domingo, 17 de octubre de 2021

El Terminator está ahí fuera

 

A lo largo de mi trayectoria en la administración me he encontrado haciendo indagaciones para resolver un recurso, motivar una denuncia o dictar una resolución que no habrían sido necesarias si hubiera tenido a mi disposición datos que obraban en poder de la propia administración pero a los que no tenía acceso. Y día a día soy testigo de cómo las administraciones públicas o incluso los órganos de una misma administración trabajan de espaldas los unos a los otros, a pesar de las implicaciones evidentes de una y otra gestión paralelas, y de cómo no disponer de determinada información conduce a la concesión de autorizaciones, subvenciones y subsidios, a la elusión de responsabilidades y al reconocimiento de derechos en fallos judiciales que más que apoyarse en evidencias, se soportan en la falta de ellas.

De hecho, ocasionalmente, me he topado con administrados que, haciendo una interpretación sui generis del principio de presunción de inocencia, en lugar de acreditar los requisitos para el reconocimiento de un derecho, defendían que debía ser la administración la que demostrase su no concurrencia o en otro caso concederlos, sabedores de que esa información no estaba a disposición de la administración encargada de tal reconocimiento.

Pero también he visto como cruzar la información de tan solo dos bases de datos permitía disponer de esa u otra información en un parpadeo. Y con frecuencia me he preguntado si sería legítimo que la administración tuviera un acceso menos limitado a los datos de sus ciudadanos.

Sería fácil dejarse seducir por la infalibilidad de un sistema capaz de manejar toda la información que pudiera ponerse a su disposición, considerando que ello garantizaría que no se malgastasen los recursos públicos, evitaría fraudes, permitiría tomar medidas de carácter preventivo o coercitivo y, en último extremo, asegurarse de que los malos fuesen castigados. Pero siempre existe la posibilidad de que esa información sea utilizada de forma sesgada o para fines ilegítimos y consiguientemente surge el miedo a que se produzca un acceso ilegítimo a datos que, en principio, solo conciernen a la persona a la que se refieren.

Hasta ahora ha sido relativamente fácil controlar esos accesos e identificar a quien haya podido llevarlos a cabo, pero cada vez más los procesos de gestión de datos se automatizan y pronto los sistemas que utilizan organizaciones tanto públicas como privadas no necesitaran acceder a esos datos, sino que sencillamente los tendrán a su disposición. Y el inevitable paso siguiente sería utilizar todas esas variables en la toma de decisiones que afectan a ciudadanos concretos.

Todos hemos escuchado que muchos empleos están llamados a desaparecer porque pronto los realizaran robots capaces de trabajar veinticuatro horas, inmunes a los accidentes de trabajo o, más bien, a las bajas laborales, y también poco dados a secundar una huelga. Y, cuando oímos este tipo de predicciones, tendemos a pensar sistemáticamente en obreros, repartidores y limpiadoras. Pero la inteligencia artificial puede terminar sustituyendo a los humanos también en la realización de trabajos que consideramos intelectuales porque somos demasiado lentos manejando información y, consiguientemente, tomando decisiones. Y, además, puede resultar mucho más barato adquirir e instalar programas capaces de manejar información y proponer una actuación concreta, que invertir en una sofisticada maquinaria que pueda realizar tareas rutinarias como las que debe llevar a cabo un humilde repartidor de pizzas. Desde este punto de vista puede ser mucho más fácil prescindir de un oficinista que de un repartidor.

Recientemente, el uso de la inteligencia artificial ha permitido identificar a los agresores de Samuel Luiz, volviendo nítidas unas imágenes grabadas por las cámaras instaladas en la vía pública en cuya oscuridad y falta de definición trataban de ocultarse quiénes lo persiguieron y golpearon de forma despiadada durante 150 metros y continuaron golpeándolo cuando cayó al suelo para no volver a levantarse. La mayor parte de ellos no tenían antecedentes y, hasta ahora, eran ciudadanos anónimos, pero cuyo grado de violencia y ensañamiento con la víctima ha impresionado a los propios investigadores.

