viernes, 20 de marzo de 2015

Vencer y convencer, una cuestión de confianza


            El otro día leí en el periódico que los debates televisivos entre partidos políticos se habían convertido en un reproche mutuo, en el que en vez de exponer las directrices de un programa concreto o proponer las líneas de actuación de un  eventual gobierno surgido de las urnas, se trataba de denostar al rival a toda costa, como sí el mérito de un candidato se sustentara principalmente en el demérito de su oponente.

            Y es curioso cómo, tanto en política como en otros órdenes, en la sociedad actual, efectivamente, el debate constructivo ha dejado paso a un estéril, y muchas veces agrío, cruce de acusaciones y descalificaciones que se queda solo en eso, como si bastara con denigrar al adversario y la mera enumeración de sus flaquezas, vergüenzas o mezquindades hiciera superflua cualquier aportación que no tenga como punto de partida y, prácticamente, también de llegada, la reversión de las  iniciativas o la involución de las políticas propugnadas por el adversario, aunque, a priori, pueda tratarse de cuestiones en las que, con algo de voluntad y una cierta dosis de sentido común, no tendría por qué ser tan difícil ponerse de acuerdo, o en el que, aunque lo sea, habrá que ponerse de acuerdo, de todas maneras, si el resultado de las elecciones, como parece previsible, se traduce en una fragmentación del arco parlamentario, alejado de las mayorías absolutas y de la alternancia en el gobierno de las instituciones.

            Por poner solo dos ejemplos, esta semana he leído que, en el debate retransmitido por televisión española entre los candidatos al gobierno a la Junta de Andalucía, la candidata del partido del gobierno autonómico, siguiendo una estrategia deliberadamente agresiva, se mostró implacable con su interlocutor del principal partido de la oposición, transmitiendo una imagen que, al final, según las encuestas, redundó en su propio perjuicio. Días antes, en el debate sobre el estado de la nación, que se desarrolló en un tono especialmente bronco, el presidente del gobierno, abandonando su habitual flema, trato de descalificar a su rival, descendiendo al terreno personal, tildando su discurso de patético.

            Y, en cada intervención pública, más de lo mismo, el debate gira de manera obsesiva sobre los otros, hayan tenido o no responsabilidades de gobierno, hasta tal punto que, alguna de las fuerzas más pujantes en las encuestas sobre intención de voto se abstiene de concretar sus propuestas, y centra su discurso en una proclamación de principios generales, casi de buenas intenciones, que no desciende al terreno de lo concreto y que, aun así, se postula casi como única alternativa dentro del actual panorama político en España.

            Cuando ejercía como letrado, recuerdo las dificultades de algún compañero que se limitaba, como en la mayor parte de los casos, a oponerse verbalmente en juicio a las que se formalizaban por los particulares contra la administración, para redactar una demanda; y también me acuerdo de la observación que le hizo otro compañero, que compatibilizaba su función de letrado al servicio de la administración con el ejercicio de la abogacía, sobre que resultaba mucho más fácil destruir que construir.

            Y es que, efectivamente, un alegato o un discurso se construye más fácilmente sobre la réplica, pero, en mi opinión, no puede limitarse a rebatir las propuestas del otro, si realmente quiere convencer al juez o al auditorio al que se dirige, salvo que este sea un auditorio entregado, como los que suelen asistir a los mítines de los partidos políticos. La propuesta, no obstante, muchas veces brilla por su ausencia y el discurso se pierde en generalidades (a veces en onomatopeyas) que, en el colmo de la vacuidad, recurren a la exaltación del espíritu nacionalista, en un intento de identificar al partido, sindicado e, incluso, al líder de turno con el territorio en el que se aspira a gobernar a partir de los votos recabados en esos mítines o alocuciones públicas.

            Como resultado de lo anterior, muy probablemente, en las citas electorales programadas a lo largo de este año, me temo que muchos votos recaerán en una formación o en otra, no por sus méritos ni por el valor de sus propuestas, sino por el rechazo que provocan en ese sector del electorado las otras formaciones en liza. A propósito de esto, una vez, en vísperas de una de esas citas electorales, leí en una columna de opinión que no había escusas para quedarse en casa el día de las elecciones, porque siempre habría una formación política que suscitaría, sino simpatía, menos rechazo en el elector y porque no ir a votar era mucho peor que hacerlo a regañadientes. Pasado el tiempo, ahora, yo ni siquiera estoy muy convencido de eso y si voy a votar será para evitar que alguien termine haciendo suya mi decisión de no hacerlo o considere un aval mi negativa a otorgar mi confianza a ninguno de los candidatos propuestos.