domingo, 18 de marzo de 2018

Prohibir sin fin


Hace unas semanas, volvía del trabajo en bicicleta y, cuando ya estaba llegando a casa, tuve que detenerme porque un coche pasó a toda velocidad por la calle que atravesaba el carril bici. Puse pie a tierra e hice un gesto de fastidio, porque el conductor tendría que haberme visto y, en ese cruce normalmente los coches dejan pasar a los ciclistas, que tenemos que hacer un giro de noventa grados a la izquierda y disponemos de una visibilidad limitada respecto de los automóviles que vienen en nuestra misma dirección pero giran a la derecha. Entonces el coche que iba detrás se detuvo y me pitó. Cuando mire al parabrisas, vi que el conductor me hacía un gesto indicándome algo con el dedo. Levanté la cabeza y vi una señal de stop que me obligaba a detenerme semioculta detrás de una palmera. Así que el tipo, después de haberme indicado la señal y asegurarse de que la había visto, reinició la marcha con la satisfacción de haberme dado una lección.
            Nos encanta prohibir, retirar cosas de las exposiciones, secuestrar libros, descolgar cuadros de monarcas que no son de nuestro agrado, apear estatuas de sus pedestales, encausar a la gente por exhibir su humor negro en las redes sociales, quemar banderas, meter en la cárcel a quien las haya quemado, señalar con el dedo a quien no se vista de negro para pasearse sobre una alfombra roja, imponer géneros neutros o inventar palabros y mirar a la grada por si alguien se ha reído al escucharlos y poder condenarle al ostracismo, pitar al himno nacional o sancionar a quien haya pitado, y, si no se puede, a quien dejó que alguien introdujera un número relevante de pitos en un estadio de fútbol sin darse cuenta de sus aviesas intenciones.
Últimamente se han prohibido un montón de cosas y, seguramente, todavía habría que prohibir un montón de cosas más: la fiesta nacional, fumar en lugares públicos, beber en la calle, transitar por el carril bici sin bicicleta, pegar carteles,  etc. Pero nunca será suficiente. Siempre habrá alguna sensibilidad que exija medidas más drásticas para evitar sentirse herida o una causa que aglutine un número suficiente de seguidores y nos obligue, por ejemplo, a recluirnos en casa para beber vino o comernos una hamburguesa y así castigarnos el hígado o colapsar nuestras arterias, y a largo plazo el sistema sanitario, sin que niños inocentes corran el riesgo asociado al hecho de imitar nuestro comportamiento suicida.
El problema es que no todo el mundo tiene la misma sensibilidad ni se deja arrastrar por las mismas causas, y, consiguientemente, no todos quieren prohibir las mismas cosas. Lo más curioso es que los partidarios de despenalizar algunas, están más que dispuestos a penalizar otras. En lo único que parece haber acuerdo es en la necesidad de imponer normas a los demás. Así que en cuanto alguien está en disposición de hacerlo, se apresura a tomar medidas para corregir comportamientos que considera inadmisibles, y los mismos que se rasgan las vestiduras en nombre de la libertad de expresión se convierten rápidamente en censores de conductas ajenas y en inquisidores mediáticos cuando otro sostiene públicamente ideas o actitudes que no comparten.
El otro día, sin ir más lejos, se publicó un ‘decálogo por una escuela feminista’ que propone, entre otras cosas, prohibir la lectura de autores como Neruda, Javier Marías o Pérez-Reverte y, además, la práctica del fútbol en el patio del colegio (prohibirla, se entiende). Los mismos que se hacen cruces por la retirada de una obra de Arco-2018 alusiva a la existencia de presos políticos en nuestro país, se sienten molestos con una chirigota que ridiculiza a sus líderes independentistas en el carnaval de Cádiz. O, quienes se ofenden por la utilización de desnudos femeninos en la publicidad de productos dirigidos al público masculino, defienden sus consignas exhibiendo sus carnes al sol o ante el altar de una iglesia.
Seguramente el número de normas necesario para ordenar las conductas en sociedad podría limitarse drásticamente con un poco de buena voluntad y también de buen juicio. Por ejemplo, en materia de circulación vial, la norma básica debiera imitar las leyes de la robótica y decir algo así como que no se debe poner en riesgo la integridad de las personas ni ocasionarles molestias injustificadamente aparcando, por ejemplo, delante de la puerta de un garaje. Lo curioso es que estas normas básicas, a veces, se olvidan y prevalecen las señales de tráfico y se sobreentiende que lo que no está prohibido está permitido, aunque una conducta choque frontalmente con el sentido común.
Por desgracia, hoy la libertad parece que solo puede defenderse a base de prohibiciones. Mal asunto cuando el único camino para defender la libertad de cada individuo es el que pasa por limitar, restringir o coartar la libertad de los demás. Me pregunto sí las generaciones que hayan sido educadas en una sociedad tan propensa a tirar de normas y reglamentos para regular las conductas a base de prohibiciones, podrían vivir en una sociedad verdaderamente libre, en la que la conducta de cada uno se inspirase en un concepto más elevado de la libertad, en la dignidad del ser humano y en el respeto de nuestros semejantes.