Para apuntalar la acusación, se encuentra pendiente una comisión rogatoria enviada por el juzgado de instrucción número ocho de La Coruña para que Facebook dé acceso a los mensajes de WhatsApp e Instagram que borraron los agresores.

Pero, por otra parte, también estos días, el Parlamento Europeo, con objeto de poner freno a los avances del reconocimiento facial ha pedido a la Comisión Europea una "prohibición de cualquier tratamiento de datos biométricos con fines policiales que conduzcan a la vigilancia masiva en espacios de acceso público".

Estas dos noticias ponen encima de la mesa una vez más el viejo conflicto entre libertad y seguridad, y llevan a cuestionarse si la eficacia de los sistemas de reconocimiento facial y, en general, el deslumbrante e incontenible avance de la inteligencia artificial no implican un evidente riesgo de sacrificar nuestra intimidad y nuestra libertad personal y, al margen de los posibles fallos del sistema, de quedar a merced de un Gran Hermano, infalible en su vigilancia e inmisericorde en su veredicto.

No me extrañaría que las defensas de los acusados en el juicio por el asesinato de Samuel, perdida toda esperanza de absolución, pudieran llegar a invocar la falta de legitimidad de los medios empleados para su identificación. No sería la primera vez que la invalidación de una prueba de cargo condujera a la absolución del acusado o incluso a la inhabilitación de un juez por una presunta vulneración de derechos.

Cuando reflexiono sobre estas cuestiones, siempre me acuerdo de RoboCop, un poderoso ciborg dotado de un sistema de reconocimiento que le permite analizar la potencial peligrosidad de los ciudadanos con los que se tropieza patrullando las calles y, en función de ella, tomar determinadas decisiones; y también de la legendaria frase de Kyle Reese, tratando de convencer a Sarah Connor de que le siga para salvar su vida, ‘El Terminator está ahí fuera. No se puede razonar con él. Es un exterminador. No siente lástima, ni remordimiento, ni miedo y no se detendrá ante nada’.

Todos somos ciudadanos anónimos, y también potenciales delincuentes. Nuestros datos e información que nos concierne y se refiere a aspectos tan variados de nuestra vida como experiencia laboral, expediente académico, enfermedades y dolencias están almacenados en servidores y bases de datos. Cámaras de seguridad y sistemas de videograbación registran a diario nuestros movimientos y lo que decimos y cualquier sistema medianamente sofisticado podría rastrearnos y saber de nuestras andanzas en redes sociales y hacer un diagnóstico de nuestros gustos y preferencias. Una unidad de la fuerza policial de Detroit podría juzgarnos cómo ciudadanos inofensivos, pero, de tener algún tipo de antecedente, podría juzgarnos también como potencialmente peligrosos y detenernos o dispararnos. Y un gobierno totalitario, aun surgido de unas elecciones democráticas, podría vigilarnos, complicarnos la existencia, discriminarnos, perseguirnos, encarcelarnos y vulnerar nuestros derechos de cualquier otra forma que podamos imaginar, además de utilizar esa información para perpetuarse en el poder.

Y todos tenemos derecho al anonimato, a la confidencialidad, a pasar desapercibidos, a ocultarnos de la vista de los demás si nos apetece y a transitar por la vida sin darnos a conocer más que a aquellos a quienes nos apetece que nos conozcan. Solo cuando pretendemos acreditar un mérito o que se nos reconozca un derecho,  y cuando con nuestro comportamiento ponemos en riesgo la vida, la integridad física o patrimonial de los demás debemos quedar sujetos a controles o mostrar nuestras credenciales. Todos los demás intentos de saber quiénes somos, a qué nos dedicamos en nuestro tiempo libre, el estado de salud de nuestro organismo, o si somos propensos a la euforia o a la depresión, deben considerarse ilegítimos y cualquier software, sistema o algoritmo que, con cualquier pretexto, trate de sacar conclusiones a propósito de nosotros y nuestra existencia es potencialmente peligroso y, por ello, debe ser neutralizado.