie de venganza del mundo vegetal que expandía por el aire una toxina capaz de producir el mismo efecto en los seres humanos, el de tomar la decisión de quitarse de en medio por la vía rápida, ya que estos se habían convertido en una seria amenaza para la vida en la tierra. O sea, cómo un ataque masivo de los ents a Isengard, la fortaleza de Saruman, pero sin épica.

            Contra la amenaza de la historia de Shyamalan no hay antídoto posible, así que en cuanto se levanta un viento sospechoso que arrastra las hojas de los árboles por el suelo, sabes que los miembros del grupo de humanos que transita por las inmediaciones de ese bosquecillo y que no corran lo bastante rápido terminarán clavándose unas tijeras en un ojo, arrojándose por el precipicio más próximo o golpeándose la cabeza contra un muro hasta no sentir dolor alguno.

            En la película de la otra noche, sin embargo, la amenaza puede combatirse de manera eficaz poniéndose una venda en los ojos, que impide tener esas visiones sobrecogedoras y, además, cualesquiera otras. Con lo cual, el grupo de supervivientes, después de encerrarse en una casa, echar las persianas y acabar con todas las provisiones, se las ve y se las desea para hacer cosas tan triviales como ir de compras al supermercado, algo que consiguen subiéndose en un coche y usando el GPS, vamos, lo mismo que, por otra parte, todos hacemos cuando no sabemos ir a algún sitio, aunque estemos en plena posesión de nuestros cinco sentidos.

            El problema es que hay un sector de la población al que el virus no afecta en absoluto. O sea que las visiones no les hacen mella o al menos no les inducen al suicidio. Y eso no sería un problema si no fuera porque para que el virus no te afecte tienes que estar como una cabra y porque, además, a los locos esas visiones les parecen maravillosas, tanto que quieren compartirlas con los cuerdos, a los que invitan a quitarse las vendas de los ojos, y si no aceptan esa invitación, se las quitan por la fuerza. En serio, llevan un palo con un gancho y, aprovechando que los cuerdos no ven nada, intentan arrancarles la venda de los ojos por sorpresa.

            A estas alturas del relato, creo que nadie puede dejar de apreciar las similitudes con la crisis del coronavirus. Me explico, la amenaza mortal que representa la pandemia; los cuerdos, que son la mayoría de la población; las vendas en los ojos, que son como las mascarillas con las que nos tapamos la nariz y la boca; y, por último, los locos, que representan en su versión más siniestra a los negacionistas. Claro que, desde el punto de vista de estos últimos, los cuerdos están ciegos o han decidido ponerse una venda en los ojos para no ver nada y, al mismo tiempo, tildan de locos a los que no sólo defienden su libertad, sino que quieren que todos los demás nos liberemos de esa opresión aceptada voluntariamente. Además, la trama también puede interpretarse en el sentido de que los que llevamos mascarilla creemos que quitárnosla puede equipararse a un intento de suicidio o, por lo menos, equivale a jugar a la ruleta rusa.

            Lo que no explica la película es el origen de la epidemia, que, eso sí, empieza a propagarse por Europa antes de llegar a los Estados Unidos. En todo caso, parece que la venganza de la naturaleza está descartada, aunque no del todo alguna especie de ajuste de cuentas con las fuerzas del más allá.

Puestos a elegir, yo prefiero habérmelas con las fuerzas de la naturaleza, aunque sólo sea porque con ellas tal vez todavía podamos negociar algún tipo de armisticio, cómo detener la destrucción de la selva amazónica o un incremento de temperaturas a cambio de no vernos obligados, por ejemplo, a convivir también con las enfermedades tropicales en estas latitudes.

Y, además, me congratula cuando, muy de vez en cuando, después de que el ser humano organice alguna zapatiesta, la naturaleza recupera parte del espacio que le hemos arrebatado. Hace poco, he leído que las plantas han invadido una urbanización en la ciudad china de Chengdu, concebida como un ‘bosque vertical’ por la abundante vegetación que decoraba los balcones de sus ocho imponentes edificios, y que ahora ha desbordado las galerías, recubriendo las fachadas, expulsando a los inquilinos y debe estar invadiendo las viviendas, transformándose en una verdadera selva. Aunque mayor asombro me produjo la historia de los caballos salvajes de Przewalski, cuyo aspecto primitivo recuerda los de las pinturas rupestres, que campan a sus anchas en la zona de exclusión que rodea la central de Chernóbil, entre otras muchas especies amenazadas que a día de hoy tienen allí su refugio, tan sólo 34 años después del mayor accidente de la historia en una instalación nuclear.