domingo, 18 de octubre de 2020

Cambio de armario

             Con el cambio de estación, paso de volver a casa en bicicleta con la chaqueta haciéndome sudar la gota gorda y aflojándome el nudo de la corbata en el primer semáforo para evitar los incipientes síntomas de asfixia, a quedarme helado por las mañanas camino de la oficina, subiéndome las solapas de esa misma chaqueta y echando de menos un chaleco tras del que parapetarme de las tempraneras corrientes de aire del otoño en ciernes. Y es que no hay manera de dar con la indumentaria adecuada hasta que la nueva estación termine imponiéndose sobre las postrimerías de un verano cada vez más largo.

            Cuando salgo a correr me pasa un poco lo mismo, a ciertas horas de la mañana la visión de la camiseta de manga corta me da frío y, si decido ponerme el pulsómetro, cuando después de mojar la cinta, me la abrocho alrededor del pecho me da un escalofrío y, súbitamente, se me quitan las ganas de hacer ejercicio. Pero cuando llevo recorridos un par de kilómetros no sé qué hacer con el cortavientos y me dan ganas de emular a los antiguos atletas griegos y despojarme de toda la ropa para dejar que Eolo me seque el sudor, cosa que haría si no fuera porque, con independencia de la hora, siempre hay algún caminante escrutándome con la mirada por encima de la mascarilla quirúrgica, cómo si me leyera las intenciones.

Es en esta época cuando llega el momento de renunciar a las camisetas, los polos y las camisas de manga corta y recuperar las prendas de entretiempo, que aquí dura un suspiro pero trae consigo un riesgo más que considerable de constiparse, con la posibilidad consiguiente de ser considerado por propios y extraños como una nueva víctima de la segunda ola del coronavirus. Así que se impone el cambio de armario, que equivale a rescatar la ropa de invierno y confinar en algún lugar recóndito del guardarropa las prendas veraniegas y, con ellas, los últimos vestigios de las vacaciones y del solaz veraniego.

Este año he aprovechado la oportunidad para aligerar el fondo de armario, atestado de chaquetas, pantalones y camisas que llevan ahí varias estaciones sin que nadie se acuerde de su existencia. La mayoría están pasadas de moda, o me las he puesto tantas veces que en su momento me hicieron temer que, sí seguía poniéndomelas, el día que no lo hiciera, la gente dejaría de reconocerme por la calle (es cómo si Bob Esponja prescindiera de improviso de los pantalones cortos marrones y la corbata roja).

Pero, cuando llega el momento de la verdad, me da pena porque algunas de esas prendas, que debieran estar desgastadas por el uso, lucen como el primer día. Otras veces se ven raídas pero les tengo cariño porque me gustan especialmente hasta el punto de que, si las viera en un escaparate, creo que volvería a comprármelas, aunque sólo fuera para que la gente me siga reconociendo por la calle. Y, en otros casos, las tengo asociadas a algún momento particularmente significativo o feliz de mi existencia terrena. De hecho mi traje de boda sigue aguardando en una percha a que vuelva a darle algún uso, ya sea en un baile o en una ceremonia a la altura de su debut en sociedad.

Otras veces, sin embargo, no podría explicar porque he conservado durante años unos calcetines que están tan desgastados por los talones que amenazan con desintegrarse al próximo intento de meterlos en unos zapatos, o unas camisetas tan desbocadas y manchadas de pintura que parece que hubieran estado presentes cuando Miguel Ángel pintaba los frescos de la Capilla Sixtina y además hubieran participado en la última restauración, o unas mallas que casi se trasparentan por el culo, hasta el punto de hacerme pensar que Eolo lleva algunas carreras secándome el sudor de las posaderas sin que fuera consciente de ello.

La cuestión es que, cuando finalmente me decido a prescindir de esas ropas viejas tengo la sensación de estar desprendiéndome también de una parte de mí mismo. Y me pregunto si, cuando hayan pasado el número suficiente de estaciones, las personas con las que compartí ese tiempo cada vez más remoto me reconocerán la próxima vez que me vean, si yo mismo seguiré reconociéndome en el espejo, o sí, en definitiva, seré yo el mismo hombre que se calzó esos viejos zapatos y lució esa camisa antaño blanca o, cómo el barco de Teseo, no quedará nada de mí cuando haya pasado el tiempo suficiente y un usurpador se calzará mis nuevos zapatos y elegirá el color de mis corbatas.

Ante tamaña disyuntiva, y después de descartar la idea de ir por ahí con un taparrabos colgándome de las ramas de los árboles, he decidido emular a Bob Esponja, combinar siempre la corbata y el color de mis pantalones y, en la medida de lo posible, sonreír cómo si fuera el día de mi boda, de forma que, cuando alguien me vea cocinar una hamburguesa o hacer cualquier otra cosa menos importante, esté casi seguro de reconocerme aunque sea en el fondo del mar, donde reposan los remos del barco de Teseo.