viernes, 4 de noviembre de 2022

Negacionismo climático

 

            Últimamente he estado leyendo columnas de opinión en las que algunos representantes de lo que se viene llamando ‘negacionismo ilustrado’ frivolizaban sobre las consecuencias del cambio climático, diciendo cosas tan peregrinas como que recordarían el pasado mes de octubre, uno de los más cálidos de la historia, como el mejor de su vida, porque les había permitido disfrutar de la noche madrileña con unas temperaturas agradabilísimas, o que, en el peor de los casos, el hecho de que en unos años nuestro clima se asemejara al de Marruecos no sería ninguna catástrofe, sino una oportunidad para atraer turistas finlandeses deseosos de echarse unos hoyos en los campos de golf de Almería, y que las muertes por calor que provocan los tórridos veranos se compensan con la gente que deja de morirse en invierno como consecuencia de la subida generalizada de las temperaturas (sic).

            Otros se dedican a sembrar dudas sobre los intereses que se ocultan detrás del activismo clímático y señalan a figuras como Bill Gates, a los herederos de familias multimillonarias como Rockefeller o Disney, o a políticos como Al Gore, acusándolos de financiar o lucrarse a costa de dar pábulo a campañas y predicciones catastrofistas. Como si alguien estuviera interesado en arruinar nuestras sociedades desarrolladas o poner fin al crecimiento económico a cambio no sabemos muy bien de qué.

En los últimos días, al menos en parte, esta proliferación de artículos tiene su origen en las manifestaciones de Ángels Barceló, en su programa de la Cadena Ser, en cuanto a la necesidad de excluir del debate público precisamente a los negacionistas del cambio climático, que, por su parte, consideran que esta pretensión tiene tintes totalitarios y constituye un atentado contra la libertad de expresión, y aprovechan la ocasión para exponer sin complejos ni cortapisas un mensaje relativista y difundir su discurso conspiranoico.

Pero excluir del debate y la conversación públicos a los negacionistas no es atentar contra la libertad de expresión, es negarse a dialogar o debatir con quienes, en contra de los datos abrumadores de los registros climáticos, la opinión unánime de la comunidad científica y las innumerables evidencias de que nos encaminamos hacia el abismo, siguen sosteniendo, sin ningún dato que respalde sus afirmaciones, que no es necesario hacer nada. Pues bien, a diferencia de los que ellos consideran agoreros del fin del mundo, frecuentemente, estos sujetos y quienes los respaldan si que tienen unos intereses bien definidos y es seguir enriqueciéndose a cualquier precio, ignorando las señales que les pudieran obligar a tomar cualquier medida de prevención que reduzca mínimamente sus oportunidades de negocio.

Personalmente, pienso que, en el escenario actual, cualquiera que no quiera formar parte de la solución a aquello que amenaza con destruirnos es al mismo tiempo parte del problema al que nos enfrentamos y su discurso transmite un mensaje tan venenoso como el aire que se respira en algunas de nuestras grandes ciudades. Y, del mismo modo, pienso que cualquiera con una esperanza de vida que no le vaya a permitir sufrir en sus carnes los efectos de esta deriva, debería hacerse a un lado y dejar que aquellos cuyo futuro pende de un hilo puedan expresarse y tener mayor participación en la toma de decisiones que condicionarán irremediablemente su futuro inmediato.

Algunos de los activistas que han protagonizado últimamente ataques contra obras de arte se han manifestado en el sentido de que sus acciones pretendían concienciar a la opinión pública comparando el sentimiento que provoca la posibilidad de ver como se destruye algo tan hermoso como los cuadros objeto de sus acciones con la destrucción del entorno natural y de la vida en la Tierra tal como la conocemos. Pero yo considero que nadie que ame realmente el arte puede permanecer indiferente frente a la destrucción de nuestro planeta y viendo cómo se profana la belleza del mundo en el que vivimos, de la que ese arte es tan sólo un reflejo.

En realidad, a quien resulta necesario concienciar es a quienes, en lugar de visitar museos o buscar el contacto con la naturaleza, suelen permanecer en sus casas con el aire acondicionado funcionando a pleno rendimiento y sólo salen a la calle cuando llega el mes de octubre para sentarse en una terraza aprovechando que ya no hace frío en esta época del año, y prevenirles del discurso de aquellos otros a los que les preocupa muy poco o nada en absoluto que, cuando en nuestro país tengamos la misma temperatura que en Marruecos, en África y en otros lugares del planeta millones de personas tendrán que desplazarse para evitar morir de calor, de sed o de inanición. 

Probablemente, la mayor parte de la población no es indiferente a las consecuencias de la acción humana sobre el clima y la vida en la Tierra, pero tampoco está lo suficientemente concienciada sobre la necesidad de actuar inmediatamente para evitar las consecuencias irreversibles de nuestra irresponsabilidad o, al menos, minorar en parte sus efectos. Por eso es tan peligroso que el mensaje de alarma se relativice o se asocie malintencionadamente a una ideología o a una casta de multimillonarios con siniestras y pérfidas motivaciones, porque ese mensaje adormece, y en ocasiones enardece, a quienes lo escuchan y los invita a no actuar, incitándoles de paso a votar porque los escaparates permanezcan encendidos y los sistemas de refrigeración enfriando restaurantes y centros comerciales, aunque sea a costa de inflamar el aire que se respira en la calle por la que a la mañana siguiente caminarán sus nietos camino del colegio, salvo que los lleven en un coche con aire acondicionado de serie.

A veces, en los momentos más oscuros, yo mismo empiezo a pensar que es demasiado tarde o que, hagamos lo que hagamos los que no nos tomamos esto a broma, la realidad es demasiado compleja y la gente demasiado ingenua o demasiado estúpida como para evitar que, tras la Amazonia, se destruya la selva congoleña para extraer el petróleo y el gas natural que se oculta en su subsuelo, y los glaciares terminen por licuarse uno tras otro, se descongele el permafrost y los niveles de dióxido de carbono liberados a la atmósfera terminen matándonos a todos.

Otras veces quiero creer que, al final, la cordura prevalecerá y tal vez seamos capaces de adaptarnos a un entorno diferente, menos amable y más hostil, pero todavía habitable, si estamos dispuestos a renegociar nuestras condiciones de vida con la madre Tierra y  somos capaces de respetar ese pacto tras el armisticio, aunque nos imponga unas condiciones humillantes y nos obligue ocasionalmente a cobijarnos del sol y convivir bajo tierra con especies inferiores y guardarnos durante la noche de los parásitos y las alimañas.

Y, cuando me da por soñar, pienso que, a lo mejor, este planeta solitario no ha dicho su última palabra y exploro los mapas del mundo en busca de grandes volcanes dormidos, capaces de arrojar a la atmósfera toneladas de ceniza y de envolvernos en una nube volcánica que refleje la luz del sol el tiempo suficiente como para enfriarlo en la medida de lo necesario para restablecer un frágil equilibrio que nos permita replantearnos nuestras prioridades y, después de haber expulsado del debate a los codiciosos desalmados, a los indeseables sin escrúpulos y a los idiotas sin remedio, firmar la paz entre nosotros y con la madre Tierra para vivir regocijándonos en la contemplación de la naturaleza y pintarla de nuevo en todo su esplendor, y para que quienes en el futuro vivan en las ciudades no vuelvan a olvidar su maternal omnipresencia y cómo, en función de nuestro comportamiento, su rostro puede tornarse terrible.