martes, 17 de noviembre de 2015

El miedo y la salvaguarda de nuestra libertad


            El atentado de París del fin de semana pasado ha traído otra vez a la primera plana de los periódicos el fenómeno del terrorismo yihadista en Europa, irrumpiendo a sangre y fuego en la noche de un viernes cualquiera en los restaurantes y las calles, una sala de conciertos y un estadio de fútbol de la capital de nuestro país vecino, donde las selecciones de Francia y Alemania se enfrentaban en un partido amistoso bajo la mirada del Presidente de la República.

            Todos los días, gentes anónimas mueren víctimas de la violencia y el terrorismo en lugares no muy alejados, geográficamente hablando, del de los atentados del viernes pasado. No obstante, nos resulta imposible percibir igual unos y otros estragos, aunque el coste en vidas humanas sea el mismo o, seguramente, en nuestro caso, muy inferior, si nos atenemos al recuento oficial por un lado y a las cifras oficiosas, por otro, de esos lugares en los que el número de muertos se incrementa vertiginosamente de día en día, y no solamente por la evolución desfavorable de los heridos por las bombas y los disparos indiscriminados en una refriega aislada o una acción terrorista puntual.

            Sin embargo, París es una capital europea, similar a cualquier ciudad populosa del resto de Europa, en la que los viernes por la noche sus habitantes se relajan saliendo a cenar a un restaurante, acudiendo a un concierto o asistiendo a un partido de fútbol, el deporte europeo por excelencia. Y se da la circunstancia de que el terrorismo ha venido a golpear a esa sociedad en ese momento preciso, irrumpiendo en restaurantes y escenarios de actividades lúdicas, particularmente representativas de nuestro estilo de vida.

            Así pues, el acto terrorista no se ha perpetrado en esta ocasión contra un objetivo militar, ni tenía en su punto de mira a una autoridad civil, ni siquiera se ha materializado en la sede de un periódico, sino que iba dirigido contra los ciudadanos de a pie de un país occidental que hacían uso de su tiempo libre como nos gusta hacer a cualquiera de nosotros en nuestras respectivas ciudades, lanzando así una advertencia que trata de mediatizar, a través del miedo, el comportamiento de esos ciudadanos, cuyas libertades se han visto, inmediatamente, condicionadas por las medidas adoptadas por el propio Estado, que so pretexto de velar por su seguridad, se ha apresurado a declarar el estado de urgencia con la consiguiente suspensión de derechos y libertades.

            Las medidas adoptadas, seguramente necesarias, y la intensificación de los bombardeos sobre el Estado Islámico, tal vez contribuyan a prevenir nuevos atentados y acciones terroristas, pero es imposible que, por si solas, consigan soluciones duraderas a medio y largo plazo.

            Probablemente, el problema de fondo radica en que los autores materiales de los actos violentos no se sienten identificados en absoluto con ese estilo de vida, no acuden a conciertos ni salen a cenar a restaurantes, probablemente porque no han tenido nunca la posibilidad de hacerlo, tampoco se identifican con un deporte cuya práctica está reservada a un grupo de privilegiados, ni sienten ninguna simpatía por la selección nacional, a pesar de ostentar la nacionalidad francesa y haberse criado en el suelo patrio de sus convecinos, pero excluidos, marginados, víctimas de la desigualdad, la pobreza y el desempleo, y por ello propensos a la violencia y, ahora, fáciles de captar por quienes puedan dar salida a su frustración y deseos de revancha contra una sociedad que les ha negado el futuro.

            Reconducir la situación a estas alturas, plantearse la necesidad de un programa de regeneración social que consiga integrar a los jóvenes de las ‘banlieues’ que a finales de 2005 salieron de sus guetos para irrumpir violentamente en las calles supone un reto descomunal para el gobierno de la República, pero se revela imprescindible si no se quiere sucumbir al empuje devastador de los desarraigados.

            Mientras tanto, muchos defensores de los valores de la patria, miran con desconfianza y temor creciente hacia las fronteras de la Unión Europea y, poco a poco, empieza a difundirse la idea de que nuestra seguridad depende, en buena medida, de que seamos capaces de blindar ese territorio contra una oleada interminable de desesperados entre los que se esconde un enemigo sin rostro. Como si el enemigo no estuviera ya viviendo, aun precariamente, entre nosotros y exigiendo a tiros lo que otros suplican desde las embarcaciones que naufragan diariamente frente a nuestras costas.

            De ahí la necesidad de una respuesta concreta y audible y de una asunción real de responsabilidades, comprometida con la integración y no meramente burocrática, basada en los registros de entrada y la identificación de los refugiados, porque la realidad es que si no somos capaces de integrar a los que ya están aquí y llevan lustros viviendo en nuestro territorio, difícilmente podremos acoger a otros y brindarles una oportunidad real que vaya más allá del compadecimiento pasajero.